Si tú no estás, yo no soy

Apuntes de las intervenciones de Ignacio Carbajosa y Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso de los adultos y de los estudiantes universitarios de CL. Hotel Auditórium (Madrid), 28 septiembre 2014

La strada
Asómate a la ventana
L’illogica allegria


IGNACIO CARBAJOSA
Bienvenidos a esta apertura de curso de Comunión y Liberación en España. Además de los presentes, aquí en Madrid, están siguiendo en directo esta jornada las comunidades de Barcelona, Tenerife, Castellón, Mallorca y Pontevedra. Ante todo, damos las gracias a Julián Carrón por querer estar presente un año más, favoreciendo además que las comunidades de habla hispana de América Latina puedan seguir su intervención en diferido.
«No hay nada más absurdo que la respuesta a una pregunta no planteada» decía un famoso pedagogo norteamericano (R. Niebuhr, The Nature and Destiny of Man. A Christian Interpretation, vol. II. London-New York, 1943, p. 6). Para que llegue a ser más incisivo todo lo que Julián nos quiera decir, permitidme un ejercicio colectivo de sacar a la superficie de nuestra conciencia las circunstancias, momentos o personas, que nos han marcado y provocado durante este año y nos están marcando en estos momentos. De este modo, teniendo en cuenta estas circunstancias –y las circunstancias personales que cada uno atraviesa–, será más sencillo sorprender en acción la verdad de lo que se nos propone. Y así favorecemos un camino común, una historia que va creciendo al hilo de la provocación de la realidad.
No es exagerado afirmar que en los últimos diez años hemos vivido una transformación radical de nuestra sociedad. Es hija de la revolución del 68 y, aún más, de la desaparición progresiva del “yo”, es decir, de la conciencia de los factores esenciales de la persona, en los años 80 y 90. No voy a enumerar ahora los cambios legislativos en materia “antropológica” que nuestros ojos han visto en los últimos años. Están en la cabeza de todos. Las grandes evidencias que sostenían una civilización que, en su origen, fue cristiana, iban cayendo una a una. Y de ahí el desconcierto e incluso la angustia… o la reacción militante.
Alguno pensó que la crisis económica nos iba a dar un respiro en este campo, por aquello de que cuando hay que buscar el pan no hay tiempo para experimentos. Nada más alejado de la realidad. Por un lado, un descontento muy extendido, y comprensible, respecto a la política empieza a encaminarse por vías potencialmente totalitarias; por otro, la tensión social creciente se ha convertido en tensión territorial, que hace que una parte de la población aparezca como enemiga de la otra. Y por si fuera poco, esta misma semana, el único partido político que parecía hacer de dique a la revolución legislativa en materia antropológica, retira su anteproyecto de ley, consagrando el aborto como un derecho, a la espera de los retoques del Constitucional.
Nada más sano que sorprender, en acto, nuestra reacción ante esta última noticia. Porque dice de las cosas que nos constituyen. Enumero: enfado, insultos, deseos de venganza, tristeza, desazón, amargura, desilusión. No hago más que dar fe, como notario, de las cosas que he oído o leído entre nosotros.
Pero, Julián, yo quería ponerte delante (visto que te gustan los desafíos) una sospecha que se cuela fácilmente estos días, como fácilmente se ha colado en los años anteriores. De nuevo no hago más que dar voz a cosas que he oído. La sospecha de que el juicio de la fe, las cosas que nos decimos, el contenido del carisma que pasa por la escuela de comunidad, no toca la realidad, al menos no esta realidad. Es necesario hacer otras cosas. Naturalmente más incidentes. Este verano escuché a un histórico del movimiento en Italia contar una anécdota sucedida en plena efervescencia de la revolución del 68 en Milán. A la salida de una misa, un grupo de jóvenes que formaban parte de lo que entonces era el movimiento, discutían acaloradamente, deseosos de no perder el protagonismo que los acontecimientos revolucionarios les habían dado. Uno de ellos, como quien piensa que cede ante una evidencia, comentó: «¡¿Pero qué puede decir el raggio (la Escuela de comunidad de entonces) de todo esto?! Nada». Parecía que la vida del movimiento ya no era capaz de responder a los desafíos del presente.
Naturalmente no basta con decir que la fe sí que tiene que ver con la realidad. Porque esto no te quita la sospecha. Hace poco nos has recordado una afirmación de don Giussani: «La liberación solo puede venir de algo que ya sea libre, es decir, de una comunidad cristiana que no esté vaciada de su espesor histórico (cultura, caridad y misión), de su capacidad de generar y educar un “yo” despierto». Julián, ayúdanos a entender este “espesor histórico” de la comunidad cristiana, esta “incidencia histórica” de la fe, del hecho cristiano. Está en juego recuperar la esperanza. ¿Cómo nace este sujeto libre, ya liberado? ¿Cómo se puede abrazar la realidad que nos desafía?
Esta cuestión que te lanzo es decisiva no solo para las circunstancias sociales que afrontamos. Me atrevería a decir que es decisiva ante todo para los desafíos que la realidad lanza a cada uno en particular: en el matrimonio, en la educación de los hijos, en el trabajo, en la imagen que uno tiene de sí mismo. El problema es que no siempre cedemos al dato de que hay algún aspecto de mi vida que no vivo bien, que me lleva a un malestar sordo (esto lo puedo decir porque lo identifico en mí). Todo compatible con estar metido hasta la médula en la vida del movimiento, participando de sus discusiones e iniciativas. Pero la vida te roe por una esquina y uno se vuelve viejo.
Pienso también en la provocación que la enfermedad y la muerte nos pone a todos delante. Este año hemos vivido muy de cerca, al menos en Madrid, el drama de enfermedades muy penosas, así como de la muerte de dos personas jóvenes, Belén y, hace una semana, Leonor. ¿Cómo se puede amar a una persona con el horizonte final de la muerte? ¿Cómo estar en pie ante el dolor? Son preguntas ante las que no se puede mirar para otro lado.
Sin embargo, y sorprendentemente, estas últimas circunstancias han puesto también delante de nosotros la victoria de Cristo, que convierte una realidad, la enfermedad y la muerte, que podría hundirnos en el escepticismo y la blasfemia, en un testimonio luminoso de la presencia buena del Misterio que nos ha creado. ¿Qué ha sucedido en estas personas para sostener un diálogo tan intenso con Cristo crucificado? ¿Qué experiencia de fe han hecho? Son personas que han conocido. Han hecho la experiencia de la fe, que es un conocimiento radical, afectuoso de la realidad, hasta el misterio que la hace. Como antes de ayer se recordó en su funeral, Leonor, afrontando la muerte, decía: «¿Qué me ha enseñado a mí la enfermedad? La pobreza. Cuando eres mendigo es cuando te sientes liberado de verdad porque ya nada depende de ti, no puedes nada, pero tienes lo esencial: Dios te quiere y sabes que hay un designio bueno sobre tu vida». No podemos excusarnos en que Leonor era “excepcional”, de hecho se sentía del montón. No tenemos excusa: ha hecho un camino, ha seguido.
