La acogida de los refugiados ucranianos en Polonia (©Gabriel Piętka)

Polonia. «Nuestras vidas se pertenecen»

Llegan a cualquier hora del día y de la noche, y siempre hay alguien que les espera. ¿Cómo viven los que acogen a los que huyen de la guerra? En "Huellas" de abril, las voces de la comunidad polaca de CL, inmersa en una riada de refugiados y solidaridad
Anna Leonardi

La estación central de Cracovia se ha convertido en una riada humana. Los trenes procedentes de Ucrania descargan en los andenes mujeres, niños y ancianos a cualquier hora del día y de la noche. Desde que empezó la guerra, los refugiados que han cruzado la frontera polaca son más de dos millones, repartidos por varias ciudades: Varsovia, Lublin, Czestochowa, Wroclaw…

El Gobierno polaco ha aprobado en tiempo récord una ley especial para agilizar la integración. Aparte de diez euros al día por familia acogida, se simplifican los trámites para los alquileres, contratos, escolarización de menores y desplazamientos gratuitos por todo el país. Una ley que nace para sostener el extraordinario movimiento de los polacos, que desde el principio han abierto sus casas, ofreciendo comida, traslados en coche y puestos de trabajo. Son más de cien mil los que se han presentado como voluntarios en las fronteras o en las estaciones ferroviarias para ayudar a las familias ucranianas a buscar alojamiento o continuar su viaje. Se les reconoce, mientras se mueven entre los trenes y entre las tiendas, por su peto amarillo con la palabra “ayuda” escrita en cirílico. Gente corriente, de todas las edades, sin más preparación que su deseo de salir al encuentro de este flujo ininterrumpido de vidas que llegan desde Ucrania.

El centro deportivo de Chelm, en la frontera polaca donde se acogen a los refugiados ucranianos (© Gabriel Piętka)

Entre ellas está Anna, 58 años. Se gana la vida pintando iconos. La primera vez fue a la estación de Cracovia siguiendo a su hija Maria, de veinte años. «Vale, voy contigo, pero solo un par de horas», y se quedó toda la noche. La primera de una larga serie. «No puedes dejar de volver al día siguiente, hay demasiada necesidad», cuenta Anna. De noche, todo se complica, tanto desde el punto de vista emocional como logístico. A esas horas no es fácil encontrar pasajes o alojamientos, y la oscuridad invade también el ánimo de la gente. Una noche, Anna recibió a una anciana que estaba sola. Se sentó con ella en la mesa de una cafetería mientras esperaba que alguien le encontrara un lugar donde dormir mediante la página que han abierto en Facebook para gestionar las solicitudes. Le tendió una mano para tranquilizarla, usando algunas palabras comunes en lengua polaca y ucraniana. «Poco antes de que vinieran a recogerla para llevarla a un hotel, me dijo: “Anna, no me dejes, eres la única amiga que tengo en este país extranjero”. En unos minutos había nacido una confianza total». También le pasó a una mujer ucraniana que le pidió ayuda para comprar un billete a París. Como no conseguía orientarse por la estación, le dio a Anna su tarjeta de crédito. «Hazlo tú», le dijo. «Así fue como se dio cuenta, como tantos, de que su cuenta corriente estaba vacía debido a la devaluación de la moneda ucraniana. Los voluntarios son los que pagan, cuando pueden, los billetes al extranjero», explica Anna.

A las televisiones extranjeras les interesa mucho contar lo que sucede entre los voluntarios polacos y los refugiados ucranianos porque la historia de estos dos pueblos está marcada por enfrentamientos que aún perviven en la memoria de los más ancianos. La familia de Anna viene de la zona de Leópolis, que hasta hace ochenta años era territorio polaco. Su padre, cuando era pequeño, se libró por los pelos de una masacre cometida por los ucranianos. Al enterarse, un periodista le pregunta: «¿Por qué ayuda a esta gente?». «Porque no quiero que nadie más en el mundo tenga que sufrir lo que sufrió mi padre».

Cracovia está saturada, todo lo que podía transformarse en albergue para refugiados se ha reconvertido. Centros comerciales, polideportivos, parroquias y antiguos hospitales ya están repletos, por lo que se han empezado a ocupar también otras instalaciones más alejadas de la ciudad. Ahora los ucranianos que llegan son destinados a los hoteles de la costa del Báltico y de la zona de montaña.

