Federica Irene Falomi en Capadocia

Turquía. Un deseo nuevo

Hace siete años, un encuentro le cambió la vida. Luego se mudó a tierras lejanas y todo se puso “en movimiento”. Un testimonio desde Estambul
Federica Irene Falomi

Llevo dos años viviendo en Estambul, adonde llegué por trabajo. Tengo 33 años y soy funcionaria de las Naciones Unidas. En toda Turquía, hay dos personas del movimiento: Paolo, que vive en la costa sur, y yo, que vivo a cien kilómetros de él. Pero puedo decir que no me falta una compañía en la vida. En estos dos años, nunca he estado “sola”. En Turquía he redescubierto y profundizado mi afecto por el carisma y el movimiento, es decir, por la fe, y he visto por qué es esencial en mi vida.

Conocí el movimiento hace siete años. No vengo de una familia católica, vivía bastante alejada de la Iglesia, aunque recibí el bautismo. Pocos meses después de conocer CL y de que diera comienzo la plenitud de una vida nueva, me fui a Kenia, también por trabajo. Fue la ocasión de preguntarme qué había pasado realmente en mi vida. En aquel periodo maduré la decisión de pedir la Primera Comunión y la Confirmación. Ese año aprendí que estoy bien hecha, que mi deseo puede encontrar siempre una realidad que le responda. Luego volví a Italia, hasta octubre de 2020, cuando me fui a Estambul, donde espero poder permanecer por la belleza que he visto suceder en mi vida y a mi alrededor. Sobre todo, por la evidencia de que nunca me han abandonado, que nada de mí ni de mi humanidad ha caído en el olvido ni en el azar.

Me mudé durante la pandemia, así que no fue fácil conocer gente. Durante meses pedía a Dios una compañía del movimiento aquí. Fue una lucha intensa con la realidad y en muchos momentos de soledad me asaltaba la duda de haber tomado la decisión equivocada y haber corrido un riesgo demasiado grande. En definitiva, de haber jugado con fuego. En el fondo, tenía la sospecha de que me estaba perdiendo lo mejor de la vida. Hace un año, empezaron a suceder ciertas cosas inesperadas. Me enteré de que Paolo llevaba treinta años viviendo aquí y unos amigos pasaron por Turquía en una peregrinación a Jerusalén. Mientras yo insistía en afirmar que no valía la pena “moverse”, ¡apareció en casa un grupo de personas haciendo una peregrinación a pie de seis meses! Después llegó Ainhoa, una chica del movimiento de Madrid que estuvo unos meses.

Así, con la evidencia de una compañía que ya existía, al empezar el Adviento les propuse que nos juntáramos en Antalya, al sur del país, para seguir por conexión el retiro de Italia. En un lugar aparentemente desierto, encontrarme con estos rostros fue un gran regalo, era la evidencia de una respuesta puntual que me indicaba una Compañía siempre presente. Así fue como empezamos a retomar una pequeña Escuela de comunidad entre nosotros. Durante ese tiempo comprendí mejor quién soy, dándome razones de por qué me muevo de una cierta manera.

Cuando llegó el aviso de la misa por el aniversario de don Giussani, me di cuenta de que por primera vez no tenía a nadie que la organizara por mí. Mi primera reacción fue de indiferencia: «Bueno, tampoco cambia nada sustancialmente, si no hay da igual…». Pero luego, mi agradecimiento a esta historia, y a todo lo que estaba pasando, me puso en marcha y quise pedirlo. Hablamos con el obispo de Estambul y celebró la misa por Giussani con una gratitud inmensa. Dio una homilía estupenda y me devolvió con claridad la importancia de lo que cada uno vive en la Iglesia y por la Iglesia.

En diciembre, las circunstancias laborales se complicaron y, ante el riesgo de quedarme sin empleo, empecé a buscar alternativas. Recibí dos ofertas muy interesantes, pero ambas de fuera de Turquía. Delante de ellas, me di cuenta de que deseaba vivamente permanecer donde estoy. Uno de esos días que estaba valorando estas ofertas, teníamos Escuela de comunidad y me impactó escuchar a Paolo: él tiene 76 años y la iglesia más cercana está a doscientos kilómetros de su casa, así que está acostumbrado a estar incómodo. Pero esa noche, por primera vez, habló de soledad, de lo que le costaba seguir la misa en televisión, de un peso. Me impresionó la evidencia con que su deseo se abría paso. Le pregunté qué había pasado y él, refiriéndose a Ainhoa y a mí, dijo: «Habéis llegado vosotras». En ese momento entendí que yo tenía una tarea aquí, no como una obligación, sino como deseo de responder a la realidad que me llama. Me di cuenta de que no da igual estar o no estar y empecé a preguntarme: «¿Qué me interesa realmente?». Yo esperaba un signo llamativo para “elegir” trabajo y la realidad me responde despertando un deseo: el mío.

En todas las cosas, incluso en las aparentemente pequeñas, puedo dejar que prevalezca la queja por las dificultades o mirar el milagro de los rostros que se me regalan, aunque sea simplemente para comer juntos el domingo después de misa. Veo que esta situación “incómoda” me ayuda a vivir una mayor apertura a lo que hay.

El obispo ya ha expresado en dos ocasiones su estima por nuestro carisma y yo me pregunto qué quiere decir y qué pide de mí. Hay un dato inicial: la gente que he conocido aquí hasta ahora. Por tanto, se trata sobre todo de profundizar la relación y la comunión con ellos, con los que ya tengo delante. Y hay un dato más evidente aún: para mí el cristianismo es más interesante hoy que cuando lo conocí hace siete años; y más radicalmente fascinante que hace dos años, cuando llegué a Turquía. Lo digo consciente de todo, también por todas las personas que me decían: «¿Pero qué haces? Vas a estar sola», y por mis propios miedos, miedo a perderme y a perder la fe. Sin embargo veo que mi conciencia no deja de crecer.