(Foto: Vasantha Yogananthan)

La hora de las preguntas

Un profesor de religión desafía a sus alumnos a partir del “sentido religioso”. Y ellos le responden con todos sus dramas e interrogantes sobre la vida. De Huellas de junio
Domenico Tallarico

El trabajo de este año con mis alumnos ha sido un verdadero desafío, sobre todo con los de primero y segundo, que han sufrido más las dificultades del Covid. Doy clase de Religión y he seguido un itinerario vinculado a El sentido religioso. Hemos partido de la realidad que estamos viviendo para tratar de entender ese trabajo que Giussani propone sobre la experiencia religiosa. «Puesto que se trata de un fenómeno que sucede en mí, que interesa a mi conciencia, a mi yo como persona, es sobre mí mismo sobre lo que debo reflexionar. Me es necesaria una averiguación sobre mí mismo, una indagación existencial». Propuse varias entrevistas a raperos, diálogos de series, letras de canciones, videos musicales y fragmentos de la literatura o la poesía que fui añadiendo a una página que creé. También les hablaba mucho de mí mismo y de por qué esos textos me habían llamado la atención. Como solo los veía una vez a la semana, me parecía casi imposible abrir algo en esos chicos que estaban cerrados en banda, pero poco a poco algo empezó a suceder.

Después de clases llenas de diálogos, les dije que podían escribirme a través de una plataforma online anónima. Los que más lo hicieron fueron los de las cinco clases de primero, reuní más de mil preguntas o experiencias sobre el sentido de la vida, la muerte, el dolor o el vacío que sienten. Los mensajes eran casi todos anónimos y no podía responder personalmente a ninguno, solo podía retomar esos temas en clase leyendo lo que habían escrito para hablar juntos de ello.

Estas son algunas de las cosas que me mandaron.

«Todos los días me pregunto qué esperamos de la vida, de la realidad, o qué esperamos que nos pase, sabiendo que antes o después nuestra vida acabará».

«Profe, ¿cómo puedo seguir creyendo en Dios cuando alguien a quien quiero mucho sufre una enfermedad terrible que está destruyendo su persona y su familia? Por eso hoy, después de un dolor persistente (que no he superado), me cuesta encontrar un motivo para creer».

«A veces me pregunto para qué vivo, por qué estoy aquí, por qué tengo que sufrir que mi padre no me entienda ni me entenderá nunca y cree que nunca seré nada en la vida. Odio mi vida, odio el hecho de haber nacido y creo que nada tiene sentido».

«¿Por qué es tan difícil levantarse por las mañanas sabiendo que te espera un día horrible?».

«¿Preguntas? ¿Y qué sentido tiene hacerlas? Preguntar es tan estúpido como pensar que alguien va a responder a nuestros interrogantes como esperamos. Además, aunque efectivamente algún loco se tomase las molestias de intentarlo, una posible respuesta nos dejaría un sabor amargo por no hacerlo como nosotros esperábamos. Ahora estoy aquí, sin expectativas, sin ganas; sentada en la misma silla, en el mismo instituto, el mismo día de la semana en el que daré las mismas asignaturas durante los próximos cinco años. Habláis de Dios, decís que nos protege y nos ama, pero para mí “Dios” no ha existido nunca, no sé: tal vez se ha olvidado de mí, me ha marginado, y no me va mal. No quiero que la gente me vea como la loca de la colina, me gusta que piensen que soy una chica normal, con una vida normal, a veces simpática, a veces un poco exagerada o pesada: está bien. Nada de preguntas, nada de dios, nada de ambiciones, nada de nada: vacío».

Me quedé impactado por el silencio total que hubo en clase cuando lo leí. Se notaba que estaban en juego sus vidas, ya sin las máscaras que normalmente están acostumbrados a ponerse con amigos y compañeros. Estar delante de estas preguntas es muy duro, pero ha sido la ocasión de partir de ese realismo que a menudo corro el riesgo de dar por descontado para poder seguir con la programación académica o para limitarme a lo que tengo que decir y hacer con tal de acabar el año en paz.

Luego llegó una petición por parte de muchos alumnos para ir de excursión a ver algo bonito juntos y me lancé a organizarla porque yo tengo el mismo deseo de belleza que ellos. Al acabar el curso habría muchos buenos motivos para tirar los remos y dejarse llevar hacia un merecido descanso, pero sus preguntas no dejan de retarme. Alguno me ha preguntado: «Profe, ¿es verdad que se va de vacaciones con bachilleres? ¿Nosotros también podemos ir?».

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Un día un grupo de alumnos pasó por debajo de mi casa. «Profe, venimos a saludarle». No tengo ni idea de cómo descubrieron dónde vivo. Les saludé y se marcharon contentos, sin más. Me quedé sin palabras y lleno de preguntas: ¿qué está pasando en clase para que me busquen también fuera? Luego están “los de la banda” como yo los llamo, los más fieles al grupo de Escuela de comunidad de bachilleres. Son los que más jaleo arman y se quedan al final para contarme sus problemas o hacerme preguntas sobre la relación con sus padres.

Hay algo que mueve a todos estos chavales y me doy cuenta de que es el mismo deseo que tengo yo de belleza, verdad y justicia que el encuentro con Giussani me hizo tomar en serio hace tantos años. No sé si esto es lo que significa “vivir intensamente lo real”, como nos proponía Prades en la presentación de El sentido religioso, pero lo cierto es que ir a clase y estar delante de sus preguntas me recuerda todos los días quién soy y el encuentro que me ha cambiado la vida, con la certeza de haber encontrado la respuesta a la pregunta que me hacía un alumno: «Profe, ¿es verdad lo que dicen todos, que en la oscuridad siempre hay una luz y que antes o después llegará alguien que llene mi vacío?». Para mí es absolutamente razonable responder que “sí”.