Refugiados ucranianos en la estación de Przemyśl (Foto: © Hesther Ng/ZUMA Press/ANSA)

Przemyśl. «Nuestro viaje acaba de empezar»

La acogida de una niña ucraniana les lleva hasta la frontera polaca, donde no paran de llegar refugiados. Historia de un viaje imprevisible. «El ser humano lleva dentro algo que ni la guerra le puede quitar»
Davide Perillo

«Mira, las imágenes se parecen a lo que ves en televisión, pero en los telediarios no se respira este aire, que lleva dentro un malestar humano bestial: el olor, el sudor, el cansancio, la necesidad… Es devastador, no se puede describir algo así». Casi imposible si no has estado allí. Przemyśl es una localidad polaca que estos días se ha hecho famosa en el mundo entero. Tierra de frontera. A un lado, las tiendas improvisadas, con voluntarios llegados de media Europa y una estación que hemos visto decenas de veces en las crónicas informativas. Al otro, Ucrania, la guerra de Putin y los trenes que llegan abarrotados de mujeres y niños, de vidas cargadas de desesperación. Las bombas se oyen ya hasta en Leópolis, situada 97 kilómetros al este. Los vagones siguen descargando refugiados. De momento han huido casi tres millones. Muchísimos de ellos han pasado por Przemyśl para continuar su camino en busca de familiares, amigos o cualquiera que les pueda ayudar, en cualquier parte. Allí, junto a esas vías, es donde Giorgio y sus amigos han visto algo que «de los ojos ha bajado hasta el corazón», heridas y preguntas que se te clavan, que siguen doliendo aún, cuando ya están en casa, con 29 madres y niños que han rescatado de aquella locura tras 46 horas en un viaje impensable.

Para Giorgio Orsi, empresario y padre de dos hijos, esta historia empezó años atrás, cuando conoció a Diana, que llegó procedente de Ucrania mediante la asociación Niños del Este y Emaús, una ONG con base en Járkov. Primero vino para unas semanas, luego llegó la acogida, que al final se hizo permanente. Cuando estalló la guerra sentía que tenía medio corazón allí, bajo las bombas, con los niños de los orfanatos que Giorgio ha visitado varias veces y a los que ayuda a distancia. Con los hermanos de Diana que siguen viviendo en Liubotin, en la periferia de la primera ciudad bombardeada. «Estábamos en contacto con Valia, su hermana mayor, que tiene una niña de cinco años. Tras los primeros días de caos, me llamó: “Vamos a intentar escapar”. Ella, su hija y otros tres hermanos». Una mujer y cuatro niños que llegaron a pie a la estación del pueblo y que lograron subir a un tren que iba directo a Járkov y luego a Leópolis, hacia la frontera polaca.

«Era jueves por la noche y le dije a mi mujer: vamos a buscarlos». Se organizó para conseguir una furgoneta y salir a Polonia. Si socio Francesco Calabria cancela unas vacaciones y se ofrece para acompañarle. El sacerdote les ofrece la furgoneta parroquial. «Mientras nos preparábamos, recibí una llamada de Federica, la presidenta de la asociación Niños del Este. “Me he enterado de que os vais a Polonia. Tengo cuatro niños que van en un tren a Leópolis, ¿los podríais recoger?”». Para eso hacía falta otra furgoneta. Y luego otra, y otra más, porque al cabo de media jornada las llamadas de socorro se multiplicaron y la lista final era de 29 personas.
«El primer milagro fue la disponibilidad de la gente que se ofrecía a venir con sus furgonetas. Nos pusimos en contacto con el club de rugby y vinieron varios amigos, y también gente desconocida. También se sumó mi hija con dos amigos de la universidad. Enseguida conseguimos cinco furgonetas, cada una de ellas con tres personas. «Cuando Enrico, uno de los jugadores de rugby a los que no conocía y que ahora es un gran amigo, me dijo: “Perdona, ¿pero no llevamos nada?”, empezó la recogida de comida y medicinas». Las furgonetas se llenaron de cajas con leche en polvo, pañales y vendas. El sábado, a las cuatro de la mañana, el cura los bendijo a todos y partieron en un viaje de 18 horas. En ese tiempo, Giorgio casi no dejó de hablar por teléfono, con Valia, que mientras tanto avanzaba lentamente hacia Leópolis, con gente del movimiento en Polonia para saber cómo moverse allí, con otros que estaban en contacto con Ucrania… nombres y números desconocidos que le llevan hasta Mateusz: «¿Cuántos sois? ¿Qué necesitáis? Dadme un par de horas y os vuelvo a llamar».

La llamada llegó puntual, añadiendo otra pieza en esta historia tan imprevisible como preciosa. «Han hablado con el alcalde de Niwiska, una localidad que está a una hora de la frontera. La gente del pueblo empezó a llevar a una escuela camas, mantas, toallas y hasta juguetes y peluches limpios. Nos prepararon cincuenta puestos con cama y comida caliente, para nosotros y para los niños que iban a llegar». Cuando salieron de la autopista para seguir las indicaciones del GPS para llegar al punto indicado, Giorgio confiesa que tuvo un poco de miedo. «Era de noche, en medio del campo… Me escribían los de las demás furgonetas: ¿seguro que es aquí?». Era allí. En el aparcamiento de un hospital había un grupo de amigos esperándoles para descargar. Completos desconocidos. Todo había sucedido durante el viaje. «Encontramos a Mateusz y él me presentó a un hombre enorme que hablaba algo de italiano con una cadencia que recordaba un poco a san Juan Pablo II. “Este es mi padre, Piotr”. Le miré y le dije: “¡Gracias! ¿Pero por qué estáis aquí?”. Me respondió: “Somos del movimiento, igual que vosotros, ¡llevamos dentro la sangre de don Giussani!”».
Francesco no pudo evitar conmoverse. «Me eché a llorar, no me da vergüenza reconocerlo. Y sabías que allí la gente estaba sufriendo. No es que fuéramos preparados pero nos lo esperábamos. Pero gente que te ayudara de esa manera, eso sí que no. Me hicieron entrar en otra dimensión. Alguien nos esperaba y nos miraba exactamente como te mira Jesús. A todos nos gustaría que alguien nos mirara así. Dios nos ha hecho así. No era evidente que sucediera, no solo por lo que hicieron, sino por cómo lo hicieron».

