Clase de pastelería en la Plaza de los Oficios

Turín. Fábrica de sorpresas

Visitamos la Plaza de los Oficios, que enseña a los jóvenes, muchos con historias difíciles, cómo “estar en el trabajo”. El Covid ha obligado a revisarlo todo, pero sin renunciar nunca al deseo de que «nadie se pierda». De Huellas de abril
Davide Perillo

De repente, una alumna rompió a llorar escuchando los versos de Dante sobre el beso de Paolo y Francesca. «Le pregunté: “Stefania, ¿qué tienes?”. Y ella: “Profe, no sé si alguna vez podré vivir algo así, ¿me entiende?”». Davide Lervolino, profesor de italiano en el curso de cocina de la Plaza de los Oficios, se conmueve mientras lo cuenta. «Yo le dije: “Antes o después, tú también encontrarás el amor”. Tienen miedo de no poder vivir lo que nosotros vivimos, para bien o para mal. ¿Cómo puedes darle esperanza? ¿Cómo ayudarles a ver la belleza dentro de la realidad?».

Al fin y al cabo, el reto está ahí, en esa pregunta de los chicos que ha estallado a gritos durante este año de Covid «capaz de arruinar todos mis sueños», como dirá más tarde una chica de trece años. También en la reacción de los adultos que acogen ese grito porque lo sienten en primer lugar dentro de sí mismos. Cruzas la puerta de la antigua peletería Fiorio, totalmente reformada, y te encuentras inmerso en ella (en 1837, el empresario Domenico Fiorio construyó un edificio para el curtido de pieles de cabra y cordero; en 1854 se añadió un nuevo edificio y en 1879 se amplió aún más el negocio; a principios del siglo XX se construyó un segundo edificio de almacén, con frisos típicos del Art Nouveau. Después de la guerra, cuando terminó su actividad productiva, el complejo permaneció sin uso durante mucho tiempo y en 2003 fue comprado y recuperado por la Fundación “Piazza dei Mestieri”, ndt.). Ves a los profesores y a los chicos que van y vienen, se ríen y se entretienen en el patio, pero solo puedes verles los ojos. El resto son mascarillas.

Hoy son muchos los que están aquí, pero desde el próximo lunes quién sabe si volverán las restricciones obligatorias y será necesario actualizar otra vez el calendario. Cosa aún más complicada en esta escuela que conjuga clases y trabajo, aulas y prácticas, oficios que aprender (pastelero o camarero, chef o diseñador gráfico, peluquero o experto en turismo, y muchos más oficios) y talentos por descubrir. «Hay más de 600 alumnos en formación, de edades entre 14 y 19 años», dice Cristiana Poggio, vicepresidenta de la Plaza. «Luego están los que participan en proyectos especiales o los que nos envían las escuelas estatales. Más los 400 del Hogar de las tareas, las clases de apoyo abiertas también a los chicos de enseñanzas medias». Y el Instituto Técnico Superior, en un edificio gemelo que formaba parte de la antigua fábrica.

Durante décadas fue el lugar profesional de trabajo de los empleados de San Donato, un distrito casi céntrico de Turín. Desde 2004 es la sede de un “archipiélago” que va mucho más allá de la formación profesional. «Un lugar para que nadie se pierda», reza el reclamo de la página web recién renovada (www.piazzadeimestieri.it). Un lugar óptimo para tomarle el pulso a la “generación Covid” y ver de cerca qué significa afrontar la emergencia educativa, constituida por jóvenes que a menudo tienen rutas escolares irregulares e historias difíciles, en este año en el que la pandemia nos obliga a todos a revisar nuestra manera de funcionar. Mejor «ponerse unas gafas nuevas», dice Monica Pillitu, que trabaja en la sección de Proyectos especiales. «Tienes que aprender otra forma de ver lo habitual e ir a lo esencial, estrechar la relación con cada uno de los alumnos: “Me interesas tú, lo que tienes que decir tú. Veamos cómo averiguarlo juntos”». Todo un desafío.



Muchos adultos aquí han aceptado el reto, inventándose de todo para mantener el hilo de la relación. «El primer confinamiento supuso un período de gran creatividad», dice Mauro Battuello, responsable de los Proyectos especiales. «Nos dijimos: vale, ¿hay un tiempo de confinamiento estricto? Usémoslo para hacer cosas nuevas». ¿Ejemplos? Varios. Las clases por WhatsApp «para tenerlos enganchados», dice Ilaria Poggio, directora de la sede de Turín (las otras están en Milán y Catania). «Al principio el problema no era tanto “qué te puedo enseñar”, sino “vamos a mantenernos unidos para no perdernos”». En abril, una encuesta reveló que solo el 30 por ciento tenía un ordenador. Resultado: la enseñanza se adaptó a los móviles, con videos y lecciones por píldoras, mientras que los laboratorios continuaron a trompicones, pero nunca se dieron por vencidos por completo.

