Don Fabio Baroncini (Foto Paolo Bonfanti, Archivo Fraternità Comunione e Liberazione)

Don Fabio, compañero hacia el destino

La carta de Davide Prosperi a don Fabio Baroncini, su amigo fallecido el pasado 21 de diciembre, y aquella intervención de 1994 presentando Los coros de “La Piedra”, de T.S. Eliot, en los Ejercicios de los universitarios de CL
Davide Prosperi

«A nuestro amigo, a nuestro hermano, / en el Paraíso, en el Paraíso / déjalo andar por tus montañas». Este canto, como una voz única y resplandeciente, se elevaba al cielo y llenaba el silencio del atrio de la basílica de San Nicolò en Lecco, abarrotado de gente a pesar de las restricciones del Covid. Al menos ligeramente caldeaba nuestro corazón en una jornada tan fría y nubosa como aquella en vísperas de la Navidad. Seguí conmovido la celebración de tu funeral al lado de Giancarlo, adivinando sus sentimientos mientras escuchaba el último saludo del padre Ottavio. Los amigos con los que se ha luchado toda una vida, consumiéndose por el Ideal, siguen adelante mientras a algunos de nosotros se nos ha pedido permanecer. Tal vez porque nuestra tarea aún no ha terminado, primero quizá debamos crecer aún. Gandolla me preguntó si podía sacarte junto a algunos de esos miles de jóvenes que se hicieron mayores contigo. Gracias Raimondo, no me lo esperaba.

De modo que yo también cantaba con los demás, sintiendo todo el espesor de una historia vivida en lo que estaba cantando. Como me gusta tanto la montaña, muchas veces nos habíamos contado nuestras “peripecias” por las cimas y paredes de los Alpes volviendo en coche (normalmente conducía yo) de alguna asamblea o cena a la que me habías arrastrado. Sí, porque tú casi siempre estabas por ahí en cenas o veladas con amigos, o con las comunidades de CL. De hecho, no es ningún secreto que para ti la amistad, tal como la vivías, era un valor que nadie podía poner en discusión porque esta amistad, una amistad como la que puede encontrarse en nuestra gran compañía, custodia el sentido de la vida, el gran Ideal presente que hace de la vida una tarea, desvelando así el secreto del gusto de vivir que todos buscan, pero no todos reciben, y sobre todo no todos acogen y experimentan. Cuando recibes un regalo así y no lo aprovechas, te pierdes en análisis y razonamientos, peor para ti, dirías tú. No tenías ningún problema por estar solo (al menos así lo veía yo), con tu temperamento “longobardo”, tal vez por eso llamaba tanto la atención, en contraste, la importancia que dabas a la compañía.

Un ideal, por tanto, por el que dar la vida no es un proyecto que realizar sino una presencia, la presencia del destino en el que todo se cumple, Cristo, que se materializa aún hoy de la misma manera que hace dos mil años, una presencia generadora de un lugar de humanidad en comunión, hombres en camino por el mundo, no súbditos del mundo, hombres sin patria como le dijo san Juan Pablo II a don Giussani. Pero antes de decir Cristo –¡para poder decir Cristo!– hay que reconocer el bien tan valioso que es esta amistad en la que Cristo vence –no de una vez por todas sino poco a poco, con paciencia– nuestra mezquindad. Así lo decía el propio don Giussani en una reunión con los novicios de los Memores Domini: «nosotros el ideal lo tenemos y es Cristo. No debería decir tan rápido “Cristo”, porque tendría que decir Jesús de Nazaret: nos encontramos con un hombre; quien está presente ante nosotros es un hombre, en quien el Misterio revela toda su omnipotencia en la relación con la criatura». Es un gran privilegio que nos ha sucedido, Dios nos conoce muy bien. El género humano no puede soportar demasiada realidad, el nihilismo al que nos habríamos abocado inexorablemente sin esta presencia carnal que se propone como compañía a nuestro destino hunde sus raíces en el hecho de que el hombre, de otro modo, tendería a defenderse de la realidad.



