Don Giussani con universitarios en Einsiedeln en los ejercicios espirituales de 1971 (©Fraternità di CL)

Don Giussani y el verdadero ciento por uno

El encuentro con monseñor Corecco y luego con don Giussani. Una historia que empezó en Suiza en 1966 y que les cambió la vida. Así lo cuenta uno de ellos
Claudio Mésoniat

«Entonces comprendí que toda mi vida transcurriría en darme cuenta de lo que me había sucedido». Esta frase de Laurentius el Eremita podría bastar para describir mi vida desde aquel encuentro con don Giussani, cuando tenía 16 años.

No se trata de focalizarse en ese evento, tal vez de manera nostálgica, sino de que la vida se convierte en b>una sucesión de encuentros de la misma naturaleza, siempre nuevos e imprevisibles, que se multiplican a medida que pasa el tiempo, que llenan tus jornadas porque te vuelves como un niño, que no da nada por descontado, todo es un acontecimiento. Pero en ese primer impacto ya estaba la impronta genética y cuando lo revivo en mi memoria me lleno cada vez más de gratitud. «¿Por qué me hizo estar allí, justo yo y no otros muchos, que estaba allí casualmente, por una serie de casualidades y sin ningún tipo de mérito?».

Vuelvo a lo que sucedió en aquel encuentro. Una semana después de la Pascua de 1966, estábamos de vacaciones. Aquel cura teenager que era Eugenio Corecco (Juan Pablo II fue quien le llamaría “obispo teenager” cuando fue designado para Lugano, así que imaginen siendo cura…) organizó unos ejercicios espirituales, cuatro días en el Monte Generoso, donde había un hotelito. No tenía la menor idea de lo que eran unos ejercicios espirituales, pero la perspectiva de pasar cuatro días (y sobre todo cuatro noches) de juerga con mis compañeros me hizo secundar la propuesta sin dudarlo. Subimos con los huevos de Pascua y la botella de grapa en la maleta, lo que da una idea de mi estado de ánimo la primera noche, cuando después de cenar nuestros coros deslenguados –cantando todo tipo de estupideces y barbaridades– fueron bruscamente interrumpidos por un cura de poco más de cuarenta años que se levantó de la mesa para decir con tono perentorio: «Vale, ya os habéis desahogado, pero no estamos aquí para eso. A partir de ahora estamos en silencio». En esas palabras había una autoridad inédita que me inquietó y al salir del hotel le seguí, me acerqué y le dije: «Perdone, ¿pero cómo puede hablarnos así? ¡Ni que fuera nuestro padre!». Él soltó una carcajada y dijo, dándome una fuerte palmada en la espalda: «Ya lo entenderás, ya verás cómo lo entiendes. Hasta mañana». En efecto, al día siguiente, cuando empezó a hablar, bastaron pocos minutos para quedarme con los ojos como platos mirándole hablar porque lo primero que llamaba la atención era que ese hombre se identificaba completamente con lo que decía.

No es que no dijera cosas interesantes, pero su autoridad se debía sobre todo a que «creía en lo que decía», aparte de la manera que tenía de mirarte, aunque solo fuera un cruce de miradas mientras hablaba a los sesenta chavales que estábamos allí, o cuando ibas a preguntarle algo después de las lecciones. Era increíble pero parecía que ese hombre me conocía hasta el fondo, más que mis padres y amigos, y decía mi nombre con una carga de simpatía, con una condescendencia, con una estima inconcebibles. ¿Cómo era posible?

No debe escandalizar pero esta es la manera delicada pero genial con que Dios quiso darse a conocer a los hombres. Quiso hacerse visible, no apareciendo detrás de las nubes gritando que es el Señor del universo, sino valiéndose de la humanidad cambiada de las personas a las que aferra. Empezando por la humanidad de Jesús, que bastaba con que llamara por su nombre a los que se encontraba (Pedro, Mateo), no tenía que añadir mucho para que lo siguieran. ¿Por qué lo seguían? Para entender quién era realmente ese hombre y luego, a partir de un cierto momento, para entender si podía ser cierto lo que decía de sí, algo inaudito, que era Dios.
El último día, don Giussani nos dijo: «Si queréis entender lo que os ha impactado estos días, seamos amigos, pero sobre todo, seguid estando juntos». ¿Nosotros? ¿Ese puñado de críos inmaduros? Sin embargo, él apostaba por nuestra libertad, por ese grupito de chavales que al volver a casa decidieron seguirle (no todos, al final éramos una decena). Apostaba por la libertad y por la certeza de que Cristo resucitado está presente dentro de la precaria compañía de quien se pega a él. Siguiendo, fui entendiendo poco a poco, y tuve que admitir que Giussani no era la fuente de aquella fascinación: era Jesús. Al cabo de un tiempo, dijo que el movimiento había empezado fuera de Italia con aquellos chavales.

