Doninelli: «No desesperar, sino mendigar»

Un escritor relee el artículo de Carrón sobre el coronavirus. «Siempre he creído ser un tipo poco proclive al miedo, pero me equivocaba». En esas líneas halló «intacto mi drama y el de todos»
Luca Doninelli

Cuando, hace poco más de una semana, se publicó el artículo de Julián Carrón sobre el coronavirus lo leí con gran interés, pero luego enseguida pasé a otra cosa. Siempre he creído ser un tipo poco proclive al miedo, pero me equivocaba. Ahora veo claro como en ese pasar a otra cosa el miedo ya estaba en juego.
Unos días después releí el artículo y en los pliegues de un estilo muy medido, atento a comunicar una idea de manera inequívoca, hallé intacto el drama, el único drama verdadero, mío y de todos. Sobre todo en la cita de Ratzinger, «solo este Dios nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el vacío de la propia vida». Este Dios. El Dios que ha entrado en la historia y me ha alcanzado. Yo sé que ha entrado en la historia porque me ha alcanzado, de eso estoy seguro.

Pero en las palabras de Ratzinger aparece también el vacío de la propia vida. Y no es un detalle secundario. El que diga que no conoce ese vacío o es tonto o está mintiendo. Carrón habla de «nuestra impotencia esencial». Esencial para mí significa sin remedio. No existe antídoto alguno a esa impotencia, y en estos días se ve perfectamente. Aquí también aparecen palabras llenas de drama, Carrón habla de pesadilla, «la pesadilla en la que hemos caído».
Es la pesadilla del miedo, claro, pero las preguntas de las que se nutre el miedo son preguntas justas. ¿Qué será de nosotros, de nuestros hijos, de nuestros seres queridos, de nuestros amigos, de las personas que nos importan en la vida? ¿Y qué será de las actividades que hemos emprendido, de nuestros buenos proyectos?
Porque hay proyectos muy buenos, buenísimos. Abrir una escuela en un slum de Nairobi es un proyecto buenísimo. Construir casas para los favelados del Brasil es un proyecto buenísimo. Estas y otras cosas exigen dedicación, inteligencia, humildad, fatiga.

Pero esta enfermedad, que poco a poco va asumiendo el rostro de un auténtico flagelo, parece querer sacudir hasta este aspecto bueno de nuestras vidas. Por eso el cardenal Zuppi usa, sin medias tintas, la palabra «mal».
Hoy, reflexionando, pensaba que nuestra época tal vez sea la primera, en toda la historia, en que hemos conseguido (pro tempore) mantener la muerte fuera de nuestro horizonte cotidiano. No se piensa en ella. Es como un insecto que vuela silencioso y discreto, luego un buen día nos pica y adiós, eso es todo. Ya no sabemos concebirla, nos faltan categorías.
Para mis abuelos no era así. La muerte era una compañía cotidiana, sin duda desagradable pero tan presente que debías medirte siempre con ella, puede decirse que día tras día. Afrontando el miedo, nuestros antepasados construyeron la civilización que ahora estamos destruyendo.
Hoy ese miedo resurge, y siento algo que mi abuelo debió sentir muchas veces. Para mí en cambio es una novedad. He sufrido muchos dolores, eso sí, pero se trataba de episodios digamos excepcionales, como la muerte de una persona muy querida, paréntesis en que las jornadas tomaban un ritmo distinto, donde todo se aclaraba pero al final la vida podía volver a entrar, con un poco más de turbación, en el marco de antes.
Ahora es diferente porque esta enfermedad no ocupa ningún puesto excepcional y se confunde con la normalidad de la vida: hacer la compra, subir en autobús, cenar con un amigo. Es una historia un poco diferente.

