Ramziya con su marido Dima (a la izquierda) y varios amigos

Kazajistán. Cada vez más amigo

Ramziya nació en una familia musulmana y conoció el movimiento hace 25 años con dos profesores. Hoy ese inicio vuelve a suceder para ella en los ojos de sus alumnos
Ramziya Saleyeva

Nací y vivo en Kazajistán, que durante años formó parte de la Unión Soviética. La mayor parte de la población de nuestro hermoso país es musulmana y está formada por 130 etnias. Yo soy de origen tártaro y vengo de una familia de tradición musulmana. Cuando en 1998 conocí la novedad de la fe –a través de dos caras totalmente distintas, dos profesores de italiano llamados Edoardo y Claudio– me sentí cambiada, como si otro mundo entrara en mi vida. Mis padres –soy hija única– fueron los primeros en percibir mi cambio. Me dejaban ir con estos amigos, sin saber que eran cristianos, porque me veían tan cambiada que me decían: «Ve con ellos que cada día te vemos más abierta y feliz». Cuando se enteraron de que eran cristianos –tras encontrar en mi habitación El sentido religioso de don Giussani– se asustaron, pensaban que me había metido en una secta y empezaron a ponerme obstáculos porque creían que eso iba contra mi tradición musulmana. Pero yo estaba tan cautivada que nadie podía detenerme, ni siquiera el dolor de mis padres ni todos los impedimentos con los que intentaban “protegerme”. Con el tiempo me di cuenta de que su dolor y su postura –su escándalo, diría– me ha servido mucho porque ha sido como un desafío. Me ha obligado a preguntarme realmente qué y a quién había encontrado en esos rostros. Tuvieron que pasar unos años hasta descubrir a Quién me había encontrado, Quién me había salido al encuentro, para poder llamarlo por su nombre.

Cuento el inicio de mi historia porque yo soy profesora, doy clase de italiano a jóvenes kazajos y veo su entusiasmo, el brillo de sus ojos, que me remite al origen de mi camino: me hacen presente mi inicio. Me doy cuenta de que la belleza que perciben aprendiendo italiano en realidad remite a otra cosa: «Tú no solo nos enseñas italiano, sino mucho más». También soy consciente de que no soy yo quien construye o “hace” el movimiento. Yo soy un instrumento en manos de Aquel que salió a mi encuentro en 1998 y que nunca deja de abrazarme. Cada día estoy más agradecida y conmovida porque Cristo no me abandona y me colma de regalos, mostrándome que el carisma de don Giussani sigue vivo.

Solo vi a Giussani una vez en mi vida, pero estoy descubriendo que cada vez es más amigo mío, está siendo cada vez más familiar, me acompaña todos los días con todo el legado que dejó en sus libros, en la mirada de mis amigos, tanto de los más cercanos como de los que viven más lejos. Él cobra vida a través de mi sí delante de la sed de los jóvenes con los que me encuentro, a través de su corazón que salta cuando ve que su vida está cambiando igual que cambió mi vida hace tantos años.

Al principio mis padres, sufriendo mucho, no quisieron asistir a mi boda por la Iglesia, ni vinieron al bautismo de nuestra primogénita, ni al de la segunda hija, que nació con problemas de salud. Pero fueron al bautismo de la tercera. No lo digo porque yo haya "construido" algo con ellos. Ellos ven cómo vivimos la comunión con nuestros amigos y se dejan fascinar, han abierto su casa y estoy segura de que así es como el buen Dios les está abrazando. Eso es para mí vivir el movimiento. Decir sí al atractivo de Aquel que nos sale al encuentro continuamente.

Los jóvenes con los que me encuentro en mi trabajo, hoy y todos estos años, también son de distintas etnias y tradiciones: musulmanes, budistas, ateos, ortodoxos… Vienen para estudiar italiano pero encuentran el sentido de la vida. Durante este verano, algunos de ellos fueron conmigo de viaje a Italia, nos acompañó Claudio, mi antiguo profesor, con el que empezó todo. Pasamos dos semanas juntos recorriendo Italia, desde Milán hasta Nápoles, y volvimos siendo más amigos, más compañeros en el camino de la vida. Este es un pequeño mensaje de los muchos que recibí al volver, lo escribe una chica llamada Aziza: «Queridísima Ramziya, quiero darte las gracias por este viaje juntos. Al volver he decidido dedicar un tiempo para tomar conciencia de lo que he vivido con vosotros. Además, estos días sentía una cierta tristeza y una nostalgia muy fuerte, pero doy gracias al Altísimo, a ti, a Dima, a Claudio… por todo lo que nos ha pasado y por todo lo que eso ha generado en nosotros y en nuestras almas. Cuando os miro me doy cuenta de que así es como hay que vivir, y se puede vivir así, yo y el mundo entero. Gracias por la luz que lleváis dentro y que portáis al mundo, por vuestro amor incondicional y por cómo cuidáis a la gente. Solo siento no haberos conocido antes. Pero cada uno tiene sus tiempos y soy realmente feliz por haber encontrado personas como vosotros en mi vida. Soy feliz por haber podido recorrer este tramo de camino juntos, de un modo tan feliz y totalizante». Cuando recibo mensajes así me dan ganas de ponerme de rodillas ante Aquel que me permite vivir una vida que se puede expresar delante de todos estos chicos, jóvenes o adultos, como una alumna mía de 57 años que se llama Galia. Cuando la miro, me pregunto: ¿qué puedo aportar yo a una mujer mayor que yo? Solo puedo vivir esta pasión, esta novedad que yo he encontrado en mi vida.