Mauro Magatti

Magatti: «Una esperanza que resiste ante la angustia»

Diálogo con un sociólogo de la Universidad Católica de Milán sobre el artículo de Carrón sobre el coronavirus. La fragilidad, la verdad de nuestra vida, el redescubrimiento del “bien común”. Y el sentido de una existencia que no es autorreferencial
Davide Perillo

«Más que miedo, diría angustia». Mauro Magatti, 60 años, sociólogo de la Universidad Católica de Milán, columnista en el Corriere della Sera y Avvenire, ha tenido varias intervenciones estos días a propósito de la emergencia del coronavirus. Poniendo casi siempre el acento en lo que este dramático momento nos puede hacer descubrir o redescubrir (la empatía y la responsabilidad mutua, los riesgos de una información enloquecida y el reclamo a un «bien común global»).
Así lo hace también con el artículo de Julián Carrón de hace unos días. En esa invitación a medirse hasta el fondo con una realidad que «desvela nuestra impotencia esencial» y a mirar a nuestro alrededor para interceptar «personas en las que se ve en acto una experiencia de victoria sobre el miedo» («por este motivo Dios se ha hecho hombre, se ha convertido en una presencia histórica, carnal»), él ve una oportunidad para entendernos mejor a nosotros mismos, al mundo, la fe, y la situación que estamos viviendo. «Angustia, insisto. Porque nos enfrentamos a un huésped que a menudo nos ilusionamos con haber eliminado: la muerte. Es un dato que se introduce continuamente en la vida cotidiana. Solo que normalmente se reduce a un hecho privado: un familiar que enferma y nos deja, un accidente… Esta epidemia traslada la presencia de la muerte, que la sociedad contemporánea tiende a ignorar, a la esfera pública, a una percepción compartida. Y eso nos desorienta».

¿Pero qué nos hace entender de nosotros mismos?
Ante todo, nos reclama a la experiencia fundamental de nuestra fragilidad, de la precariedad. La palabra “oración” viene de “prece”, que tiene la misma raíz latina que “precario”. Sin la conciencia de tu mortalidad, de tu exposición al «más allá de ti mismo», no llegas a rezar verdaderamente. Recuperar el sentido de esta precariedad existencial puede ser angustioso cuando no está elaborada o no encuentra respuesta, o puede ser un elemento que te devuelve a tu condición real, a lo que somos. Por tanto, también a nuestra naturaleza religiosa, como se la quiera declinar. Y eso es muy interesante. Una sociedad que ha pasado durante mucho tiempo por encima de ciertas cuestiones, ahora ya no puede hacerlo. Nuestra vida tan bien organizada y funcional se ha bloqueado por completo en un par de semanas. Impensable. ¿Quién iba a imaginarlo? En la sociedad de la certeza tecnocrática, descubrimos de golpe que todo un cierto tipo de relato ya no vale.

«Cada uno podrá decir, observando lo que ve que sucede en sí mismo y a su alrededor, qué propuestas son capaces de hacer frente a la circunstancia», señala el artículo. Estamos llamados a verificar dónde apoyamos nuestros pies, si nuestras ideas se mantienen o no…
Estoy de acuerdo. Esta situación nos obliga a confrontarnos con la verdad de nuestra vida. Pero quizás haya que dar un paso más.

¿Cuál?
La modernidad usa la palabra “verdad” como “certeza”. A partir de Descartes, la verdad se identifica sustancialmente con la certeza científica, matemática. En cambio, debemos recuperar su sentido pleno, completo. Es una ocasión para confrontarnos con la verdad de nuestra vida. Es decir, el sentido de lo que estamos haciendo, la capacidad de querer a los demás, al mundo, a Dios. Es un momento de verdad que, paradójicamente, pone en discusión nuestras certezas y nos lleva a un nivel más profundo. La expresión de Carrón es interesante porque es como si esta crisis nos empujara hacia algo que normalmente corremos el riesgo de perder.

Tratamos las preguntas más urgentes y vitales como si fueran idénticas a las que tienen una respuesta definitiva capaz de resolver el problema, pero la respuesta, muchas veces, no es de la misma naturaleza…
Así es. La verdad es algo más amplio y profundo que las certezas conocidas.