Mientras estaba allí cantando con estos amigos, me invadió un pensamiento: lo agradecido que estaba a este hombre. En el fondo, siempre he estado agradecido, desde que te conocí. Claro que no puedo decir que siempre hayamos estado de acuerdo en todo (aunque me dan ganas de desafiar a cualquiera que pueda decir lo contrario), de hecho creo que era casi imposible estar siempre de acuerdo. Solías encontrar la manera de llevarnos la contraria aunque estuvieras sustancialmente de acuerdo con lo que el otro hubiera dicho. En efecto, mi primer impacto contigo fue todo menos suave. No sé si te acuerdas, yo lo recuerdo perfectamente. Estábamos en unas vacaciones de universitarios del movimiento en Passo del Tonale y, siguiendo una sugerencia de Cesana, por desgracia te invité a presentar uno de los libros recomendados para el verano. Se trataba de la novela Cartas de Abelardo y Eloísa. Ni siquiera me dejaste acabar la presentación, inmediatamente te pusiste a demoler cada una de las palabras que había dicho (tal vez) equivocadamente. Porque no todas las palabras son iguales, las palabras también son un gesto. Y esta escena se repitió varias veces después. Aunque alguna vez puede que te equivocaras en el contenido, sin duda la enseñanza se me ha quedado grabada en letras grandes. Parecías arisco, mordaz, podría decirse cortante si no indigesto a primera vista. Sin embargo, el recuerdo más nítido de la impresión que tuve es de un extraño atractivo. Por un lado, no había nada que aparentemente me asemejara a ti en las formas y acentos, por otro me sentía atraído y al mismo tiempo herido. Herido no tanto en el orgullo sino por tu fiereza.
Me recordabas en eso a don Giussani, al que empecé a conocer unos años antes. Feroz pero humilde. Se puede actuar con una ferocidad que no es tal, sino más bien bravuconería, porque en el fondo uno se cree más de lo que es y entonces uno resulta ridículo, quijotesco, y al final esclavo de sus propias seguridades. Pero esta fiereza era en cambio sólida, consistente, que no apoya su seguridad en sí misma sino en la roca de una historia más grande a la que pertenecemos por la gracia recibida. Con vosotros entendí que la fiereza de un temperamento y la grandeza que conlleva no impide la humildad, sino que más bien es hija de ella. «Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí». Nunca te oí alegrarte por tu propia grandeza sino por la grandeza de la existencia cristiana.

En todo caso, admitamos que he tenido que sudar, y no poco, para ganarme un pequeño puesto en tu corazón. Llegó un día en que me dijiste lo que pensabas de mí y entonces todo se me aclaró (pido perdón a los lectores, pero esto al menos me lo guardo para mí). Me tratabas como tú querías que te trataran. Nada de halagos ni adulaciones (no lo soportabas), para hacerse adulto hay que tratarse como tal, el hombre solo llega a ser adulto cuando tiene el coraje de fijar su mirada en la luz de la verdad, por mucho daño que pueda hacer a los ojos acostumbrados a escrutar en la penumbra. Por lo demás, aparte de tu aspecto hosco, te encantaba polemizar, pero no por el mero gusto dialéctico –al menos eso me parecía– sino solo para que el que tenías delante se diera cuenta hasta el fondo de lo que se escondía bajo la superficie de lo que estaba diciendo. Otras veces era porque no estabas de acuerdo, y entonces empezaba la batalla, hasta que se llegara a un punto común, puesto que el juicio último siempre concernía a la autoridad, estuviera inmediatamente de acuerdo contigo o no.
Esta es una de las cosas que siempre te he envidiado. Si había una persona transparente, distante de cualquier fingimiento o complacencia ante los “capos”, ese eras tú. Sin embargo, precisamente por eso, resultaba aún más convincente tu libertad a la hora de obedecer. ¿De dónde te venía una libertad así? No es difícil responder a esta pregunta. Lo que habías encontrado de joven y plasmó cada día de tu vida, en las fatigas y en las satisfacciones, era tan grande y totalizador que valía dar la vida, así que imagina las opiniones. Esta compañía hacia el destino es guiada, por eso la obediencia es condición necesaria para la unidad. Sin duda, contigo uno entendía inmediatamente que la obediencia es la máxima expresión de un yo completo, y por tanto nunca podía ser resignada. Al contrario, como decía, en ti solía forjarse en la lucha, también en la dialéctica, para que la verdad pudiera ser afirmada por todos y resplandecer luminosa ante todo el pueblo de Dios.