Muchos profesores empezaron a utilizar las redes sociales para trabajar con los estudiantes. Sara Trinchero, profesora de apoyo escolar, pasó semanas al teléfono para «llamarlos, involucrarlos. Para chicos con dificultades como los que yo sigo, el confinamiento supone un esfuerzo cuádruple. Tuve que reinventarme: estudiar, aprender mapas online…». Matilde Battuello, que sigue a unos veinte alumnos por la tarde, les pidió que escribieran una historia en el backstage del confinamiento: trucos, situaciones divertidas. «Han salido historias interesantes. Pero sobre todo dijeron: “parece que nos conocen muy bien”». «El contacto humano nunca se puede reemplazar», resume Cristina Bernardi, responsable del Hogar de las tareas, «pero con el confinamiento descubrí cosas de ellos que no imaginaba: uno que dibuja muy bien, otro que escribe… Surge un horizonte diferente. Y puedes encontrarte con lo mejor».

No todo resulta sencillo, por supuesto. Muchos repiten eso de «“ahora estoy agotado”, les cuesta mucho más que al principio». Vas por los pasillos, miras la sala de la cafetería o a los cocineros en ciernes y esa fatiga aparece por todas partes. «Ellos necesitan tocar lo material», dice Desi Ruseva, chef del comedor, que también sirve de taller de cocina. «El otro día una chica en cuarentena me dijo: “¿Qué hago, profe?”. “Cocina en tu casa, prueba las recetas del libro…”. Pero eso no es lo mismo». Tampoco para Emily, en su último año de peluquería. «¿Qué me estoy perdiendo? Los abrazos, las sonrisas. Con la mascarilla ni siquiera podemos entendernos bien. Tenemos suerte: al menos nosotros podemos acudir a la escuela. Nuestros amigos, ni siquiera eso». Es un sufrimiento evidente. «Se refleja en sus ojos», dice Alessandra Migliozzi, que enseña cortes y peinados. «Pero cuando encuentras la llave para engancharlos, incluso con una mirada, se te abre un mundo».



Eso es, «encontrar la llave». Básicamente, esa es la cuestión por la que nació este lugar. Que tiene hondas raíces. Ante todo, una profunda amistad en la universidad, viviendo la experiencia de CL. Luego, un drama: la muerte de uno de ellos, durante unas vacaciones en la montaña en 1986 (Marco Andreoni, la plaza lleva su nombre). Y la rabia, la rebelión, las preguntas. Don Giussani vino a Turín para una asamblea que los jóvenes de aquella época casi recuerdan palabra por palabra. Dario Odifreddi, presidente de la Plaza, lo cuenta así. «Le preguntamos: ¿qué nos dice esta muerte? Y él: el milagro de la unidad. Lo descubriréis con el tiempo. Si permanecéis fieles a esta amistad y a la Virgen, de este sacrificio veréis nacer grandes obras».

Hoy miras a tu alrededor y suenan como palabras realmente proféticas. Ciertamente, en esos chicos que tenían «ganas de hacer algo juntos» Giussani sembró una semilla que creció poco a poco, con el tiempo, con ensayos y errores: primero un Centro de Solidaridad, luego la formación. «Pero veíamos que había un obstáculo», explica Darío. «Muchos chavales encontraban un puesto de trabajo, pero luego lo perdían. No lograban permanecer en un entorno laboral porque vienen de situaciones desastrosas. Ante alguien al que despiden porque no se presenta tres mañanas de cinco, ¿qué haces? ¿Un discurso sobre la responsabilidad? Normalmente ni siquiera tienen las herramientas necesarias para poder comprenderlo. Entonces nos dijimos: busquemos algo que les enseñe a mantenerse en el puesto de trabajo». La forma en que Cristiana lo encuentra fue casi casual. «Me fui a Valencia para un proyecto internacional y vi algo nuevo para aquellos tiempos: jóvenes que aprendían haciendo. Estaban reestructurando una abadía y les enseñaban a ser carpinteros haciendo de carpinteros. Sencillo, pero decisivo. Llamé a Darío: “Lo encontré. Tenemos que llevar el trabajo a la escuela”».
Luego vino la vieja peletería. Nace una red de relaciones con instituciones, empresas, escuelas, «sin esquemas ni conclusiones previas, porque estamos abiertos a todo», dice Darío. Ese método de aprender haciendo, de usar las manos junto con la cabeza y el corazón, ha cambiado el futuro de miles de jóvenes, muchos de ellos difíciles. «Llegan aquí y se sienten acogidos. Sin embargo, para ellos el verdadero problema es encontrar un centro afectivo. Cuando entienden que estás ahí y que los quieres, todo cambia».

