Antony Gormley, Untitled (for Francis), 1985 (Foto: Luca Fiore)

Mi impotencia sedienta

Volver a preguntarse: «Pero si Dios lo es todo, yo, ¿qué soy? Tú, ¿quién eres?». El trabajo de la Escuela de comunidad y ese descubrimiento a última hora

Anoche tuve la Escuela de comunidad más bonita de mi vida. Nos conectamos seis personas. La calidad de mi conexión era tan pésima –o no funcionaba la cámara o no funcionaba el micro– que estuve a punto de apagar. Pero entonces me habría perdido el final.

La Escuela de comunidad era sobre la introducción y los puntos 1 y 2 de Dar la vida por la obra de Otro. Yo seguía ensimismado con la pregunta de Giussani al empezar el punto 2: «Pero si Dios lo es todo, yo, ¿qué soy? Tú, ¿quién eres?». No dejaba de repetirme: «Pero si Dios lo es todo, yo, ¿qué soy?». Panteísmo o nihilismo, una ilusión o la nada: «la respuesta última a la que todos ceden, y que nos afecta a todos al carecer de un apoyo sólido y claro».

Es apasionante seguir la lógica aplastante de Giussani y cómo capta el nexo inevitable entre las derivas panteísta y nihilista y la confianza-alienación en el poder. Se puede –yo puedo– vivir tan a merced del poder que, sin darnos cuenta, ponemos en él toda nuestra esperanza. De hecho, pensando que la realidad depende del poder o de los poderosos, puedo intentar poner en orden mi conciencia (o acallarla) rezando por los poderosos como si cambiando el poder cambiara todo. Pero, descargando toda mi responsabilidad en un cambio de poder, corro el riesgo de resetearme, de alienar mi propio “yo”.

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Pero «yo, ¿qué soy?». ¿Una «ficción», como dice al final del punto 2? ¿O soy «sed» de Él, como dice en el punto 1? «Ante este Señor, el yo humano siente sed de Él. El yo humano tiene sed de este Dios, es decir, como afirma Jesús, “tiene sed de vida eterna”». En pocas líneas, Giussani repite la palabra «sed» hasta seis veces.
Mi respuesta es: yo soy sed de Infinito, de vida y de felicidad eternas, para mí y para todos, y no hay destrucción que valga. De hecho, la destrucción no hace más que exasperar esa sed. Y entonces vuelvo a rezar. De ahí la oración, no como deriva de un “yo” auto-alienado de manera pietista, sino como expresión de un “yo” totalmente consciente de sí mismo. La imponencia del Espíritu actúa en mi impotencia sedienta y reconocida.
Lo extraordinario –algo que siempre agradeceré infinitamente a Julián Carrón– es que es como si fuera la primera vez, y ese descubrimiento que hice al acabar el encuentro me permitió experimentar realmente que la Escuela de comunidad es para mí la ocasión de verificar mi fe en el momento en que recupero mi yo vivo, inquieto, sediento.

De ahí nace toda la grandeza de mi responsabilidad, que ya no divaga como una mina flotante y huérfana que se engancha al primer poder que encuentra, sino que expresa ese punto irreductible y libre que me hace gritar con todo mi ser «yo», delante de ese «Dios, todo en todo».
Carta firmada, Rusia