Muchos de los aquí presentes tenemos todavía en los ojos la imagen de Rose, nuestra amiga de Uganda, levantándose en medio de la asamblea final de las vacaciones de Masella para buscar entre la gente a una persona que sufría enormemente y con la que había cruzado unas palabras unos días antes. Delante de todos le preguntó: ¿Cómo estás? Ante el escepticismo de esta persona, que pensaba que era imposible el cumplimiento afectivo del que hablaba Rose, ésta no se encogió: «Aunque fueras la única persona del Universo, Dios se habría encarnado para que tu nada no se perdiera. El valor de tu vida es que has sido preferida como yo. La diferencia entre tú y yo es que yo lo sé. Es un hecho, no tienes que inventártelo. Si yo respiro es porque hay alguien que me sostiene en este instante, que no tiene miedo de mi nada y que quiere que yo exista».
Rose conoce, sabe. El nuestro es un problema de conocimiento. De conocimiento afectivo, que toque la realidad. Julián, ¿cuál es el camino para conocer a Cristo así? ¿Cómo seguir el carisma para poder reconocer a Cristo presente que me colma de alegría y me permite abrazar toda la realidad? ¿Qué papel juegan las circunstancias que no se nos ahorran? ¿Qué es lo que permite que mi yo esté unido?

JULIÁN CARRÓN

¿Qué hace que el “yo” esté unido?

«Si tú no estás, yo no soy», dice una canción de Francesco Guccini que da título a nuestro encuentro («Vorrei», música y letra de F. Guccini). ¿De quién podemos decir esto? ¿De quién lo podemos decir ahora? Esta expresión me ha impresionado por dos motivos. El primero es que me doy cuenta de qué es esencial para mí porque cuando me falta, yo no soy yo, y esto se ve porque «me quedo solo con mis pensamientos», como continúa Guccini en su canción. Y el segundo motivo es que eso que es esencial debe estar presente ahora. Si no está presente ahora, yo no soy yo. Creo que no hay otro criterio mas que este para reconocer eso esencial a lo que el Papa nos ha invitado de nuevo en su Mensaje al Meeting de Rímini: una presencia que me hace existir; y se ve porque, cuando falta esta presencia, yo no soy, no soy yo. Por eso es evidente que no es un problema de coherencia en primer lugar, sino una cuestión de pertenencia a una presencia sin la cual no puedo ser yo.
Pero, ¿qué nos hace ser? ¿Qué nos hace existir ahora, en esta situación histórica en la que vivimos? Nada, nada puede impedir que hagamos en nuestra vida la misma experiencia que cuenta Giorgio Gaber en la canción que hemos escuchado al principio («L’illogica allegria», letra A. Luporini, música G. Gaber). Puedo estar «solo», en cualquier sitio, «por la autopista», a cualquier hora, «a primera hora de la mañana», sabiendo que «todo se echa a perder», pero «puede ser suficiente algo insignificante / tal vez un pequeño destello / un aire ya conocido / un paisaje […]. // Y estoy bien». Basta que la realidad, cualquier fragmento de realidad, casi algo insignificante, entre en el horizonte de nuestro “yo” a través de una circunstancia cualquiera, para despertar nuestra persona y hacer posible la experiencia de este bien. Un bien tan sorprendente que parece casi un sueño, que casi da «vergüenza». Pero se impone una evidencia: no puedo negar que «estoy bien / justo ahora, justo aquí / no es culpa mía / si me sucede esto». Es como si la realidad, un instante antes de que podamos defendernos de ella, de que podamos levantar un muro, consiguiese penetrar en el “yo” para hacerle ser él mismo, «justo ahora, justo aquí». Y siento en mí una «ilógica alegría». De hecho, parece completamente desproporcionado que «algo insignificante / tal vez un pequeño destello / un aire ya conocido», pueda traer esta alegría a la vida. «Una ilógica alegría / cuyo motivo desconozco / no sé lo que es», que es tan real como misteriosa. Porque si no fuese real no podría suceder lo que dice Gaber a continuación: «Es como si de pronto me hubiese tomado la libertad de vivir en el presente». Entra algo en la vida que me hace estar presente en el presente, «justo ahora, justo aquí». Una nada que me aferra tanto que me permite estar presente ante mí mismo. Yo estoy totalmente unido, presente, cuando tú estás.
Es difícil encontrar una canción que exprese mejor que esta el sentido del capítulo décimo de El sentido religioso. El “yo”, lleno de asombro por la presencia de la realidad, al darse cuenta de la presencia inexorable de la realidad, «despertado por la presencia de las cosas, por la atracción que ejercen y el estupor que provocan –dice Giussani–, se llena de gratitud y alegría» (El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, p. 151) y está bien.
¿Quién no desea esto cada mañana, cada instante de la vida? Un instante de plenitud del que uno se sorprende, como tantas veces lo hemos vivido también nosotros. En esa experiencia sencillísima, elemental, al alcance de cualquiera, en cualquier lugar, en cualquier momento, en cualquier circunstancia, está contenido el método. Una presencia que me hace ser. Ningún esfuerzo mío es capaz de darme lo que me da ese instante. No existe otro criterio para reconocer lo esencial mas que este. Y que es esencial se ve porque me hace ser de tal modo que, cuando falta, no soy yo mismo, ¡no puedo serlo! En cuanto aparece vuelvo a ser yo, y estoy contento, experimento una «ilógica alegría», «justo ahora, justo aquí», que me hace capaz de vivir el presente.
En cambio, cuando no prevalece este método, «qué amargura, amor mío, ver las cosas como las veo yo [no es que cambie la realidad, sino el modo de ver las cosas]. Qué desilusión vivir la vida con este corazón [tantas veces encogido], y no querer perder nada» («Amare ancora», música y letra de C. Chieffo), y sin embargo ver que todo se escapa entre las manos.
Pero es fácil cambiar: «Bastaría solo volver a ser como niños y recordar… Y recordar que todo nos es dado, que todo es nuevo y está liberado». Bastaría para comprender que nuestra primera actividad es una pasividad, es acoger, es recibir, es reconocer que todo nos es dado. Basta un destello para poder decir que algo se nos da. No se necesita nada especialmente excepcional. Bastaría con un pequeño destello porque cualquier cosa, incluso la más pequeña, documenta que existe, que existe algo distinto. «Este es nuestro método», dice don Giussani en el último libro del Equipe In camino, «para clarificar el problema del hombre como ser religioso –que es el problema más profundo y totalizante del hombre–: ante todo, es necesario que se convierta en experiencia personal la relación entre el hombre y la realidad en cuanto que es originada» (In cammino, 1992-1998, BUR, Milán 2014, p. 316).