Pero luego me preguntaba: ¿pero yo qué quiero de la vida? ¿Quiero ganar el premio Nobel de Literatura? Naturalmente, no me disgustaría, pero no es eso lo que quiero. Yo quiero una vida bella, una vida que sea bella hasta el final. Sé que no es poca pretensión, y que la mayoría de las veces lo que hago va en dirección contraria, pero he conocido personas que han vivido así hasta el último instante, y por tanto sé que es posible. Personas que han ido al encuentro de la muerte sin renunciar a una coma de su humanidad. Podría dar muchos nombres y apellidos.
Quiero una vida bella, es decir, quiero, o mejor dio me gustaría muchísimo ir al paraíso: un lugar al que creo que no se puede ir solo. Me disgustaría mucho encontrarme en el paraíso sin mi padre, mi madre, mi esposa, mis hijos, mis amigos. Hasta me gustaría encontrarme con todos los gatos que mi madre tuvo a lo largo del os años. Sé que es una enormidad teológica, pero quizá la sustancia sea adecuada. Mi felicidad está ligada, aquí y ahora, a un vínculo que me sobrepasa, que la teología llama “comunión de los santos” y que me toca a través de una historia que llega hasta mí, aquí, en este preciso instante.

Pero todo esto, existencialmente (como decíamos antes), ¿qué puede significar?
Vuelvo a lo de antes, cuando hablaba de esta enfermedad como un mal que desbarata todos nuestros proyectos. Rezo para que pase rápido, que su amenaza se aleje de nuestras cabezas, pero hay algo muy importante que debo custodiar: la evidencia de encontrarme, tal vez por primera vez en la vida, en una situación donde muy poco depende de mí.
Creo que este es el carácter específico de esta prueba, al menos para mí. Puedo lavarme mucho las manos, no llevármelas a la boca, evitar los lugares multitudinarios, estar lo más posible en casa, respetar las distancias de seguridad, pero todo eso será muy poco porque la eficacia de estas acciones depende de lo que hacen todos, y eso no se puede calcular. Esperar sí, pero no contar.

Porque, por primera vez desde que vine al mundo, no puedo contar ya nada. Esta enfermedad me da miedo porque entiendo de manera inequívoca que mi vida no está en mis manos. No es necesario el coronavirus para entender esto, pero es un hecho que el coronavirus ha puesto en evidencia, ya no es teórico. La teoría ya la sabía, esto es otra historia.

Todo el Antiguo Testamento insiste en la diferencia radical entre los ídolos («obra de las manos del hombre») y el Dios verdadero. Pero, a pesar de ello, ¡qué difícil (al menos para mí) comprender que el autor de la realidad no soy yo!
Lo comprendo en abstracto, pero en los hechos es algo duro de entender porque es duro de aceptar. Sin un acto de libertad es difícil entender algo realmente.
La trama de la existencia es tan radicalmente no-mía que da miedo. Esa creo que es la verdadera raíz del miedo: descubrir que el designio al que obedece la realidad no es mío, no me pertenece, y por tanto yo no puedo hacer nada. Mi abuelo campesino lo entendía mucho mejor que yo.

Nos lo decimos siempre: todo es dato, todo nos ha sido dado. Pero me doy cuenta cuando las cosas van mal, aunque también es cierto cuando las cosas van bien, cuando mis proyectos tienen éxito, cuando todos me felicitan.
Los dones que hemos recibido, y que son mucho más numerosos de lo que imaginamos, deberían hacernos temblar, no menos que los desastres. ¿Qué he hecho yo para merecer conocer a don Giussani? Menos de nada.
Sé que no sucede, pero quizá debería suceder, porque la raíz es la misma, en el mal y en el bien: que las cosas nos son dadas, que nosotros mismos nos somos dados, es decir, no somos más que un don, un acto gratuito al que decir sí.

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No sin amargura, dice Carrón que los testigos de la victoria de la fe —es decir, de Jesucristo— en el tiempo y en el espacio son tan raros que, especialmente en momentos de angustias, se les nota inmediatamente.
Hoy es más claro que no son nuestras capacidades, nuestra inteligencia, nuestros análisis ni en general nuestros discursos los que nos convierten en protagonistas, sino solo la conciencia de la nada que somos, que podría hundirnos en la desesperación si un milagro que se repite a diario no nos empujara hacia la más razonable de las acciones: pedir. No desesperar, sino mendigar. Cuando don Giussani definía al mendigo como «protagonista de la historia» no pretendía hacer una paradoja: describía una realidad factual, concretísima.
Con el paso ondulante de mis jornadas, entre el miedo y la vanidad, este es el sol que brilla, aunque sea —a menudo— detrás de una densa capa de nubes.