Sister Frederick. La revolución de la piedad
El recuerdo de una hermana de las Misioneras de la Caridad fallecida recientemente, de una periodista que la conoció hace 28 años en CalcutaSe llamaba Helen, pero solo lo supe después de enterarme de que se había ido. Lo pregunté porque quería imaginármela de pequeña, hace más de un siglo, en su isla de Malta. Ya entonces amaba a Jesucristo, pero todavía era totalmente inconsciente de hasta dónde le llevaría ese amor, lo que haría por él, lo que le pediría, hasta cambiar su nombre por el de su padre –esto me lo contó ella– para convertirse en Sister Frederick, la monja que hace 28 años me abrió todas las puertas de las casas de la Madre Teresa en Calcuta porque –esta fue su profecía– había «entendido que de este encuentro tiene que salir algo bueno». Ese «algo bueno» tendría más tarde los rasgos de un niño, mi hijo Govindo.
Sister Frederick sabía que esa adopción no era un gesto de bondad porque siguió cada paso del proceso en aquellos lejanos días. En su funeral, celebrado en Roma, donde llevaba viviendo más de diez años, dijeron que ella fue un pilar de la orden de las Misioneras de la Caridad y que caminó de la mano de la Madre Teresa, el pilar del Amor. Porque –insistieron– el amor sin fe es frágil y torpe. Quizá por eso la sister nos ayudó a entender que lo que estaba en juego no era una adopción, sino un nuevo encuentro con Jesucristo, amado, perdido, y que se abría paso en el lugar más impensable del mundo. Decía la Madre Teresa que está la Calcuta de la India, las numerosas Calcutas de todo el mundo y luego la Calcuta de nuestro corazón. Sister Frederick abrazó la Calcuta de mi corazón cuando vi por última vez su cuerpo, diminuto y seco después de darlo todo, hasta su propia carne, y lloré como una niña. Mientras corrían mis lágrimas, miraba su rostro –tan parecido al de Alec Guinness, un famoso actor inglés de antes, un detalle que siempre me había hecho sonreís– y me parecía volver a oírla una vez más, exhortándome en su italiano con marcado acento inglés: «No llore por mí. Ahora estoy bien y rezaré por usted». Estoy segura de que desde que me conoció, Sister Frederick no ha dejado de rezar por mí. Con los años he aprendido que las hermanas de la Madre Teresa no rezan genéricamente. Cada vez que les pedía una oración por amigos, familiares o personas que conocía por casualidad, siempre me decían: «¿Cómo se llama?».
Ahora ya lo sé y cada vez que necesito oraciones preparo mi lista de nombres, incluso con algunas notas sobre su historia. Así me han enseñado que cada uno de nosotros es único ante Dios, con su nombre, su historia y su dignidad. Suscitaron en mi corazón el deseo de que todos podamos mirarnos así mutuamente. Del mismo modo, la Madre Teresa, como Sister Frederick y tantas otras, eran como una luz en las tinieblas con la que miraban los cuerpos tirados por las polvorientas calles de Calcuta, levantándolos, cuidándolos, amando en cada uno de ellos el cuerpo magullado de Jesucristo. Revolución inimaginable de una Piedad para la que no existe un destino inalterable, una condena sin redención, una muerte sin promesa de vida.
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En la «ciudad de la noche pavorosa», como la llamaba el escritor Rudyard Kipling, que ofrece también una imagen trágica para las tinieblas de nuestro tiempo y de nuestro corazón, las hijas de la Madre Teresa siguen caminando como llamaradas de esperanza. Lo siguen haciendo en Calcuta, en las periferias del mundo y en las desesperadas calles de Occidente. El día del funeral no pude evitar sonreír con la conclusión del recuerdo de Sister Frederick: «Seguro que desde el Cielo está mirando hacia abajo y, con una sonrisa llena de amor, vuelve a decirnos: “Hermanas mías, comunidad mía, sed santas”. Gracias, querida Sister Frederick, gracias por tu gran deseo de ser santa. Reza por nosotros para que podamos seguir luchando por la santidad, como tú, hasta el fin de nuestros días». Evidentemente no soy la única que todavía la oye hablar…