Todos hemos tenido una experiencia parecida en algunos momentos excepcionales, pero nos preguntamos: ¿cómo hacer que esto se vuelva estable, «que se convierta en experiencia personal la relación entre el hombre y la realidad en cuanto que es originada»? Aquí se plantea la cuestión del camino. De hecho, si no hacemos un camino, incluso después de momentos excepcionales, volveremos a la rutina cotidiana y todo volverá a decaer. Nosotros pertenecemos al movimiento para hacer juntos este camino, para sostenernos en él. Y por eso, cada vez que nos encontramos es para proseguir el camino, por el gusto del camino, porque si no hacemos un camino, sin una determinada educación, este método nunca llegará a ser experiencia personal, es decir, no será mío. La realidad está ahí, delante de nosotros, pero no es mía.
En este punto, es necesario retomar la pregunta que propusimos para el verano: «¿Qué buscáis?». Buscar es el signo de que uno está en camino. Pero nos hemos dicho: no demos por descontada la pregunta «¿Qué buscáis?». Porque podemos pertenecer al movimiento, estar aquí físicamente y no buscar; podemos estar aquí y estar parados, bloqueados. Y esto se ve porque en nuestra vida, en vez de prevalecer la «ilógica alegría», prevalece el lamento.
Es impresionante que todas estas experiencias que vivimos se parecen a las de cualquier persona que viva una pertenencia. En la canción Qualcuno era comunista, el mismo Gaber hace un larguísimo elenco de todas las razones por las que se podía ser comunista: porque uno «necesita un empuje», porque uno «necesita una moral distinta», por un «deseo de cambiar las cosas», porque necesita un «impulso», etc. ¿Qué buscaba a través de la pertenencia al partido? ¿Qué deseaba? Deseaba superar ese dualismo que muchas veces vivimos. «Era como dos personas en una», dice. «Por una parte la fatiga cotidiana personal y por otra el sentido de pertenencia a una raza que quería levantar el vuelo para cambiar la vida de verdad» («Qualcuno era comunista». G. Gaber y A. Luporini). La pertenencia tiene una finalidad: cambiar la vida, el «vivir que nos paraliza» (C. Pavese, Dialoghi con Leucò, Einaudi, Turín 1947, p. 166).
Más tarde, con el tiempo, después de años de pertenencia, llega la pregunta dramática: «¿Y ahora?». Cualquier pertenencia necesita –lo quiera o no– pasar por la verificación de la fatiga cotidiana. ¿Se ha mostrado esta pertenencia capaz de responder a los desafíos de la vida, a ese deseo de cambio? Resulta sorprendente la honestidad de Gaber a la hora de reconocer el resultado de esta verificación: «¿Y ahora? También ahora me siento como dividido en dos: por una parte el hombre integrado que atraviesa obsequiosamente la rutina de su propia supervivencia cotidiana, y por otra la gaviota, que ni siquiera tiene ya la intención de volar, porque ahora el sueño se ha encogido. / Dos miserias en un solo cuerpo» («Qualcuno era comunista». G. Gaber y A. Luporini).
Como se puede ver, no sirve cualquier pertenencia para resolver la cuestión de la vida. El dualismo no lo resuelve cualquier forma de vivir una pertenencia verdadera. El problema de la unidad de la vida vuelve a plantearse siempre. No lo resolvemos afirmando de palabra una pertenencia, no lo resolvemos insistiendo de forma voluntarista en esa pertenencia. De hecho, podemos vivir una división profunda en nosotros entre «la rutina de la propia supervivencia cotidiana» y «la gaviota, que ni siquiera tiene ya la intención de volar».
Nosotros, que pertenecemos a la realidad del movimiento, tenemos el mismo problema. Y del mismo modo que el ser comunista ha tenido que pasar por la verificación de la historia, también nosotros debemos verificar la fe ante los desafíos de lo cotidiano y de la historia. ¿Y ahora? «En nuestro grupo de Fraternidad (pero he oído decir lo mismo de otros grupos) –me escribe uno de vosotros– resulta con frecuencia difícil vivir esa amistad fraterna que permite poner en común las experiencias de cada uno, de modo que sea posible expresar un juicio común y por tanto que el grupo pueda ser útil a todos para volver a encontrar “los ojos de cielo” en la propia vida. Pero en vez de buscar una ayuda fraterna con este objetivo, nos limitamos a hacer comentarios, quizá de tipo intelectual. Sin embargo, al final lo que queda es una insatisfacción, y nos preguntamos qué podemos hacer, como si la solución estuviese fuera de nosotros mismos». Como podéis ver, no satisface cualquier forma de vivir la pertenencia. Sustituir la experiencia por los comentarios no es útil para volver a encontrar los «ojos de cielo». Ya nos lo había anunciado don Giussani: «Una fe que no pudiera percibirse y encontrarse en la experiencia presente, que no pudiera verse confirmada por ella, que no pudiera ser útil para responder a sus exigencias, no podía ser una fe en condiciones de resistir en un mundo donde todo, todo, […] dice lo opuesto a ella» (Educar es un riesgo, Encuentro, Madrid 2006, p. 19). Es el riesgo que se corre al vivir una pertenencia que no responde a las exigencias de la vida.
Es impresionante la lealtad con la que el mismo Gaber, en otra de sus canciones, Il desiderio, reconoce que «no tiene sentido enumerar problemas / e inventar nuevos nombres [“comentarios, quizá de tipo intelectual”, como dice nuestro amigo] / a nuestro decaer / que no se detiene porque sigamos hablando. // Amor, ya no es necesario / si lo que nos falta / se llama deseo» («Il desiderio». G. Gaber y A. Luporini). ¡Es dramático! Y no podemos detener nuestro decaer con nuestras conversaciones y nuestras discusiones, con la avalancha de comentarios, porque precisamente este es ya el signo de nuestra decadencia. Si nos falta el deseo, si nos falta eso que es el motor de la vida –porque «el deseo», dice Gaber, «es el verdadero estímulo interior / […] es el único motor / que mueve el mundo»–, ¿quién puede despertarlo? Si nuestro estar juntos no es útil para volver a encontrar «los ojos de cielo», ¿quién puede hacernos estar presentes en el presente, hasta el punto de despertar nuestra nostalgia?