Cuento un par de cosas que Giussani nos dijo esos días y que recuerdo perfectamente: «Pensad que Dios es la palabra que expresa el sentido de la vida, de tu vida, Dios es sinónimo de la realización de tus deseos profundos, de tu felicidad, de tu destino de felicidad que se cumple». Ahí nos lanzaba, con palabras de Jesús, un desafío que no podía dejar de acoger, como tantos otros, antes y después de mí. Silabeaba esas palabras de Cristo: «Quien me siga tendrá la vida eterna y el ciento por uno aquí abajo». Y luego detallaba: cien veces más gusto al vivir la relación con el estudio, con la novia o el novio, con los padres, con el trabajo, con el beber y el comer, hasta morir… Terminaba mirándonos uno a uno a los ojos: chavales, si esto no os interesa, eso quiere decir que humanamente sois un poco tontos…

En efecto, a partir de entonces el tiempo consistió en verificar esa promesa, y el ciento por uno se cumplía de maneras totalmente distintas de lo que imaginaba. Su primera realización siempre era el encuentro que volvía a suceder, haciendo de Cristo una presencia cada vez más familiar. Eso es lo que llena el corazón, el verdadero ciento por uno.

Por último, un par de cosas que sucedieron en los primeros meses después del encuentro con don Giussani. Una de las más interesantes fue la ocupación del instituto. Llegaba el 68 y nosotros también sentíamos, como todos los jóvenes occidentales, que la tradición que se nos imponía, en la familia, en clase, en la Iglesia, era como un cascarón hueco. Casi ninguno de los que debían educarnos vivía ya de manera consciente la belleza del contenido que nos mostraba, lo que hacía irrespirable el clima en los ambientes donde vivíamos. Ese fue el auténtico impulso de la contestación del 68, que nosotros no podíamos dejar de compartir, y cuando empezó la ocupación del instituto decidimos quedarnos porque allí estaban los compañeros más vivos, que no soportaban la injusticia, pero redactamos un manifiesto porque entendíamos que no bastaba con gritar nuestro malestar. En cierto modo, éramos conscientes de ser portadores, juntos, de algo nuevo, el germen de la novedad que podría devolver la vida a la tradición. Don Giussani se entusiasmó con nuestro manifiesto –que firmamos como “un grupo de estudiantes católicos”–, lo citaba en los encuentros que tenía por toda Italia, donde las comunidades de Gioventù Studentesca (lo que era entonces el movimiento) se subían a las tribunas de la revolución para luego disolverse. Del mismo modo, al cabo de unas semanas, dejamos la asamblea que dirigía la protesta porque se estaba convirtiendo en el lugar donde se nos imponía un eslogan, donde se preparaban las proclamas y, sin espacio para discutir, se aprobaban por unanimidad fingida, al más puro estilo leninista. Se pasó del tradicionalismo a la ideología comunista, que absorbió los sesos de nuestros compañeros más generosos con resultados a veces trágicos, porque la injusticia no se combate con otra injusticia. Giussani nos diría en cambio que «las fuerzas que cambian la historia son las mismas que cambian el corazón de los hombres». Entonces empezamos a entender que los que, como nosotros, habían recibido el tesoro que cambia el corazón del hombre –colmándolo de la certeza de ser amado, es decir, comprendido y perdonado– solo tenían una tarea en la vida: en medio de los embates de la historia, incluso dentro de las peleas políticas, en la pesadez del estudio y del trabajo, comunicar ese tesoro. Que todos pudieran conocer a Cristo.

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Otra cosa que quiero recordar tiene que ver con ese anhelo que sentíamos en el corazón cuando volvíamos del Monte Generoso. Corecco, que mientras tanto se había ido a Múnich para ultimar los estudios que le llevarían a la cátedra, no perdía la ocasión de volver a ir de vacaciones con nosotros y durante unas de esas vacaciones (esquiando) lanzó una doble propuesta a ese primer grupito que ya íbamos a pasar a la universidad: «Con total libertad, si podéis, privilegiad en vuestra elección de estudios las facultades que os permitan ser profesores y, sobre todo, si el sacrificio no os supone demasiado, intentad estar juntos en la misma universidad». Teníamos delante el ejemplo de don Giussani, que había abandonado su carrera universitaria para ir a dar clase a un instituto y en aquella época nos decía que enseñar era el oficio más bello y necesario que había… Una docena de nosotros se matriculó en Friburgo, no sin cierto sacrificio, y optó por la enseñanza. Al volver, poco a poco fueron naciendo pequeñas comunidades en varios colegios.