Estados Unidos. Razón de vida
Un teólogo se topa con el pensamiento de Giussani gracias a un joven que da un vuelco a su vida y a su fe. Hasta llevarle a proponer un curso universitario dedicado al sacerdote italianoCuando Julián Carrón anunció el Centenario de don Giussani, propuso que nos interesáramos personalmente por este gesto por un motivo esencial: «Testimoniar lo que él ha generado en nosotros». Me provocó, me hizo tomar en consideración qué cambio había generado en mí el carisma. ¿Qué hay de mi “yo” que solo existe gracias al don de la Presencia de Cristo que llegó a mí gracias a este cura milanés, un hombre al que no conocí y que murió el mismo año que la Iglesia católica me acogió? ¿Cómo pasó de él a mí?
Oí hablar por primera vez del movimiento en otoño de 2005. Vivía en Inglaterra, donde acababa de empezar a estudiar el doctorado de Teología en la Universidad de Nottingham. Mi director de tesis, el profesor John Milbank, había conocido al arzobispo de Granada, monseñor Javier Martínez, y estaba entablando amistad con varias personas de CL en la Universidad Católica del Sacro Cuore.
Por curiosidad, compré el libro Educar es un riesgo de don Giussani. La verdad es que no sabía qué era CL, pero en mí iba creciendo un interés, sobre todo por una manera de vivir la fe que tenía mucho que ver con los teólogos que yo estudiaba, como De Lubac, Ratzinger y Von Balthasar.
Mi verdadero encuentro con el movimiento tuvo lugar en 2009, cuando Alessandra Gerolin, que enseñaba Filosofía en la Católica, envió a uno de sus alumnos a Nottingham para estudiar un semestre con Milbank y me pidió que le ayudara a encontrar un sitio donde vivir. No estaba preparado para la forma en que este joven italiano iba a conquistarme, a mí y a mi familia.
Michelangelo Mandorlo tenía poco más de veinte años. Cuando llegó a Nottingham, yo era profesor de Teología. Mi mujer, Melissa, y yo teníamos un hijo, Basil, y esperábamos a la segunda, Edith. Ambos nos habíamos convertido al catolicismo, yo desde el ateísmo pasando por el anglicanismo (dos años antes de ser católico me bautizaron en una iglesia anglicana) y ella desde el protestantismo en el que se había criado. Así que en 2009 nos encontramos en Inglaterra después de haber realizado ya un curioso e inesperado camino de fe. Nuestra historia, mis estudios de teología, el hecho de ser ya padres y de llevarnos más de diez años con Michelangelo deberían convertirnos en autoridad para él en materia de fe y vida. Pero nuestro encuentro con él demostró lo contrario. Michelangelo nos adentró en un camino en el que volvimos a aprender la fe desde cero.
Gracias al encuentro con él descubrimos la “familiaridad con el Misterio”, la experiencia interior de la eficacia que Dios quería alcanzar encarnándose. Michelangelo era un tipo de católico distinto. No era un mojigato, pero rezaba con más devoción que cualquiera de los que había conocido. Disfrutaba de lo lindo fumando sus toscanos, bebiendo cerveza y cantando, jugando con nuestro hijo, pero también cocinando y fregando los platos. Hacía todas esas cosas con una inmediatez y una intensidad que mostraba que todo eso tenía un gran valor para él y para sus amigos. Todo (fumar, cocinar, amigos… todo) le parecía que estaba íntimamente ligado con ir a misa. Ese joven extraordinario, tan alegre y vivo, nos cautivó. Se interesaba de verdad por nosotros y quiso conocer nuestra historia.
También nos llevó a casa de su familia en Rímini y nos encontramos con la misma manera de ser en sus padres. Gracias a él, mi historia, que entonces me parecía fragmentada en compartimentos estancos, empezó a adquirir la claridad de una unidad nueva. Sin un solo discurso, Michelangelo me mostró (casi inconscientemente) la razón profunda y excepcional que unía los momentos aparentemente separados de la vida en un designio único de vital importancia. También lo hizo enseñándome a cantar y a tocar de nuevo la guitarra (cosa que había abandonado tras mi conversión al cristianismo). Una de las canciones que me enseñó a cantar fue La strada de Claudio Chieffo: «Llevo conmigo mis canciones / y una historia comenzada. / Es verdaderamente grande Dios, / es grande nuestra vida». Esta estrofa desbloqueó algo dentro de mí. Aclaraba todo lo que llevaba dentro, mostrando su raíz en una única historia, una historia que pertenece a Dios y que es mi vida.
En Nottingham, Michelangelo empezó a hacer una cosa llamada “Escuela de comunidad”, todas las semanas con varios amigos: la cita era en nuestro salón y como éramos sus amigos estábamos invitados. Se había enterado de que vivía en Nottingham una mujer polaca llamada Ania, miembro de la Fraternidad. También había un italiano, Dario, que vivía en Milán, pero durante la semana trabajaba en la Rolls-Royce de Derby. De modo que en el primer encuentro éramos seis: Michelangelo, Ania y su marido, Marek, Dario, Melissa y yo.