Siempre me ha impresionado pensar que el primer don que recibí de don Giussani fue ver que no tenía miedo de decir las cosas que todos vivíamos, pero que se mantenían vergonzosamente escondidas, incluso a nosotros mismos. Pero podemos mirarlas cara a cara, decirlas, desafiarlas solo por lo que hemos recibido. Por eso cada uno de nosotros, después de años de pertenencia al movimiento, debe ver si se encuentra ya en la situación de «la gaviota, que ni siquiera tiene ya la intención de volar», o encuentra todavía en sí mismo el deseo de volar (porque el deseo es el motor que mueve todo), con la conciencia de que no solo no «ha perdido la vida viviendo», como diría Eliot, sino que al vivir la está ganado. Por eso no es banal la pregunta: ¿Buscamos todavía o estamos parados?

El Señor no nos ha abandonado
Sea cual sea el punto del camino en el que nos encontramos, sea cual sea el punto del recorrido en el que está cada uno, el momento de dificultad que atraviesa, el momento de alegría que vive, escuchamos hoy de nuevo las palabras del Papa al Meeting, con toda su novedad: «El Señor no nos ha abandonado a nuestra suerte [a la rutina de nuestra supervivencia cotidiana o a nuestro ser como gaviotas que ya no tienen intención de volar], no se ha olvidado de nosotros. En tiempos antiguos eligió a un hombre, Abrahán, y lo puso en camino hacia la tierra que le había prometido. Y en la plenitud de los tiempos eligió a una joven, la Virgen María, para hacerse carne y venir a habitar entre nosotros. Nazaret era verdaderamente un pueblo insignificante, una “periferia” tanto desde el punto de vista político como religioso; pero fue precisamente allí donde Dios puso su mirada para llevar a cumplimiento su designio de misericordia y fidelidad» (Francisco, Mensaje al Meeting por la amistad entre los pueblos, 24-30 agosto 2014). Para nosotros este lugar a través del cual el Misterio sigue prefiriéndonos, lo sabemos bien, es nuestro carisma, el lugar en donde el Señor tiene todavía misericordia de nosotros. Este es el lugar en donde sigue llamándonos, a través de cada gesto, de cada palabra, de cada iniciativa.
«Querido Julián, “si tú no estás, yo no soy”», me escribía ayer uno de vosotros en cuanto se enteró del lema de la Jornada de apertura. «Hoy me he descubierto así. Cuando Cristo está en el horizonte de mi mirada, de mis jornadas, yo vivo. Vivo incluso cuando estoy de viaje durante semanas, lejos de mi familia y de mis hijos. Vivo en el cambio de huso horario, de cama, vivo en las dificultades del trabajo. Y lo hago gracias a la memoria de Cristo, que se presenta ante mí de muchas formas –las mismas que describías no hace mucho: los sacramentos, las laudes, una llamada de teléfono, la Escuela de comunidad, un encuentro, incluso un testimonio del Meeting que he visto en YouTube… Incluso los gestos que antes consideraba un poco beatos, me doy cuenta ahora de que son el regalo de una compañía real y los amo–. Es la memoria de Cristo lo que ilumina todo, incluso el instante más sencillo o el más pesado. Si Cristo no está en mi memoria, yo en verdad no soy yo. Su ausencia es un peso mortal, como en esta semana en que, aunque estaba en casa, a resguardo de las fatigas de la vida, nada me bastaba. Te mando estas líneas para decirte cuánto espero la Jornada de mañana. En verdad, si Tú no estás, yo no soy yo».
La cuestión es cómo responde cada uno de nosotros a la forma histórica a través de la cual el Misterio muestra todavía su piedad ante nuestra nada. Lo que mantiene vivo en nosotros el deseo de volar no es una pertenencia formal, sino un seguimiento real. La única posibilidad de seguir buscando todavía, de que despierte el deseo, es seguir.
«Aprovecho la ocasión para darte las gracias por los Ejercicios de la Fraternidad de Rímini 2014, porque en esos días hiciste renacer en mí (me atrevería a decir que me diste de nuevo la vida) el deseo ante todas las cosas. Antes de conocerte reducía todo y a todos. Reducía el cristianismo a dar un buen ejemplo, pero no era capaz de ello y entonces siempre estaba insatisfecho y vivía sin la gracia de Dios, vagaba solo y en soledad como un vagabundo, sin una verdadera meta. Tenía miedo incluso de estar solo… En aquellos días en Rímini, sin embargo, tú despertaste en lo más hondo el don de Su Presencia, y siento que nada ni nadie puede detenerme… “Siento que la vida estalla en mi corazón”, como decía Chieffo. ¡Gracias, de verdad! Después de los Ejercicios de Rímini, al volver a la vida verdadera, cotidiana, me zambullí (literalmente) en el texto de los Ejercicios, y algo empieza a brotar: estoy más contento, sigo profundizando y leyendo el cuadernillo, llego hasta el fondo y algo, una pequeña llama de esperanza empieza a iluminar mis tinieblas. Soy otra persona y doy gracias a Dios porque ahora, a diferencia del milagro que esperaba desde hacía años, ahora disfruto de cada paso del camino que debo hacer, en la alegría y en el dolor».
El encuentro con esa Presencia que me permite ser, por usar palabras de don Giussani, «vuelve a suscitar la personalidad, permite percibir o volver a percibir, hace descubrir el sentido de la propia dignidad, de la dignidad de la propia personalidad. Y como la personalidad humana está compuesta de inteligencia y de afecto o libertad, en ese encuentro la inteligencia se despierta a una curiosidad nueva, a una voluntad de verdad nueva, a un deseo de sinceridad nueva, a un deseo de conocer cómo es la realidad verdaderamente, y el “yo” empieza a arder de afecto por lo que existe, por la vida, por sí mismo, por los demás, un afecto que antes no tenía. Por eso se puede decir que nace la personalidad» (In cammino, 1992-1998, op. cit., pp. 184-185).
¿En qué consiste este seguimiento? ¿Es una pertenencia formal, una repetición verbal de las definiciones justas y verdaderas, o, como dice Giussani, la experiencia de las cosas verdaderas? Pero de nuevo ha tenido el Misterio tal piedad de nuestra nada que nos ha dado todo lo necesario para responder, y con la vida de don Giussani nos ha testimoniado en qué consiste este seguimiento para que nadie se confunda, porque todos tenemos en nuestro poder el instrumento para saber qué significa seguir, y por tanto para decidir si seguir o no. Nos ha dejado la indicación del camino que nos permite llegar a hacer nuestras las cosas verdaderas y alcanzar esa unidad de la vida que todos deseamos. Porque la alternativa está clara: entre una pertenencia formal, de tipo asociativo, organizativo, pero que no detiene el deterioro de nuestra vida, o [la pertenencia], el seguimiento, tal como lo ha descrito don Giussani –¡cuántas veces tendremos que repetírnoslo para pasar de la intención a la experiencia!–: «El seguimiento es el deseo de revivir [¡de revivir!] la experiencia de la persona que te ha provocado y te provoca con su presencia en la vida de la comunidad; es la tensión por llegar a ser no “como esa persona” en su concreción llena de límites, sino “como esa persona” en el valor al que entrega su vida y que en el fondo redime incluso su cara de pobre hombre; es el deseo de participar en la vida de esa persona en la que te es dado algo de Otro, y es a este Otro a lo que manifiestas devoción, a lo que aspiras, a lo que quieres adherirte en este camino» (Il rischio educativo: come creazione di personalità e di storia. SEI, Turín 1995, p. 64). Revivir la experiencia de otro no es la repetición formal o la participación en una asociación. ¡Hay una diferencia abismal! En el segundo caso, no se detiene nuestro decaer, no se despierta el deseo, no se obtienen alas para volar; en el otro caso uno está cada vez más fascinado, cada vez es más él mismo.