Hay una cosa… después de aceptar la tarea que me encomendaron en la comunidad, no todo fueron rosas y flores en nuestras discusiones (más en público que en privado, a decir verdad, pues un poco teatral sí que eras, sería tu pasión por Eliot…). Pero incluso cuando nos acalorábamos, no pasaban ni dos días para volver a invitarme y seguir adelante, afirmando públicamente el valor de nuestra amistad, ya estuviéramos o no de acuerdo en ese punto que evidentemente aún seguía pendiente. Una obediencia adulta, madura por tanto. Una obediencia que en ti cumplió su trayectoria como testimonio, asumiendo a los ojos de los que te acompañaban en la última fase de tu vida la imagen del Cireneo. Obligado a llevar la cruz de Jesús, ni una queja, ni una duda de que tu vida en esa situación fuera inútil, tú que nunca parabas quieto tuviste que pasar tus últimos momentos en esta vida sin poder hablar siquiera. Cuando fui a verte con un par de amigos tres días antes de que nos dejaras (sabía que sería nuestra última despedida), estabas encorvado, hundido en el sillón del apartamento donde el padre Ottavio te cuidaba tanto. Tu mirada podía parecer perdida, pero en cambio ahí estabas, solo querías que nosotros también nos diéramos cuenta de aquello que estabas mirando fijamente y que tanto nos cuesta ver en medio de las dificultades de nuestras vidas. Gracias Fabio, nosotros también estamos intentando aprender esa obediencia al Misterio que hace todas las cosas como deben ser hechas, incluso cuando nos parece que deberían ser de otro modo.

LEE TAMBIÉN – El mensaje de Julián Carrón por la muerte de Baroncini

Entre los muchos recuerdos que pude leer durante los días que siguieron a tu funeral, todos preciosos, me conmovió mucho el de Marina Corradi. «¿Pero cómo, cómo puede soportar todo esto?», te preguntó. «Ofrecer», le respondiste. «Hay que ofrecer todo a Dios». Así es, no hay nada más verdadero que nos defina, porque a pesar de nuestra pretensión de autonomía, “sem chi pruvisori”, como tanto te gustaba repetir, “estamos aquí de paso”. Eso mismo pensé el otro día, cuando me permitieron ir a visitar a mi amigo Anas, que lleva semanas luchando entre la vida y la muerte, rodeado de cables, máquinas y tubos de drenaje por las complicaciones del Covid. A nuestros ojos, una carne maltrecha a merced de los acontecimientos, ¿pero qué sabemos nosotros de lo que se estarán diciendo él y Jesús en estos largos días de silencio? La vida o la ofreces o la pierdes, no hay alternativa.
Pensando en nuestra amistad últimamente, cuando nos hemos visto muy poco, me surgía una pregunta: ¿se puede estar agradecido a alguien que nunca te daba la razón? Estar realmente agradecido, quiero decir, con esa gratitud que cuando piensas que no volverás a verlo en esta vida sientes cómo se abre paso la nostalgia dentro de ti…

