Cardenal Jean-Marc Aveline (Alessia Giuliani/Catholic Press Photo)

Jean-Marc Aveline. Escuela de alteridad

Refugiado en los tiempos de la independencia de Argelia, hoy es el cardenal que guía la diócesis de Marsella, la ciudad multiétnica que le acogió. Nos cuenta su historia y por qué solo del diálogo puede aflorar la identidad
Tommaso Ricci

Marsella es la segunda ciudad de Francia. Después de Marsella, como dicen los marselleses. Es conocido el exuberante orgullo con que los habitantes de la antigua Massalia –fundada seis siglos antes de Cristo por colonos de la griega Focea– hablan de su ciudad y sin embargo (o tal vez precisamente por ello) la mayoría de los que viven allí tienen parte de su vida en alguna otra parte, pues la ciudad está compuesta por más de sesenta procedencias étnicas. El cardenal que guía la archidiócesis se llama Jean-Marc Aveline. Ama apasionadamente a la ciudad que le acogió cuando era un pies negros, como se llamaba a los refugiados que llegaron de Argelia cuando el país africano se independizó. «La peculiaridad de la ciudad de la que soy pastor es que se puede ser marsellés sin ser francés, incluso sin tener papeles porque Marsella acoge a los que buscan refugio. Es una escuela de alteridad».

¿Por qué este aspecto es tan importante desde el punto de vista de la fe actualmente?
Marsella es el “sur del norte” y durante mi existencia he experimentado que, en general, el sur está mejor preparado para aguantar el rodillo compresor de la secularización contemporánea. Las dificultades de la vida, las enormes adversidades a las que normalmente vive expuesta la gente del sur les obligan casi a no considerarse dueños de su destino, a elevar la mirada hacia lo alto, a no sentirse autosuficientes, a comprender con más empatía las necesidades del otro, a abrirse, a confiar. Como mi familia. Mis padres sufrieron tuvieron que exiliarse en 1962 de la tierra donde llevaban arraigados durante cuatro generaciones. En Francia encontraron muchos problemas, sufrieron la muerte de mi hermana Martine, y las necesidades mías y de mi otra hermana. Después de dar tumbos por todo el país, como tantas otras familias, encontramos una acogida estable en Marsella. Obviamente la cuestión climática influye. El sol y el calor de Marsella nos hacía sentir más cerca de nuestra tierra, a las puertas del Sáhara…

¿Qué le ha enseñado la vida?
Estoy totalmente convencido de que el pensamiento de cada uno está fuertemente influenciado por la biografía. La vida es maestra, hasta de teología. Me ha enseñado, por ejemplo, que la identidad, el núcleo y la fisonomía que nos constituye, lo que somos, solo se construye dentro de una relación viva con una alteridad, con otro. Una identidad cerrada, impermeable, es estéril, mortífera.

¿Por eso está tan comprometido en el diálogo interreligioso?
No, ha sido a la inversa. En esa tarea, que me encomendó por sorpresa mi obispo de entonces, monseñor Robert Coffy, pude verificar la verdad que ya había experimentado en la vida. En el diálogo, en la familiaridad, en la apertura, en el compartir, puede aflorar nuestra identidad y nos encontramos con el otro más de cerca. Es lo que nos permite ser misioneros, que no significa hacer proselitismo. Para vivir la misión hay que des-centrarse.