«Al releer la asamblea de los Ejercicios de la Fraternidad», escribe uno de vosotros, «estoy reviviendo el impacto provocador y liberador de tu primera respuesta. Yo, que formo parte de los llamados “viejos” del movimiento (60 años), siento que es un punto decisivo para partir de nuevo, como ha sido desde el comienzo de tu responsabilidad como guía, una correspondencia desafiante que me lleva derecho a los días en que, con catorce años, descubrí el movimiento como camino de salvación para mi vida. Delante de las personas que se lamentan me siento un poco como el ciego de nacimiento ante las objeciones de los fariseos: “Vosotros decís que así no va bien, pero yo, al seguir, vuelvo a encontrar el sentido del encuentro con el movimiento, su frescura, su irónica juventud con un poco más de madurez. Me parce un camino de libertad y de una nueva toma de conciencia de la fe. Entonces, ¿debería eliminar todo esto para dar espacio a las objeciones? Pero yo, al seguirlo, veo más y respiro, y esto no me lo puede quitar nadie, es un hecho”». Uno puede responder a la pregunta: «¿Y ahora?» encontrándose a los 60 años, después de más de cuarenta años de pertenencia al movimiento, con una frescura, con un horizonte, con una libertad y una conciencia de la fe completamente nueva, que ninguna objeción puede arrancar. ¿Qué le ha permitido que esta novedad sea estable? Seguir.
En este punto se juega constantemente nuestra vida: en el seguimiento o no seguimiento del carisma, y el método lo describe de forma sintética una frase de don Giussani que me repito con frecuencia: «Una definición ha de formular una conquista ya conseguida, de lo contrario sería la imposición de un esquema» (Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, p. 75). O la definición es una conquista ya conseguida en la propia experiencia o es la imposición de un esquema. Por eso la elección se produce entre seguir a alguien que impone un esquema o seguir a alguien que me ayuda a conquistar personalmente el contenido de la definición. Ayudar a la persona a realizar esta conquista fue el método que siguió Jesús. No existe alternativa. Y si no entendemos que esto es decisivo para nosotros, no nos daremos cuenta de que es lo mismo que hacemos con los demás: imponemos unos esquemas. Como muchas veces nos conformamos con repetirnos a nosotros mismos las definiciones, los discursos, acabamos pensando que es suficiente con imponer a los demás las definiciones o, peor aún, con fustigarles con las definiciones correctas. Pero, como sabemos bien por experiencia, esto no hace que la vida esté unida, no hace mía la definición que conozco; para conquistarla se necesita una experiencia. Por eso no sé cuántas veces he repetido esta frase desde que estoy aquí: «La realidad se hace transparente en la experiencia», y también, «la experiencia es el fenómeno en el que la realidad se vuelve transparente y se da a conocer» (In cammino 1992-1998, op. cit., pp. 311,250), ¡una frase esencial de Giussani!
¿Qué quiere decir revivir la experiencia de otro? ¿Qué quiere decir revivir la experiencia de don Giussani? ¿Qué nos ha testimoniado y propuesto Giussani como hipótesis para entrar en la realidad, para ser hombres, para no perder la intención de volar, para ser hombres que no dejen de buscar, hombres en los que no desaparezca el deseo? Escuchemos de nuevo al Papa, que nos ha invitado en el Mensaje al Meeting «a no perder nunca el contacto con la realidad, es más, a ser amantes de la realidad. También esto forma parte del testimonio cristiano: en presencia de una cultura dominante que pone en primer lugar la apariencia, lo que es superficial y provisional, el desafío consiste en elegir y amar la realidad. Don Giussani lo dejó en herencia como programa de vida cuando afirmaba: “La única condición para ser siempre y verdaderamente religiosos [es decir, hombres], es vivir intensamente lo real. La fórmula del itinerario que conduce hacia el significado de la realidad es vivir lo real sin cerrazón, es decir, sin renegar de nada ni olvidar nada. Pues, en efecto, no es humano, o sea, no es razonable, considerar la experiencia limitándose a su superficie, a la cresta de la ola, sin descender a lo profundo de su movimiento”» (Francisco, Mensaje al Meeting por la amistad entre los pueblos. 24-30 agosto 2014). ¡Con este programa el Papa nos vuelve a ofrecer “ahora” el programa de vida que don Giussani nos propuso siempre! Y el programa no es la repetición de las definiciones justas, es la indicación de un camino que todos podemos recorrer. Para ser hombres se necesita «vivir intensamente lo real» (El sentido religioso, op. cit, p. 156). Cada uno debe decidir.

El valor de las circunstancias
Pero la realidad, ¿de qué está hecha? De circunstancias, de circunstancias a través de las cuales el Misterio nos despierta, nos llama, nos sale al encuentro para que no decaigamos, para que no sucumbamos a la nada. Precisamente por esto, don Giussani nos invitaba, nos proponía mirar la circunstancia de modo que no nos quedáramos en la apariencia. Las circunstancias son el modo a través del cual nos llama el Misterio, nos saca de la nada, nos prefiere. Por eso nos dice en El sentido religioso: «El hombre, la vida racional del hombre, debería estar pendiente del instante, pendiente en todo momento de estos signos tan aparentemente volubles, tan casuales, como son las circunstancias a través de las cuales me arrastra ese desconocido “señor” y me convoca a sus designios». No se pide una definición, sino la respuesta a una provocación. Y estas circunstancias –¡don Giussani echa más leña al fuego– pueden ser «un signo a veces tan obtuso [la fatiga de la vida, la rutina de la vida cotidiana, las situaciones dramáticas, la cosa aparentemente más inhumana de la vida], tan oscuro, tan opaco, tan aparentemente casual como la sucesión de las circunstancias, hasta el punto de que uno se siente a merced de un río que le arrastra aquí y allá». Esta es la forma a través de la cual el Señor me llama para impedirme que caiga en la nada. «Decir “sí” a cada instante sin ver nada, simplemente obedeciendo a la presión de las circunstancias, es una posición que da vértigo» (El sentido religioso, op. cit., p. 195); por eso muchas veces tenemos miedo y nos retiramos del desafío. ¡Pero qué testimonio tan grande el que nos ofrece! «Espero que mi vida», nos decía don Giussani, «se haya desarrollado según lo que Dios deseaba de ella. Se puede decir que se ha desarrollado bajo el signo de la urgencia porque toda circunstancia, o mejor cada instante, ha sido para mi conciencia cristiana búsqueda de la gloria de Cristo» («Don Giussani: “Yo soy cero, Dios es todo”», entrevista a cargo de D. Boffo, Avvenire, 13 octubre 2002, p. 3; en revistahuellas.org).
