Giovanni Stanghellini

Stanghellini: «Una ocasion para caer en la cuenta de nosotros mismos»

Confinados entre las paredes de casa, nos encontramos en «un tiempo favorable al pensamiento». Y la oportunidad de preguntarnos por lo que vale. Un psiquiatra relee el artículo de Carrón en elmundo.es
Paola Bergamini

«En este periodo necesitamos pensar. Tenemos que esforzarnos en pensar y hacer pensar». Así empieza nuestra conversación por skype con Giovanni Stanghellini. Psiquiatra, psicoterapeuta y profesor en la Universidad de Chieti, confinado entre las paredes de su casa, sigue a sus pacientes por los canales de comunicación que ofrece internet y «que hasta los menos familiarizados con la tecnología aceptan utilizar ahora». «Es un tiempo favorable al pensamiento», señala. Nuestra conversación gira en torno al artículo publicado por Julián Carrón en elmundo.es.

Con la actividad ralentizada forzosamente, al menos hay tiempo para pensar.
Para empezar, pensar siempre ha significado discernir. Es decir, separar. Pensar quiere decir no dejarse llevar por emociones viscerales que me hacen situarme en un bando u otro. Por ejemplo, a una persona que me dice: «Tengo tanto miedo que no puedo salir de casa para nada y creo que esta pandemia acabará con el género humano», yo puedo reaccionar impulsivamente: «¡qué exageración!», o decirle: «¡tienes razón!», escuchando solo mis emociones. O bien puedo pensar y discernir, y decir: «tomo en consideración tu opinión, ¿pero se funda sobre bases científicas? ¿Hasta qué punto esa opinión tuya habla de ti, refleja tus emociones; y hasta qué punto refleja la realidad? ¿Tu miedo te hacer ver las cosas así?». Hay que intentar separar, dentro de un hecho, una noticia, la parte emotiva del dato. Realizar esta operación permite comprender las razones del otro, no me separa de él. Puedo ver lo que distingue y lo que une.

¿Podemos decir que estamos en condiciones de “entrenar” el pensamiento?
Sí, junto a nuestros seres queridos, en esta micro-comunidad que es la familia. Claro que esto es posible allí donde hay ganas de estar juntos, de compartir el destino y la vulnerabilidad común. Para aclararlo, partiré de mi experiencia. Por la noche, escuchamos el telediario, luego apagamos la tele y hablamos. Ante la escasez de camas disponibles, mi hija planteó un problema ético: ¿a quién elegirán curar primero? Es decir, surgen preguntas, no aserciones ni posicionamientos. Es el momento de plegar los signos de exclamación y convertirlos en signos de interrogación. Este es el corazón de la cuestión y me llama la atención el artículo de Carrón cuando cita a Hannah Arendt diciendo que «cada crisis nos obliga a volver a las preguntas». Nos obliga a pensar. Pero hay un párrafo antes que me parece importante, cuando habla de autoconciencia.

«La fuerza de un sujeto radica en la intensidad de su autoconciencia».
Algo que suscribo. Significa ponerse delante de uno mismo como otro que dialoga, que hace preguntas. Por ejemplo, ¿por qué he aceptado esta entrevista? ¿Por la curiosidad de confrontarme con usted? ¿Para decir algo significativo? Así volvemos al mismo punto.

Se habla de fuerza.
Ser autoconscientes significa ser conscientes de los propios límites, de la propia vulnerabilidad, de las propias heridas, por usar un lenguaje que compartimos. Si soy consciente de que tengo esa herida, puedo comprender por qué reacciono de determinada manera. La fuerza no está en ignorar las propias heridas, sino en reconocerlas.

¿Una fuerza que nos abre?
La herida no es solo un trauma, dolor, hemorragia. La herida también es una apertura. Apertura es algo que marca una discontinuidad y me permite acceder a una dimensión invisible. Pienso en los famosos “cortes” de los cuadros de Lucio Fontana. El corte es una apertura espacial hacia más allá, hacia algo más allá de la superficie de la tela. Un resquicio hacia el infinito.

En este sentido, el coronavirus qué “más allá” nos puede permitir vislumbrar?
Despierta una pregunta sobre mis costumbres, definidas por mi escala de valores. Encontrarse privados de la libertad de moverse, de abrazar a un ser querido, asustados por pensar que el cuerpo del otro pueda contagiarme o ser contagiado por el mío… todo eso nos hace caer en la cuenta de lo acostumbrados que estábamos a desplazarnos a nuestro placer, a entrar en contacto físico con los demás según nuestros deseos, a vivir nuestro cuerpo como algo sano y en el fondo invulnerable. Esta crisis supone una suspensión radical de nuestras costumbres, buenas y malas, y nos hace conscientes de nosotros mismos, nos hace caer en la cuenta de nosotros mismos. Hemos vivido años de plomo, crisis económicas, pero en el fondo esta crisis la hemos vivido como espectadores externos. Hasta hace unas semanas, mirábamos a China diciendo: «pobrecillos». Ahora nosotros estamos en la misma situación, la vivimos en nuestra piel. Y las preguntas se radicalizan. Ante la pregunta “¿la bolsa o la vida?”, uno puede decir: siempre he identificado la bolsa con la vida, ahora me doy cuenta de que son dos cosas diferentes. Este tiempo es una ocasión favorable para reconsiderar nuestra jerarquía de valores. Es decir, para reconsiderar lo que me vale dentro de esta maraña de emociones que animan mi existencia. En este sentido, la inquietud y el estupor que ahora nos resultan tan familiares pueden asumir una nueva connotación.

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¿Uno puede sorprenderse en esta situación?
Tal vez. Creo que hay una esperanza razonable para que esta situación nos sorprenda. ¿Pero qué significa esta palabra, “sorprenderse”? Es otra manera de decir: interrogarnos. Mejor aún, el estupor es la emoción que sentimos al recibir el impacto de la realidad, interrogarse supone proyectar el estupor hacia lo alto. Cuando salgamos de este túnel, ojalá nos mantengamos abiertos a este estupor. Espero permanezca esta capacidad. A propósito de esto, hay otro párrafo del artículo que me ha llamado la atención.

¿Cuál?
«Un individuo que haya tenido en su vida un impacto débil con la realidad porque, por ejemplo, haya tenido que esforzarse muy poco, tendrá un sentido escaso de su propia conciencia, percibirá menos la energía y la vibración de su razón». Se lo repito mucho a mis pacientes, pero vale para todos. En la vida hay que caer y pelarse las rodillas, la herida es lo que nos hace darnos cuenta, nos pone en condiciones de reconocernos. Nos damos cuenta de qué es la libertad de movimientos ahora que nos vemos privados de ella. Puedes caer, encontrarte con alguien que “por casualidad” pasa por allí y te alarga su mano para ayudarte a levantarte. Especialmente si lo hace con “gracia”, quiero decir de manera gratuita, sin esperar nada a cambio. Puedes hasta llegar a alegrarte de haber caído.