Irpin, cerca de Kiev, 3 mayo de 2022 (Foto: Emilio Morenatti/Ap/Lapresse)

La victoria de Laly

Una madre de Jarkov refugiada en Leópolis durante dos meses, donde vivió el miedo de los bombardeos. Luego llegó a Italia, donde pudo participar en los Ejercicios espirituales de la Fraternidad (de Huellas de junio)
Luca Fiore

Me encuentro con Laly Liparteliani en un bar situado en la plaza de la Victoria de Brescia. Hablar con una mujer ucraniana en una plaza que se llama así impresiona en este momento. Es la palabra clave de la propaganda del gobierno de Kiev. No puede haber ninguna otra victoria en Ucrania sin la militar. Todas las demás, como la de Eurovisión, por ejemplo, están al servicio de esa victoria. Laly salió huyendo de Jarkov y se refugió en Leópolis durante dos meses. Finalmente llegó a Italia, desde donde describe su sensación de injusticia y miedo, la incertidumbre ante el futuro que domina en ella y en la gente de su país. Nada de retórica ni concesiones con el invasor ruso. Pero la victoria de la que ella habla es algo totalmente distinto. Después de participar en los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de CL, puede mirar de otra manera y entender mejor lo que está pasando.

«Cuando nos vimos obligados a salir de Jarkov, tuve el mismo sentimiento de rebelión que cuando mi marido murió de un infarto, hace un año. Nadie me había preguntado antes si estaba preparada para vivir sin él. Y ahora, en cuestión de horas, he tenido que hacer las maletas y escapar. Tampoco esta vez nadie me ha preguntado si estaba de acuerdo. Una noche me llamaron y me dijeron: prepáralo todo para partir. ¿Pero qué es todo? ¿Cómo se mete toda una vida en una maleta? Pero tenía que poner a salvo a mis hijos, Maria y Georgij, así que me subí al coche». Junto a Elena Mazzola y sus amigos de Emaús (una ONG de Jarkov que trabaja con huérfanos con discapacidad), Laly intentó cruzar la frontera a principios de marzo. Pero no lo logró. Georgij, su hijo mayor, acababa de cumplir 18 años y la ley marcial le prohibía abandonar el país. Habría podido dejar al chico y huir con su hija pequeña, pero no lo hizo. «Sobrevivimos a la muerte de mi marido y logramos volver a mirar a la cara a la realidad porque permanecimos juntos. También pensé que mi marido no lo habría hecho nunca. No quería elegir entre mis dos hijos». Así que, mientras Elena y los demás siguieron rumbo a Italia, ella se quedó en Leópolis.

«Lo más terrible de los que siguen en Ucrania es mirar el teléfono por la mañana. Lo primero que haces es revisar los últimos mensajes para ver que no ha muerto ninguno de tus familiares y amigos. Luego vuelves a leer desde el principio para ver cuántas bombas han caído en Jarkov o en Kiev, qué ha pasado en Mariúpol…». Laly cuenta lo difícil que es vivir en tiempos de guerra incluso en una ciudad relativamente segura como Leópolis. «Vas por la calle y ves sacos de arena para proteger palacios y monumentos de las bombas. También lo ves en la iglesia, donde las imágenes de Jesús y de la Virgen están envueltas en telas blancas, como momias. Sabes que están ahí pero no las puedes ver. No ayuda a mantener la calma». Pero lo más difícil de describir, para ella, es lo que pasa cuando se empieza a oír el sonido de las alarmas. «En la televisión explican cómo hay que comportarse en caso de ataques químicos con cloro o gas sarín. En el momento en que empieza a sonar la alarma es como si todo se comprimiera dentro de ti. Sientes miedo e impotencia. Sabes que, en caso de ataque químico, no podrás protegerte ni a ti ni a tus hijos. Cada vez que oía la sirena entraba en estado de shock. Hemos vivido así casi dos meses».

