Emanuela Vismara en planta

«En el infinito, ¿estarás?»

Un trabajo “dentro” del trabajo. En "Huellas" de mayo, la experiencia de Emanuela Vismara, una joven enfermera en la planta de oncología pediátrica
Anna Leonardi

Probablemente no existe un trabajo más difícil. No hay cansancio físico, esfuerzo intelectual o responsabilidad que puedan competir con el sufrimiento que supone trabajar en una planta de oncología pediátrica. Emanuela Vismara, 31 años, lleva dos años como enfermera en el hospital San Gerardo de Monza, en el centro Maria Letizia Verga, dedicado al estudio y tratamiento de la leucemia infantil. Aquí el 90% de los pacientes con leucemia linfoblástica se cura. El otro 10% es el que les quita el aliento y les exige un trabajo dentro del trabajo.

Emanuela llegó aquí después de desarrollar su profesión en el quirófano de otro hospital. «Pasar a una planta subintensiva supone un gran crecimiento profesional. Acepté porque quería aprender y adquirir competencias más especializadas, pero me acabó generando mucha tensión». Durante meses, dormía mal y estaba angustiada. Pero enseguida tuvo un encuentro que empezó a pacificarla. Ravi, 5 años, hijo de inmigrantes indios, la miraba fijamente mientras le inyectaba por vía el tratamiento de quimioterapia. Era la primera vez que lo hacía sola y tardó un poco en ajustar la velocidad. Mientras calculaba la opción más adecuada, Ravi la miraba divertido y al final le dijo: «Mira, tiene que ir a 240». Todos se echaron a reír en la habitación. «Me sentí mirada y abrazada con toda mi incapacidad. Ravi, tan pequeño y atento, me permitió con su simpatía mirarme a mí misma con un poco más de paciencia». Aunque su capacidad no era lo único que le inquietaba. Enfrentarse a niños y adolescentes siempre te exige algo más. Con ellos no basta entrar en la habitación, dejar la medicina en la mesilla y desaparecer. «No puedes pensar que vayan a seguir el tratamiento sin que tú te impliques con ellos. Te buscan, aunque sea esperan de ti al menos un detalle, una caricia, un juego, y eso exige una energía especial porque es imposible no entrar en relación con ellos y guardar las distancias».

Cuando la situación se agrava, arrastra la vida de estos niños y de sus familias dentro de un túnel de sufrimientos interminables, que requiere grandes esfuerzos para que ese dolor no interpele también la vida de quienes lo cuidan. «Es cierto lo que nos enseñan en la universidad: que no se puede vivir cada caso como un duelo personal. De otro modo no podríamos volver a trabajar tras la muerte de un paciente –cuenta Emanuela– pero en estos casos me pregunto dónde está mi esperanza para seguir poniéndome delante de estas personas».

El verano pasado Emanuela conoció a Michele, un chico de 16 años en fase terminal. Estaba en cama y por la noche pasó a verlo a su habitación. «¡Qué bien hueles!», le dijo cuando estaba a su lado: «Yo también quiero, busca mi perfume en el baño y ponme un poco, por favor». Al poco tiempo empeoró. Una serie de complicaciones y los fuertes calmantes hacían que cada vez estuviera menos tiempo despierto. «Pero aquella petición suya me guio siempre, como un reclamo a estar siempre atenta a sus gestos y a sus poquísimas palabras», recuerda Emanuela, que vive todo esto acompañada de Elena, una compañera a la que está muy unida. Cuando Michele murió, ambas estaban en la habitación. La madre del chico las miró y dijo: «Michele ya no existe». Las dos enfermeras se quedaron de piedra.

«¿Cómo podría seguir viviendo pensando que su hijo ya no existía? Nuestro dolor también era por esa mujer, pero hay momentos en los que te das cuenta de que decir cualquier cosa es inútil. De hecho, me parece que hablar no sirve demasiado… Siempre pienso en lo que dice el Papa: al hombre que sufre, Dios no le ofrece una explicación, sino una presencia que le acompaña». Así que le dio un abrazo y luego, con Elena, se dedicó a poner a Michele lo más guapo posible. Mientras lo hacían, se conmovieron. «Pensé que en aquel momento Dios se estaba haciendo presente ante esos padres a través de nuestro trabajo. Pero también a través de nuestro dolor».

El grito de aquella madre no la ha abandonado nunca. Se ha convertido en una pregunta que penetra en cada tarea que hace. Lo mismo le pasa a Elena, su compañera. Durante un turno de noche estaban tranquilamente sentadas juntas en la sala de enfermería. «Emanuela, no consigo recuperarme de la muerte de Michele», confiesa Elena. «A veces siento que está vivo, que no es verdad que ya no existe. No sé por qué… Luego pienso en ti, has vivido lo mismo que yo: tristeza, rabia, llanto. Pero nunca te he visto desesperada. La tuya es una serenidad llena de dolor. Yo quiero ser como tú, en el trabajo y en la vida. ¿Será este el inicio de la fe?».

Emanuela se quedó impresionada. Basta vivir el trabajo con conciencia para dejar que se filtre una luz nueva incluso en los escenarios más oscuros. «Normalmente, cuando el pronóstico de un paciente empeora suele decirse: “Ha tenido mala suerte”. Ante un dolor inexplicable, nos invade la mentalidad del mundo. La vara de medir en nuestro ámbito no es tanto nuestra capacidad para alcanzar los objetivos marcados, sino la realidad que nos muestran los casos clínicos a los que nos enfrentamos. Pero con Elena la realidad ha empezado a sugerir algo más y eso es lo que me hace desear volver a la planta todos los días».

No se puede dar por descontado, en un momento en que la profesión enfermera registra una alta tasa de renuncias, debido en parte al trauma que han sufrido durante la pandemia, y en parte por la insuficiencia salarial. Muchos siguen porque quieren trabajar sobre el terreno, pero muchos prefieren reinventarse y cambiar de oficio. «Cuanto más tiempo paso en la planta, más crece mi deseo de estudiar y profundizar», explica Emanuela, a la que siempre le ha interesado la investigación. «Pero veo que hay un punto fundamental de mi trabajo que suscita en mí la ambición de crecer. Y esto también lo aprendí con el pequeño Ravi». Un año después de aquel primer encuentro, el niño volvió a ingresar. Durante días sufrió fuertes dolores de cabeza y vómitos. Se temían una recaída, había que hacer una resonancia. Algo se rebeló dentro de ella. Ravi siempre despertaba su corazón. «¿Me vas a acompañar?». «No, irás con mamá y con un auxiliar. Si no, ¿qué hacemos con los demás niños de la planta?». «¿Pero estarás aquí cuando vuelva?». «Claro, yo te espero aquí». «¿Y mañana?», insistió. «Sí, también estaré mañana». «¿Y pasado mañana?». «No Ravi, pasado mañana descanso». «¿Y al día siguiente?», el niño empezó así una jaculatoria interminable y al final le preguntó: «Y en el infinito, ¿estarás?».

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Ante esa pregunta que se lo pedía todo, Emanuela pensó dos cosas: «Se me hizo evidente el motivo que me hace desear crecer profesionalmente. Quiero poder seguir a estos pacientes también en una posible fase de trasplante, que nos exige más formación. Además, para prometerle ese infinito, no puedo eludir ese trabajo dentro del trabajo que me ayuda a descubrir esa Presencia que nunca me deja sola».