Porque para él «la vida coincide con la realidad en cuanto esta te toca, te provoca, te llama, y por tanto no hay vida sin tarea. ¿Cómo te toca la vida? Te toca como realidad [una realidad que apela a tu libertad], y la realidad te provoca siempre a una colaboración, a un compromiso, es decir, a una tarea». Amigos, esto es lo que tenemos que seguir, a través de esto nos llama el Misterio. Pero, ¿quién puede pretender de nosotros un seguimiento así? Solo Dios. ¿Quién si no puede pretender algo semejante? Solo aquel que nos llama. La cuestión decisiva es comprender cómo nos llama Dios, porque en caso contrario hablamos de Dios en abstracto, lo arrojamos fuera de la realidad, lo relegamos a donde pensamos que está, y por eso nos quedamos mirando la realidad, como dice el Papa, en su apariencia, ya no nos sentimos llamados a responderle a Él a través de las circunstancias. Pero don Giussani nos ha educado para reconocer y mirar las circunstancias por lo que son: el modo con el que Dios me llama, que puede ser algo absolutamente banal (un pequeño destello) u oscuro, a veces opaco, pero es como si el Misterio nos dijese a través de estas cosas: «Mira que esta forma que no comprendes, que te parece tan oscura, es el signo a través del cual Yo, que hago todas las cosas, construyo tu vida, te hago madurar, te hago ser tú mismo, hago que tu vida esté unida, despierto tu deseo, te hago estar presente en el presente». ¡Qué impresión cuando uno acoge este designio!
«Querido Julián, te escribo para agradecerte lo que nos has propuesto en los Ejercicios y el trabajo de “vivir las circunstancias” con el que nos has desafiado este verano. Tengo 27 años, estoy casada desde hace dos y soy madre de una niña de 9 meses con síndrome de Down. Soy médico y estoy buscando trabajo. Una situación nada corriente. Te escribo precisamente para darte las gracias, porque me he dado cuenta en estos meses de cuánto necesito seguir. No es suficiente un hecho excepcional (en mi caso la vida cotidiana es, de algún modo, excepcional, gracias a la presencia misteriosa de mi hija), ni toda la buena predisposición católica que se tiene ante la vida. Soy cristiana, pertenezco al movimiento casi desde siempre, y sin embargo todo esto no basta para vivir de verdad: hoy necesito un sentido para vivir lo que tengo ante mí. En estos meses, seguir el movimiento (no solo de modo formal, sino dejándome educar, a veces incluso de forma dura), ha introducido en mis jornadas la conciencia de que lo que se me da hoy es la compañía más útil para mí en este momento, mi camino para conocer lo que llena de verdad el corazón: Jesús. Él se ha impuesto como una compañía fiel, como una presencia amorosa necesaria. No es que tuviese necesidad de alguien que me dijera que mi hija tiene un valor infinito, que su vida es grande (esto es evidente en la relación cotidiana con ella, ¡tendrías que verla!). La diferencia está en el gusto de vivir, que viene de la conciencia de que el Señor me llama aquí y no donde yo pensaba. ¡Es como si el “hoy”, por tanto las cosas pequeñas, la casa, mi marido, mi hija, me hubiesen sido “restituidas”! Esto llena por completo el corazón de agradecimiento. Nunca hubiera pensado que vivir la realidad encendiese mi deseo de felicidad, en vez de colmarlo de algún modo u organizarlo. Gracias de corazón nuevamente por la guía que supones para este camino humano, humanísimo». Lo que se le da es la compañía más útil para ella ahora. Ella no necesitaba que nadie le dijese que su hija tenía un valor infinito (una definición, precisamente); para esta joven madre, «la diferencia está en el gusto que procede de la conciencia de que el Señor me llama aquí y no donde yo pensaba». De este modo, todo le es restituido, cosas, casa, marido, hija.
Pero a veces no permanecemos en este método; uno no acepta reconocerlo, y entonces se retira. Ante los desafíos de las circunstancias actuales, que muchas veces nos desconciertan por completo, ¿cuál es la tentación? Sucumbir al miedo, pensando que alcanzaremos la unidad, como nos decía este verano el profesor Eugenio Mazzarella, siendo «exonerados de los riesgos». No nos creemos que la circunstancia nos es dada por el Misterio, por el Señor del tiempo y de la historia, para reconquistar la verdad, y que el único modo para reconquistar la verdad que ya conocemos es a través de la libertad, a través de la implicación de mi persona con la verdad, que me llama a través de las circunstancias.
Como nos recuerda el cardenal Scola en la entrevista publicada en Huellas, a veces prevalece «una visión estática del hombre: todavía se piensa, con un cierto intelectualismo ético, que el único problema es aprender la doctrina justa para aplicarla después a la vida: “La auténtica doctrina, una vez proclamada, vencerá”. Pero esta posición no tiene en cuenta un dato: por el hecho mismo de ser “lanzado” a la vida, el hombre hace una experiencia de la que nacen preguntas, interrogantes. Es necesario redescubrir la doctrina, que evidentemente para el cristiano se basa en la experiencia originaria del seguimiento de Cristo propuesto de forma autorizada por el magisterio, como respuesta orgánica a los “porqués” que nacen de la experiencia. En caso contrario, no basta» («Las consecuencias del amor hermoso», entrevista a cargo de D. Perillo, Huellas, n. 8/2014, pp.25-26).