Furgonetas con destino a Polonia

En esta historia no había nada evidente. Desde Mateusz, que se ofreció para acompañarlos hasta Przemyśl y quedarse con ellos para ayudarlos, hasta lo que sucedía mientras tanto en la estación. «El tren con Valia y los niños llegaría antes que nosotros. Gracias a un amigo conseguí el teléfono de una periodista que había sido enviada allí. Le pedí ayuda y ella se encargó de todo». Al bajar del tren se encontraron con un micrófono en alto, esa era la señal. «Los tengo. Los dejo en la zona del patio, al lado del cajero. Ahora tengo que irme».

Efectivamente, allí encontraron a los hermanos de Diana. Luego se organizaron para esperar a los demás trenes que «llegaban, pero no sabías cuándo ni de dónde». Hicieron turnos de lanzadera toda la noche, «de las furgonetas a los trenes, con las fotos que nos habían mandado para identificar a los que estábamos esperando». Alrededor, una marea de almas perdidas y abrazos, miradas al vacío y gente ayudando, mujeres y madres («las auténticas heroínas de esta guerra») que llamaban por la ventanilla pidiendo que las lleváramos, daba igual donde, con tal de que fuera lejos de las bombas. «Tuvimos que decir “no” muchas veces, pero cuando nos enteramos de que había dos personas que se iban a retrasar unos días y que nos dejaban libres dos puestos, pudimos recoger a una madre con su hija que querían ir a Nápoles». Francesco no puede olvidar sus rostros. «Esperaban un abrazo, como todos los que estaban allí». En un momento dado, Giorgio recuerda que se quedó en un banco con un niño en brazos. «Tendría seis meses. De pronto me sorprendí mirándolo y sintiendo que era algo mío. Fue muy extraño, parecía que no había diferencia con lo que sentía con mis hijos. Lo miraba del mismo modo, aunque cinco minutos antes ni siquiera sabía de su existencia. Para querer a alguien, no hace falta que sea tuyo».



Uno a uno, todos fueron llegando. Al llegar a la escuela, caldo caliente y una cama. Silencio y grandes preguntas que permanecen abiertas. «Lo que he visto se me ha quedado dentro», dice Giorgio. «El dolor te quita el aliento y todavía siento ese olor. Pero si te dijera que mi corazón ha perdido la esperanza, sería mentira. No conocemos el destino de cada uno de nosotros, puede pasar por una guerra o por todo esto. Es incomprensible y te suscita un grito de desesperación, pero cuando has encontrado una hipótesis para vivir, te das cuenta de que puedes ser el más indigente, el más golpeado, el más necesitado, pero llevas dentro algo que ni la guerra te puede quitar. El grito no es ante la nada, ni tiene la última palabra». Antes de emprender el viaje de regreso, la pequeña Alisa, de apenas cinco años, ojos azules y un pompón rosa en el pelo, se puso a buscar algo en la mochila. «Sacó tres caramelos», recuerda Francesco. «Me dio uno a mí, otro a Lorenzo, y el tercero se lo comió». Guarda ese caramelo como si fuera un tesoro. «Yo no hice nada. Solo conducir una furgoneta. ¿Te das cuenta?».

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Es imposible darse cuenta hasta el fondo. Tan imposible como explicar el abismo de la libertad. «Es un drama», dice Giorgio. «Nunca lo había percibido así. El hombre es libre de verdad, hasta el fondo. Hasta llegar a matar a otro». O hasta desgastar su tiempo y sus energías por la vida de otro. «Eso es lo que se me ha quedado», añade Francesco. «Cuando ayudas a alguien que conoces, en cierto modo te lo explicas. Pero aquí nadie conocía a nadie. Y sin embargo ha sucedido todo esto. Nosotros somos igual que ellos, tenemos el mismo corazón… necesitamos lo mismo».

El mismo deseo de vivir con la misma intensidad, ahora de vuelta a casa, con Diana jugando en el salón con sus hermanos, con los demás niños que recogieron y sus dos huéspedes de última hora con destino a Nápoles. Ahora que esas 46 horas tan intensas se alejan con el tiempo, aunque probablemente llegarán más. «Te has ido a los confines de la guerra a poner niños a salvo. Es fácil. Pero lo realmente interesante es lo que se ha generado entre nosotros. En el fondo, yo estoy acostumbrado a decir “sí” cuando tengo paracaídas. Pero la Virgen no lo tenía. Dijo “sí” sin más. Creo que esta vez ha sido algo así: “Chavales, no tenemos ni idea de lo que nos espera, pero seguro que aquí hay algo grande, una promesa”».

Lo decía también en el último mensaje del chat de este viaje, con su mujer, su hija, amigos de toda la vida y desconocidos que se han convertido en hermanos. «El cansancio del cuerpo se va poco a poco, pero en la cabeza guardo un montón de preguntas y provocaciones. No me siento cómodo por lo que hemos hecho juntos, me queda una herida que intento comprender. A nuestro corazón no le basta que todo haya ido bien. Necesita una certeza más grande. No es una historia que haya terminado al regresar, sino que acaba de empezar. Para cada uno de nosotros y para cada uno de ellos».