¿Por eso Carrón nos invita a «interceptar» una presencia?
Cierto, pero hay que evitar un equívoco. En este momento, en que advertimos una sensación de profunda desorientación, lo que se experimenta es una ausencia, más que una presencia. Las religiones, también la cristiana, siempre han padecido una cierta idea definitoria. Llega la peste, o un terremoto, e inmediatamente alguien sale con lo del «castigo de Dios», Su voluntad. Pero este es un momento en que la gente advierte más una ausencia, que se expresa en preguntas dramáticas: ¿por qué este virus?, ¿por qué muere mi padre? No debemos precipitarnos a la hora de representar en cierto modo una presencia que en este momento parece no existir. Para descubrir una verdadera presencia, hay que tener esta experiencia de la ausencia. Hace falta paciencia para madurar esta condición, porque si no la misma presencia se vuelve incomprensible.

Pero la imagen del niño y del miedo que desaparece ante su madre llama la atención precisamente por su inmediatez…
Evoca muy bien ese vivir en suspenso que es nuestra mortalidad. Vivir en suspenso o te lleva a la angustia, o te hace descubrir que existes dentro de un abrazo con otro, distinto. Dentro de otra verdad. Que es exactamente el punto que le cuesta reclamar a la experiencia de la fe cristiana actual. Por eso decía que ciertamente la respuesta a la ausencia es la presencia, pero esa presencia hay que descubrirla. Y solo se puede descubrir con un camino. La descubrimos en nuestra experiencia un poco cada vez, es decir, haciendo experiencia de esta experiencia.

Eso nos lleva a mirar alrededor y buscar signos concretos, testimonios. Usted ha dicho que en esta situación lo que nos devuelve la esperanza son «actos de noble generosidad»: la dedicación de los médicos y enfermeros, ciertos gestos de solidaridad… ¿Qué nos dicen esos gestos?
Vivir inmersos en esta situación con la experiencia no de la angustia sino de la esperanza –es decir, un modo distinto de afrontar la precariedad– es fundamental. De otro modo solo queda la angustia. Tal vez se haya abusado un poco de la palabra «testimonio» pero es pertinente. ¿Cuál es el movimiento reflejo de nuestra sociedad en una situación así? «Activamos toda nuestra ciencia, que acabará encontrando la vacuna, y volvemos a ser invulnerables». Obviamente, la ciencia es indispensable y la vacuna también, pero tendemos a cerrarlo todo con eso. En cambio, nuestra tarea como cristianos consiste en decir: hagamos de todo, busquemos las curas y luchemos por acabar con esta epidemia, pero tomemos conciencia de que estamos expuestos, somos mortales. Y esa mortalidad no es el fin del mundo, es la condición que nos abre a una plenitud de vida que va más allá de nosotros mismos. Tratar de ser un reflejo de esa presencia en este momento es muy valioso. Hay un paso intermedio, que pasa por la capacidad de las comunidades cristianas para introducir este elemento de búsqueda.

Llama la atención su reclamo a recordar que existe un «bien común global», que tenemos una «responsabilidad mutua». ¿En qué consiste esa responsabilidad?
Contagio viene de “con-tangere”. Es una palabra que da sensación de amenaza, sobre todo ahora, pero en realidad habla de nuestro “ser con”. Existe el contagio, pero también la conexión, la colaboración… Una de las cosas que podemos volver a aprender en este momento histórico es que, al contrario de toda la cultura radical e hiper-individualista de las últimas décadas, cada uno de nosotros es él mismo, pero es también con los demás, con el mundo, con el cosmos. Es una fantasía irreal la idea de que existimos “independientemente”. El contagio nos enseña de manera dolorosa este “ser con”. Puede producir una retirada del otro, pero también obliga a mirarse más, a adoptar comportamientos que no sean dañinos con los demás, a entender que si enfermas necesitarás a alguien que te cuide, y así podríamos seguir. No somos la suma de “unos”: somos “unos” que están con otros. Este desafío nos lo puede volver a mostrar.

En su experiencia, ¿qué resiste el embate de esta angustia?
Para mí, insisto, el sentido de una vida que no es autorreferencial. No me la doy yo: ni su inicio ni tampoco su fin. Luego está el sentido fundamental de la fe: la muerte no es la última palabra sobre la vida. No es que este caso me transmita solo angustia. También transmite esperanza y conciencia del sentido de lo que somos. Es decir, relación con Dios.