Por eso don Giussani nos apremia al subrayar que, después del encuentro, «no se puede “archivar” la realidad porque ya nos lo sabemos todo [por el simple hecho de habernos encontrado con Él] o lo tenemos todo. Es verdad que lo tenemos todo, pero solo comprendemos qué es este “todo”[…] en el encuentro con las circunstancias, las personas y los acontecimientos», como nos ha testimoniado esta madre. O comprendemos esto o todos los desafíos históricos que tenemos que afrontar no tienen nada que ver con nuestro camino, es más, se convierten en un obstáculo. Don Giussani, en cambio, los considera preciosos para nuestro camino. Lo tenemos todo, pero no podemos comprender qué es este “todo” únicamente repitiendo las definiciones, adhiriéndonos formalmente, sino en el encuentro con las circunstancias. Si no comprendemos que todo el conjunto de circunstancias se nos da para nuestra maduración, para reconquistar nuestra unidad, acabaremos abandonando esta verificación. «No debemos –insiste don Giussani– archivar nada, […] ni censurar, olvidar o renegar de nada. Nosotros comprendemos qué quiere decir ese “todo” que tenemos, la verdad que tenemos […], lo comprendemos solo afrontando los problemas […] por tanto, solo a través de los encuentros y los acontecimientos, a través de un encuentro […] y juzgando los acontecimientos» (L’io rinasce in un incontro. 1986-1987. BUR, Milán, 2010, p. 55).

En su compañía estamos seguros en cualquier lugar
Solo de este modo podremos alcanzar esa certeza que nos permite entrar en toda la realidad, en cualquier periferia, y en lugar de dejarnos definir por el miedo, estaremos determinados por la certeza que Él genera en nosotros porque, como dice el Papa de nuevo en el mensaje al Meeting (deberíamos retomarlo entero), «el cristiano [que vive como hemos tratado de describir] no tiene miedo a descentrarse, a ir hacia las periferias, porque tiene su centro en Jesucristo. Él nos libera del miedo [y no porque digamos formalmente “Cristo”; todos sabemos perfectamente que esto no basta por sí solo, que no basta un tipo de pertenencia formal para vencer la rutina, para vencer el miedo, sino que se necesita una experiencia de Cristo; de este modo] en su compañía podemos avanzar seguros en cualquier lugar, también en los momentos oscuros de la vida, sabiendo que, allí donde vayamos, el Señor siempre nos precede con su gracia, y nuestra alegría es compartir con los demás la buena noticia de que Él está con nosotros. Los discípulos de Jesús, tras haber cumplido una misión, regresaron entusiasmados por los éxitos obtenidos. Pero Jesús les dijo: “No os alegréis porque los demonios se sometan a vosotros; alegraos más bien porque vuestros nombres están escritos en el cielo” (Lc 10,20-21). Nosotros no salvamos el mundo, solo Dios lo salva» (Francisco, Mensaje al Meeting por la amistad entre los pueblos, 24-30 agosto 2014).
Solo quien está seguro de lo esencial podrá estar disponible para buscar formas y modos para comunicar la verdad que ha encontrado, pues en caso contrario se producirá una falta de comunicación absoluta. «Un mundo en tan rápida transformación –continúa el Papa– requiere de los cristianos que estén disponibles para buscar formas o modos para comunicar con un lenguaje comprensible la novedad perenne del cristianismo [don Giussani es un ejemplo de esta revolución en las formas y en los modos]. También para esto hace falta ser realistas. “Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al borde del camino” (Evangelii Gaudium, 46)» (ibídem).
«¡Cuántas personas», dice el Papa, «en las muchas periferias existenciales de nuestros días, están “cansadas y agotadas” y esperan a la Iglesia, nos esperan a nosotros! ¿Cómo llegar a ellas? ¿Cómo compartir con ellas la experiencia de la fe, el amor de Dios, el encuentro con Jesús? Esta es la responsabilidad de nuestras comunidades […] Ante las urgencias de hombres y mujeres, corremos el riesgo de asustarnos y de replegarnos sobre nosotros mismos en actitud de miedo y de defensa. De ahí nace la tentación de la suficiencia y del clericalismo, la codificación de la fe en reglas e instrucciones, como hacían los escribas, los fariseos y los doctores de la ley en tiempos de Jesús. Tendremos todo claro, todo ordenado, pero el pueblo que cree y que busca seguirá teniendo hambre y sed de Dios» (Papa Francisco a los participantes en el Encuentro Internacional promovido por el Consejo Pontificio para la promoción de la nueva evangelización, 19 septiembre 2014).
Para responder a estos desafíos, el Papa nos remite a la forma con la que el mismo Jesús los afrontó. Sin espantarse o retirarse por el miedo, Jesús sale al encuentro de los que están “cansados y agotados”. Un ejemplo bien conocido de este tipo de personas es el de los publicanos, odiados por todos por su incoherencia manifiesta. La relación que tiene Jesús con ellos lleva a los fariseos y a los escribas a murmurar de Él: «Este acoge a los pecadores y come con ellos». Pero sus objeciones no detienen a Jesús. Es más, Él defiende todavía más su modo de relacionarse con los publicanos por medio de parábolas, como la del hijo pródigo (Lc 15,11-32), que pone de manifiesto lo consciente que era Jesús del riesgo que corría con su forma de proceder. El hijo pródigo quedará para siempre como imagen de quien, habiéndolo recibido todo (padre, casa, bienes, etc.), no puede resistirse a la fascinación de la autonomía. Todo le parece un obstáculo para su ansia de libertad sin límites, como vemos muchas veces en nosotros y en nuestros conciudadanos. Todos podemos imaginarnos la agitación del padre ante la libertad de su hijo. A pesar de todo, el padre corre el riesgo de la libertad del hijo. ¡Qué amor a la libertad del hijo necesita para poder reconquistar a través de la propia experiencia lo que ya sabía!
Y sucede un imprevisto. Justo en el momento en el que el hijo está más perdido, cuando se encuentra comiendo algarrobas con los cerdos, todavía no está todo perdido. ¿Por qué? Porque precisamente en el momento en el que uno menos se lo espera, el hijo “entró en sí mismo”. El hijo se encontró dentro de sí algo que no se había perdido. Justo en el momento aparentemente más oscuro y confuso, sale a la luz su corazón con sus evidencias y exigencias constitutivas. Todos sus errores no podían borrar la memoria de su casa, de su padre y de las condiciones de vida de sus empleados. Y esto le permite juzgar, realizar una rápida comparación entre su situación precedente y la actual: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia mientras yo aquí me muero de hambre!». Y de este modo puede recuperar, desde el interior de su experiencia, lo que creía ya saber. Se da cuenta de las dimensiones de su necesidad y del bien que es tener un padre. Por fin entiende dónde se encuentra la libertad, comprende que la libertad es un vínculo, una casa, un padre; reconoce el bien que significa tener un padre así, que le abraza de nuevo y le acoge como hijo. El padre, a su vez, se siente feliz al ver que su paciencia con la libertad del hijo le ha permitido recuperarlo como hijo, y está agradecido y alegre por tener un hijo contento de ser su hijo. Y siempre nos resultará evidente que permanecer en casa de un modo formal, como hace el otro hijo, no significa necesariamente haber comprendido qué significa ser hijo y tener un padre. De hecho, uno puede quedarse en casa y no dejar de quejarse.