Como ha dicho tu amigo Giancarlo antes que yo, eran muchos los que iban a verte porque tenían dificultades personales, en su vocación, en su trabajo, en su matrimonio o en la educación de sus hijos. Eso es algo que me impactó mucho la primera vez que yo también entré en tu despacho en la parroquia de San Martino en Niguarda. Simplemente quería pedirte tu opinión sobre una situación determinada y vi a toda esa gente fuera, llegué a pensar que quizá era porque iba a celebrarse algún evento. Pero no, eso era lo normal. ¿Por qué venían? No solo porque eras sabio, no solo porque hablabas con autoridad. Venían porque eras un educador de verdad. Y cuando estás delante de un educador de verdad, la noche empieza a aclararse, y solo Dios sabe lo oscura que puede llegar a ser la noche a veces para nosotros, pobres hombres. Necesitaban ver esa luz para seguir caminando en las tinieblas, para poder esperar volver a ver el sol. Y ya lo empezaban a ver.
Esto lo entendí en los últimos tiempos, cuando participabas en la diaconía diocesana de CL, sentado al fondo de la sala, con la cabeza un poco reclinada hacia un lado, que de vez en cuando se erguía cuando intuía que algo llamaba tu atención (algo que no siempre sucedía, y ahí asumo toda mi responsabilidad). Un día uno de los participantes que te había conocido en tus años “feroces”, por llamarlos de alguna manera, me señaló que era una pena que te quedaras al fondo, como al margen. Todavía sonrío al pensarlo, porque sé lo que le habrías respondido: a pesar de todas las vacaciones comunitarias, este amigo todavía no ha aprendido a subir a la montaña. Porque cuando se camina hacia la meta en compañía, el que conoce el camino a veces va delante tirando del grupo, pero cuando sirve es cuando va detrás cerrando la fila. De otro modo, por muy bueno que sea el que va marcando el ritmo, podríamos perder a alguien por el camino. Hace falta que alguien se sacrifique y se quede atrás para recoger a los que se cansan y ayudarles a mantener el paso, para que ellos también puedan subir.

En todo caso, no te lo tomes a mal si me dejo llevar por un pequeño halago, pero es algo que pienso de verdad. Has sido alguien que podía gustar o no, pero sin duda eras una presencia que catalizaba el interés de los que estaban cerca. Cuando contabas anécdotas que habías vivido, pero también cuando presentabas obras de Dostoievski, Dante, Milosz, Pèguy, Manzoni, Eliot… nos hacías ver cosas que no estamos acostumbrados a ver de manera tan lúcida. Espero que algún joven recoja esta herencia, que no se pierda. Los coros de la Piedra de Eliot, obra teatral que presentaste en muchas ocasiones, creo que da la justa medida de ese gusto por la vida, siempre en salida, siempre al ataque, afirmando sin medias tintas la ganancia que supone la experiencia cristiana en comparación con cualquier poder del mundo, como siempre nos recordabas de manera incansable, tal como te había transmitido tu amado maestro don Giussani. Al volver a ver ahora ese video de 1994 me entran escalofríos. Habría que decir que hace falta valor para salir delante de ocho mil universitarios sacudidos aún por el terremoto que les había causado pocas horas antes don Giussani con “Reconocer a Cristo”, su lección del sábado por la tarde durante los ejercicios espirituales del CLU. Pero lo que llama la atención es precisamente tu capacidad para identificarte con el carisma, que ese día se había comunicado de una manera tan persuasiva y radical, tanto que muchos jóvenes después de esos dos días de retiro tomaron la decisión de entregar íntegramente su vida a Cristo siguiendo el camino de la virginidad. Aquel momento que se te encomendó ya no podía ser por tanto tu espacio, debía ponerse por entero al servicio de aquel acontecimiento que estaba invadiendo el corazón de esos jóvenes, entre los cuales también estaba yo, a mis 22 años, participando más o menos conscientemente de algo que nos cambiaría definitivamente la vida.

Retomando tus palabras de aquella noche, «la Iglesia dice: no penséis en la cosecha sino en la siembra apropiada». La gratitud por el bien que ha invadido gratuitamente nuestra existencia –nosotros, indignos, y en cambio elegidos– genera una gratuidad de la que nunca seremos capaces por nuestras propias fuerzas. La lucha, en nosotros igual que en cualquiera, entre la afirmación de la positividad de la existencia y su negación, eso nunca cambiará. Como decías, en nuestra cultura actual, todos niegan lo que se ha hecho en el pasado para tener una excusa para sus lamentos y su ocio infinito. En cambio, el hombre bueno es aquel que construye, sacando valor del pasado. En lugares abandonados construiremos con ladrillos nuevos. Frente a esta humanidad marcada por el nihilismo, no hay otra posibilidad de recuperación más que esta Presencia, Cristo, factor de humanidad nueva. Fuera de esto, estamos condenados a vivir la vida viviendo y en parte viviendo.