Laly Liparteliani (Foto: Luca Fiore)

Laly no ha rezando tanto en su vida. «Lo que más me ha ayudado es lo que viví tras la muerte de Rostik, mi esposo. Entonces descubrí que realmente existe Alguien más grande que yo a quien puedo pedir. Ante la guerra me veo tan pequeña… Lo único que puedo hacer delante de lo que sucede es acogerlo». Entender que para Dios todo es posible y gritarle: «Si esta es tu voluntad, ayúdame, a mí y a mis hijos, que son hijos tuyos». Con el paso de los días, Laly empezó a mirar las cosas de un modo distinto, percibiendo signos de humanidad en cosas pequeñas. «Como una mujer que conocí en un búnker. Cuando se enteró de que éramos de Jarkov, me dejó su número de teléfono para que la llamara si necesitaba ropa o mantas. Me hice amiga de otra mujer que limpiaba las calles. Eran personas a las que, implícitamente, podía pedir ayuda para ver lo bueno y humano que quedaba dentro de tanto mal».
Cuando por fin se desbloqueó un poco la situación empezó a vislumbrarse una posibilidad de salir del país. «Rezaba para encontrar la manera legal de cruzar la frontera. Me propusieron atravesar el bosque de noche, pero si nos descubrían Georgij podría enfrentarse a treinta años de cárcel. Al final vimos que podía matricularse en la universidad italiana y empezamos a trabajar en esa hipótesis». Pasaron días y semanas. La burocracia es una mala bestia. Laly empezó a desanimarse. Pero un día habló con un sacerdote ortodoxo que, citando a san Ignacio de Loyola, le dijo: «Actúa como si todo dependiese de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios». Ella se reanimó y volvió a insistir, hasta que las cosas empezaron a encauzarse.

«Laura, una gran amiga de Brescia que había estado estudiando en Jarkov, me avisó de que el 17 de abril un amigo suyo vendría a buscarnos a la frontera. Era el domingo de la Pascua católica y le dije: “Laura, ese día es Pascua, ¿quién va a ir a buscarnos un día así? Solo un ateo o un santo”. Y llegó Marco, un santo… Esa fue mi Pascua, la victoria de la vida sobre la muerte. La victoria del amor y la humanidad sobre el mal. No dejo de pensar en cómo nos miraba Marco».

Dos semanas después, Laly se conectó para seguir los Ejercicios de la Fraternidad de CL y escuchar las meditaciones del padre Lepori sobre Marta. «Yo soy de Georgia y allí siempre estamos pendientes de lo que hay en la mesa. Siempre tiene que haber comida en abundancia y debemos ser capaces de reconocer las necesidades de los invitados con un cruce de miradas: ¿vino, pan, más comida? Nos han educado así, siempre preocupados por que todo esté en orden. Y en Pascua… En mi casa todos estábamos pendientes de la comida, pero nadie se planteó nunca la cuestión de qué se celebraba realmente. A Marta la llevo en mi ADN».

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Antes de la muerte de su marido, creía saber cuál era el bien “necesario” para ella, lo que la hacía feliz y cómo debían ir las cosas para ello. «Pero después de lo que pasó con Rostik, me di cuenta de que ya lo tenía todo para ser feliz. En aquella ocasión pude experimentar que si me entrego a Jesús, Él toma mi vida y la hace preciosa. Pero es como si luego cayera en una especie de amnesia y volviera a hacer las cosas como creo que se deben hacer». Después de los Ejercicios, se preguntó cómo podría aprender a dejar espacio al silencio del que hablaba el padre Lepori. «Empecé a dar gracias por todas las cosas pequeñas. El otro día leía las noticias de Ucrania, solo muerte y sufrimiento. Dentro de mí volví a sentir una rabia inmensa porque un enfermo viene a pretender curarte. Alguien que necesita ser liberado viene a “liberarnos”. Viene y nos roba la vida. Pensaba en todo esto pero al cabo de un minuto me di cuenta de otra cosa. Hay Alguien que, de la misma manera –sin pedirnos permiso, sin motivo aparente–, ha venido a darme su vida entera». Laly habla de personas concretas, como Silvia y Ruben, que en Brescia le han abierto su casa y su vida. «Todo lo que me quitaron con la guerra, aquí me lo devuelven. Podría no verlo porque me han quitado mucho, pero también estoy recibiendo mucho. Cuando pienso así, vuelvo a confiar en los hombres».

Recientemente leyó en alguna parte algo que le impactó mucho: el mal, lo feo, se pega como una lapa a nuestros pensamientos, mientras que el bien se desliza como en una sartén antiadherente y no logras agarrarlo. «He empezado a pedir al Señor poder ver lo que Él nos da. Doy gracias porque todo lo que me está pasando lo puedo mirar a través de la presencia de estos amigos. Cuando lavo los cubiertos, hay dos cucharillas que me encantan. Me las regaló Silvia y cada vez que las veo pienso: qué bonitas, gracias a ella que me las dio. Silvia se sorprende porque son algo tan banal como dos cucharillas, y me dice: “deja ya de darme las gracias”. Pero me parecen preciosas y me alegro mucho de tenerlas».