Justamente para defender su forma de proceder con los que viven en la periferia de lo humano, porque su sed de libertad ansiosa, impaciente e inquieta les ha llevado a alejarse, Jesús pone ante sus denigradores la relación del padre con el hijo pródigo. Al tratar así a los publicanos, que han decidido abandonar la casa del Padre porque les resultaba demasiado estrecha, es como si Jesús dijese a los fariseos: «Yo corro el riesgo y les espero porque mi Padre actúa así». Es la certeza de la relación con Su Padre –«yo nunca estoy solo»– lo que le resulta esencial a Jesús para vivir y para arriesgar hasta el fondo con los que se han alejado, de modo que puedan descubrir desde dentro de su experiencia quiénes son y a Quién pertenecen.
En este momento de especial provocación, caracterizado –como hemos dicho hablando de Europa– por el derrumbe de las evidencias históricas, a través de grandes dificultades, de grandes sufrimientos (pensemos otra vez en el episodio del hijo pródigo), delante de muchos de nuestros contemporáneos que se obstinan en recorrer los caminos más extraños –como nos puede pasar a nosotros, que buscamos la satisfacción siguiendo nuestra imaginación–, podemos entender que el Misterio pueda correr el riesgo de la libertad para hacerles descubrir, a ellos y a cada uno de nosotros, quiénes somos de verdad y a qué estamos llamados. ¿En qué se apoya el Misterio para hacer esto? En nuestro corazón y en Su presencia, que se ha hecho carne para acompañarnos y poder despertar en nosotros el deseo de volver a casa porque hemos descubierto a través de ese penoso camino qué es la libertad.
Nosotros no hemos sido elegidos para salir de la realidad, sino para estar todavía más dentro de las situaciones. Hemos sido elegidos para acompañar a cualquiera que «se haya quedado al borde del camino», nos dice el Papa. Y el padre Antonio Spadaro, en su intervención en el Meeting, ha utilizado la imagen de la antorcha: «La antorcha camina allí donde viven los hombres, ilumina la humanidad allí donde vive. Si los hombres van hacia el abismo, la antorcha va hacia el abismo [no porque quiera empujarles hacia él], es decir, acompaña a los hombres en sus peripecias. De este modo, a lo mejor, consigue arrancarlos de la inercia, avisándoles del peligro ante el abismo. Si no caminas con los hombres, si estás quieto y dices: “La luz está aquí, nosotros somos la salvación, venid, y quien no quiera venir que se estampe”, esta no es la imagen de la Iglesia como “hospital de campaña” de la que habla Francisco. Es necesario acompañar los procesos culturales y sociales, por muy ambiguos, difíciles y complejos que puedan ser» (A. Spadaro, en Le periferie dell’umano, a cargo de E. Belloni y A. Savorana, próximamente publicado en la BUR).
Por ello, reconocer que hemos sido elegidos, insistir en lo esencial, no es para que todo termine ahí, sino para que todo empiece aquí. Por eso, siempre en el Mensaje al Meeting, el papa Francisco nos invita «a este retorno a lo esencial, que es el Evangelio de Jesucristo», porque «los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción” (Evangelii Gaudium, 14), es decir, “a través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta” (ibídem, 128)» (Francisco, Mensaje al Meeting por la amistad entre los pueblos, 24-30 agosto 2014).
Esta es nuestra tarea. Para eso hemos sido elegidos, como nos recuerda de nuevo don Giussani: «No había más que la nada, todo era nada, pero, más concretamente, tú y yo éramos nada: la palabra “elección” marca el límite, el umbral, entre la nada y el ser. El ser brota de la nada por designio, por elección [hemos sido arrancados de la nada porque hemos sido elegidos]: no existe otra condición que pueda proponerse, no se puede pensar una premisa distinta de esta. La designación y la elección son pura libertad del Misterio de Dios en acto, la libertad absoluta del Misterio expresándose» (Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 1999, p. 64).
Continúa don Giussani: «El Misterio de Dios, que expresa su libertad al elegir, al designar o al optar, vibra, puede y debe vibrar con temor y temblor, con humildad absoluta, dentro de las preferencias humanas, porque la preferencia humana es una sombra de la elección que ejerce la libertad de Dios» (ibídem). Dios nos llama para que Lo podamos comunicar a todos. Dios ha tenido esta preferencia por nosotros, para que, a través de nosotros, Su amor llegue a todos. Como dice san Pablo, Dios me ha elegido para poder mostrar en mi persona lo que quería dar a todos. Por eso en esta preferencia humana de Dios vibra toda la pasión de Dios por cada hombre. Y por ello la primera preferencia se da en relación con el que me ha elegido. Por eso repetimos tantas veces la palabra “gratitud”. Reconocer la gran preferencia de Cristo por nosotros es reconocer con gratitud este lugar que se me regala constantemente. Pero para poder comprender hasta el fondo la tarea que encierra esta preferencia, lo primero que hay que hacer es reconocer que la primera respuesta es a Aquel que me prefiere así, es darme cuenta de que he sido elegido por Él, porque es entonces cuando comprendo que esta «elección que lleva a cabo la libertad de Dios, que escoge a uno oculto como una pequeña flor invisible en el seno de María, es para todo el mundo [por eso no existe Iglesia, dice el Papa, si no es en salida. Es para todo el mundo. Para todo el mundo, no para el ámbito que nosotros decidimos, eligiendo quién es adecuado o no]. Por eso existe en el hombre el reflejo humilde, lleno de temor y temblor, de la preferencia: únicamente por amor al mundo, por el beneficio que aporta al mundo, por pasión hacia el mundo. Y es admirable esta paradoja suprema de una preferencia que escoge y elige para abrazar al mundo, para arrastrar consigo a todo el mundo. La elección y la designación coinciden, pues, a través de la preferencia, con un amor que se fija en cada realidad viviente, en cada hombre que vive, en toda carne» (ibídem). La preferencia del Misterio nos permite mirarlo todo, incluso la situación más dramática, con una «mirada redimida», como dijo en el Meeting el padre Pizzaballa (cf. Le periferie dell’umano, op. cit.).
Pero, ¿quién puede decir esto? ¿Quién puede preferir de este modo? ¿Quién puede amar así? ¿Quién puede amar así toda carne? Yo soy capaz de preferir únicamente si me doy cuenta de que he sido y soy preferido, si vivo de esta preferencia, si esta preferencia rebosa de tal modo en mí que se vuelve contagiosa, capaz de preferir a todos. Solo de este modo podemos arriesgar, porque quien no arriesga nunca podrá reconquistar todo esto hoy y alcanzar esa unidad de la vida que todos deseamos.