La ciudad de Wroclaw es la más alejada de la frontera con Ucrania, pero también recibe a muchos refugiados. Jacek y su mujer han ofrecido una habitación de su apartamento para Olena, que ha huido con su pequeña Emilia. No es capaz de llamarlas refugiadas, para él son amigas. «Ya somos una sola familia. Emilia va a la guardería con nuestro hijo gracias a la disposición del director, y estamos buscando un trabajo estable para Olena», cuenta Jacek. Todas las noches llaman al marido de Olena, que se ha quedado en Leópolis, donde también ha acogido a otros procedentes de Kiev. «Hacemos videollamada por la noche y también los vemos a ellos, nos miramos todos a los ojos y vemos todo este dolor, pero sentimos que eso no es lo único que tenemos. Misteriosamente, nuestras vidas se han cruzado y ahora nos pertenecemos. Somos signo los unos para los otros, lo que supone una fuente de esperanza. Y la esperanza nos da coraje».

En la pequeña comunidad del movimiento en Wroclaw, otras familias hacen lo mismo. Cuando se juntan el domingo en su grupo de Fraternidad, también participan sus huéspedes. «El primer día cantamos nuestras canciones, empezando por Povera voce y Only our rivers run free porque nos parecía la manera más inmediata de comunicarnos con ellos. Luego leímos el comunicado de CL sobre la guerra y después comimos juntos». Volviendo a casa, Ola, la mujer de Jacek, preguntó a Olena si estaba cansada. «No, ha sido precioso. Me he sentido muy querida, incluso en un momento en que mi vida es tan frágil».

El día que los tanques rusos invadieron Ucrania, Joanna llegó al colegio y preguntó a sus compañeros y al profesor: «¿Por qué estudiamos si no sabemos si servirá para algo? No sabemos si habrá futuro». Ninguna de las respuestas que le dieron aplacó su miedo. Durante los días siguientes, participó en el rezo del rosario con sus amigos del grupo de bachilleres y fue al estadio de Cracovia a echar una mano en la recogida de ropa. Pero nada cambió en ella hasta que conoció a Tatiana y su nieta Ruslan, de 13 años, dos mujeres ucranianas que sus padres decidieron acoger en casa. Al principio no estaba cómoda con ellas, hasta que una tarde, al llegar a casa, se encontró a Tatiana intentando preparar la cena para toda la familia. «¡Bienvenida Joanna, te echábamos de menos!», le dijo. «De pronto me sentí querida a cambio de nada. Porque yo no les he dado nada». Luego empezó a pensar en Ruslan, en su deseo de poder volver a clase. «Dejé de quejarme por las mañanas y de incordiar con mis interrogantes».

Una noche Joanna se animó a ir a ayudar a la estación, después de varias semanas pensándolo. Pero tener en casa a Tatiana y Ruslan le animó a lanzarse. La pusieron a repartir comida. «Entregaba las bolsas y solo decía “por favor” en ucraniano. Nunca había oído tantas veces la palabra “gracias”», cuenta. «Jamás olvidaré las caras de la gente al entregarle una cama. Los niños se ponían contentísimos por poder echarse a dormir. Volví a casa muy cansada, pero feliz. Mi padre me dijo que por fin había hecho lo que mi corazón deseaba desde el principio».

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Dagmara vive en un pueblo cerca de Wroclaw. Casada y con dos niños, es el corazón de la comunidad de CL en Polonia, donde se encarga de la secretaría y la comunicación. Desde que estalló la guerra, su teléfono no deja de vibrar con peticiones de ayuda. Gente desconocida que con el paso de los días se han convertido en nombres y rostros a los que ir a recoger y buscarles un pasaje o una cama. «En Polonia, todos estamos haciendo una misma cosa. Estoy muy orgullosa de mi pueblo. Viendo la televisión, me doy cuenta de que hay mucho sensacionalismo en torno a todo esto. Siento la necesidad de ir hasta el fondo de estos gestos de caridad». Unos días antes de la invasión, un amigo suyo cura le pidió que preparara un testimonio para el curso de novios. «Empecé a tomar notas, pero con la guerra me parecía que estaba dejando fuera mi principal prioridad». Estuvo tentada de llamar al sacerdote y decirle que no lo hacía, pero repasando la historia de su matrimonio, cayó en la cuenta de la fidelidad de Dios. «Todas las dificultades, todos los pasos han estado sostenidos continuamente por Su presencia. Esa es mi esperanza ahora. Por la noche, cuando rezo con los niños, pido esa esperanza para el mundo entero».