La experiencia de totalidad que la Escuela de comunidad generó en mí me hizo reconocerla como algo más íntimo que yo mismo. El gesto y la compañía que creaba dieron cuerpo a las ideas más fascinantes de Giussani y las convirtieron en hechos de mi propia vida.
Michelangelo, después de ser padrino de mi hija Edith, entró en el monasterio benedictino de la Cascinazza, en Milán. En esa misma época nos mudamos a Granada (España), donde monseñor Martínez me invitó a dar clase en el seminario y a formar parte del Instituto de Filosofía Edith Stein. Bajo su paternidad continuó la experiencia de CL que había comenzado en Nottingham.
La transmisión del carisma para mí no puede ser distinta de mi vocación de educador. En cierto sentido, he aprendido a enseñar sumergiéndome en lo que aprendí de Giussani, aunque lo comunique con muchas imperfecciones. Suelo decir a la gente que cualquier cosa buena que haga en clase se la debo por entero a la Escuela de comunidad. He descubierto que, para comunicar algo verdadero y válido, para ser mínimamente convincente para mis alumnos, debo secundar la insistencia en la experiencia tal como propone don Giussani.
En 2015, en cuanto se publicó la traducción al español de la biografía de Alberto Savorana, corrí a leer la introducción, pero con el tiempo me atasqué. Pero la propuesta de Carrón con motivo del Centenario me llegó en un momento particular. Llevábamos unos años viviendo de nuevo en Estados Unidos, en Atchison. El padre
José Medina me había pedido llevar una Escuela de comunidad, y eso me ponía delante mi responsabilidad frente al carisma. Tan inadecuado como sé que soy, ¿cómo podía asumir la responsabilidad del movimiento en este lugar? Decidí abordar de nuevo el libro gordo de Savorana. Fue entonces cuando nació la idea de preparar un curso basado en la biografía. Se lo propuse a mi profesora del Benedictine College, Jamie Blosser, que lo recibió favorablemente y me propuso un máster de teología. La mayoría de los universitarios de CL, que esperaba que llenaran la clase, no podían asistir, pero igualmente decidimos quedar con ellos para leer la biografía juntos. Así nació, junto al seminario oficial, un “curso de bar” que, a medida que avanzaba el semestre, acabó atrayendo a estudiantes que no pertenecían al movimiento. El curso oficial establecía dos encuentros a la semana: los martes, antes de discutir sobre los apartados de la biografía leídos para ese día, cada estudiante tenía la oportunidad de presentar uno de los capítulos de Cristo, la compañía de Dios al hombre; los jueves empezábamos la clase escuchando una pieza musical de Spirto gentil con el comentario de Giussani para pasar luego a la biografía. Interrumpimos el ritmo para leer entre medias La Anunciación a María y Miguel Mañara.
Tal vez, la mejor manera de entender lo que pasó en el curso sea leer un correo que recibí justo después del examen final, de uno de los alumnos: «No hay ningún curso que haya hecho en la universidad que haya tenido más impacto en mi vida espiritual cotidiana y en mi visión de conjunto de la fe que este encuentro con Cristo a través de Giussani. Este curso ha abierto mi corazón a Él de un modo que nunca había experimentado. Gracias por darme esta oportunidad y quiero que sepa que lo que yo enseñe lo viviré en el espíritu de Cristo a través de Giussani y compartiré este encuentro con mis alumnos en los años venideros. R.».
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Creo que resume bien lo que muchos alumnos aprendieron. Es sorprendente aprender una nueva manera de mirar a Cristo, aprender a verlo de nuevo por primera vez. Esta es la gran utilidad que estos alumnos descubrieron en Giussani. Les enseñó la libertad de mirar las dificultades, la desafección, el aburrimiento, la monotonía, el pecado y los sufrimientos de la vida, una gama de experiencias humanas que a menudo nos bloquean, como si no las pudiéramos acoger dentro del abrazo de Jesús. Allí encontraron la novedad del acontecimiento del encuentro. Lo que más les impactó fue la forma con que Giussani apuesta por la bondad de la realidad entera e insiste en el hecho de que siempre y solo ahí es donde podremos encontrarnos con Él. Cada grito a Cristo es ya un signo de su presencia y una tensión que pone al yo en camino hacia el Destino, que es Él.
Este aspecto fue subrayado por una alumna que se fijó en la forma en que Giussani afrontó su sufrimiento final con el Parkinson. En la última clase dijo: «Él tiene esta certeza de que lo que se le da es un don. Un don que veía en los enfermeros, en sus amigos y en gente que apenas conocía. Lo que quiero llevarme conmigo de este curso es el deseo de verlo todo como un don».
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