«¿Pero qué vida es la vuestra si no tenéis vida en común?», preguntabas citando a Eliot. No existe vida, posibilidad de experimentar la correspondencia con el deseo humano, de hallar gusto en la trama de relaciones que llevan a construir una civilización, si no se viven en comunidad, y no existe comunidad si no se vive alabando a Dios. No podemos admitir excusas entre nosotros. Es el acontecimiento de un encuentro con una humanidad nueva, presente en la historia, con el rostro de una roca, de una compañía. Eso es lo que nos hace hombres y mujeres que trabajan, no podemos tardar, no podemos esperar. Es una decisión para la existencia. De esta presencia de una humanidad nueva nace una fecundidad impensable. Construimos en vano si el Señor no construye con nosotros. Con la paleta en una mano (para construir) y la pistola enfundada (para defenderse, porque esta presencia siempre encontrará obstáculos). «Seamos realistas», gritaste, «alguien debe construir y mientras tanto otros deben empuñar las lanzas», pues al poder nunca le vendrá bien una presencia ferozmente irreductible.

LEE TAMBIÉN – «¿Y quién es Baroncini?», preguntó el Papa a Giussani

Me viene entonces a la mente tu homilía durante la celebración en el santuario de san Lucas de Bolonia en 2015, con motivo del decimosexto aniversario de la muerte de Enzo Piccinini. Citabas las palabras que Pedro dirige a Jesús en el evangelio: «Nosotros lo hemos dejado todo, ¿qué nos va a tocar?», y Jesús le responde: «En verdad os digo, todo el que por mí deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna», y tú comentabas: «Ante todo he aprendido una radicalidad en la decisión que hace falta en la experiencia cristiana, y que era la característica del temperamento de Enzo. Tratar de ordenar las cosas, guardándose uno su propio proyecto de vida, es un desastre, hace triste la existencia, nos obliga siempre a calcular y medir lo que hacemos, lo contrario de adentrarse en la vida de frente para perseguir lo que es verdadero, bello y justo, como hemos visto. ¿En qué consiste el ciento por uno aquí abajo, que nuestra conciencia y nuestra razón necesitan para que el acto de fe sea razonable? Consiste en una humanidad más humana, que obtenemos por gracia si seguimos a nuestro Señor Jesucristo. Que nuestra humanidad es más humana se ve al realizarse una comunión entre todos aquellos que creen en Cristo. Podemos usar otra palabra en vez de comunión, que es teológicamente más difícil: don. Recibimos de Cristo el don de una amistad».

Ahora, querido don Fabio, ahora que descansas entre los brazos de tu tan amado Jesús, no te olvides de los que aún están en las trincheras. Antes de despedirte, permíteme pedirte un pequeño favor. Si por casualidad allí donde estás, en las profundidades del Ser, te cruzaras con un joven de poco más de treinta años (es mi padre, lo reconocerás fácilmente, aunque yo no lo veo desde hace más de cuarenta años), invítale a compartir mesa contigo, con don Giuss, con Enzo, Emilia, Andrea, don Giorgio, don Ciccio, don Pigi y tantos otros que han hecho crecer nuestra historia, salvándome la vida. Me gustaría que él estuviera con vosotros, estoy seguro de que os está muy agradecido porque al principio creo que estaba un poco preocupado por cómo se me estaban poniendo las cosas. Todavía tengo que crecer mucho, solo estoy al principio del camino, pero espero que llegue un día, con vuestra ayuda desde el cielo, en que yo también os pueda volver a ver en el banquete de alegría que nos ha preparado nuestro Señor.