En cuanto a Luis, de familia peruana, que llegó por un proyecto de integración, «se sentía perdido, no hablaba una palabra de italiano». Ahora está a punto de conseguir su título de camarero mientras, puntual y rápido, trabaja en el restaurante de la Plaza. En tiempos normales está abierto para todo el mundo, al igual que el pub-cervecería y la panadería donde venden pan, focaccia y chocolate. Los chavales hacen prácticas en la cocina y sirven en las salas.
Pero, sobre todo, trabajan junto con los adultos, porque es fundamental tener maestros al lado. «No tienes que hacer nada, transmites lo que eres», dice Darío. «A un adolescente no le sirven los discursos. Él te mira y ve».

Cuando esta propuesta llega a tocar los corazones, incluso los más duros, comienza una historia distinta. «Algunos muchachos tienen energía para mover montañas: si puedes canalizarla, es un espectáculo», dice Maurizio Camilli, chef del restaurante. Entre sus alumnos, había uno con cuatro juicios a sus espaldas por varias peleas. «Uno así si se pone a trabajar, se convierte en una máquina. Porque tiene una fuerza diferente. Pero tienes que canalizarla de manera correcta». ¿Cómo? «No hay ninguna receta. Algo sucede cuando se da una empatía. Ese chico, por ejemplo, llegó diciendo: “no voy a hacer nada, no me da la gana”. En lugar de tomármelo a pecho, le respondí: “Ok, quédate ahí quieto”. Se quedó descolocado, y se puso manos a la obra. Ya ha trabajado en varios locales importantes».

Tomarlos en serio, tal como son. Llamarlos por su nombre, para que saquen lo mejor de sí mismos. Davide Sanflippo, maestro panadero, sostiene que «a los chicos tienes que retarlos. Con demasiada frecuencia están demasiado protegidos y mimados... Si los mantienes bajo cubierta, sin enfrentarse a las olas, a los problemas, no crecen». «Aprender es uno de los actos más libres, es como amar», observa Cristiana. «No puedo obligarte a aprender. Sin embargo, puedo intentar que quieras hacerlo viendo a un maestro».

Si la libertad se pone en marcha, se produce un verdadero espectáculo. Hay decenas de ejemplos que se pueden contar. «De una escuela media nos enviaron hace tiempo a unos chavales implicados en casos de acoso escolar. Poco a poco, sus caras han ido cambiando». El punto de inflexión fue a raíz de la enésima nota por mala conducta. «“Profe, nadie escribe nada positivo sobre nosotros”. Y el profesor: “Tienes razón, a partir de hoy apuntamos cada día algo bonito que hagáis”. Desde entonces todo cambió». Como los aspirantes a camareros que, tras una complicada velada en la que habían atendido a unos huéspedes franceses, se fueron al chef diciendo: «¿Cuándo empezamos a estudiar idiomas?». Basta hablar con Katia, que estudió arte blanco (arte de la panificación, ndt.) y fabricación de chocolate, y que ahora trabaja en la Tienda de la Plaza, para saber que «lo más importante que he aprendido aquí es el amor por el trabajo». O con Giacomo, 19 años, futuro peluquero: «¿Qué me gusta de este lugar? Que te abre la mente».

Y construye, con el tiempo. Sin seguros de vida, con muchos fallos, pero construye. A veces, inesperadamente. «Hace tiempo vino a visitarnos Zaira, una joven marroquí», cuenta Cristiana. «Al acabar el curso, trabajó con nosotros. Llegó con un hijo recién nacido: “Quería que él también viera lo más bonito que he conocido en mi vida”». Historia similar a la que cuenta Darío: «Una mañana, veo aquí delante a una chica y pienso: la conozco... “¿Cómo estás? ¿Qué haces aquí?”, y ella: “bueno, he perdido mi trabajo, pero me dije: allí está la Plaza de los Oficios, voy a ir”. Mientras hablamos, llega otra: “Yo también he perdido mi trabajo”. Habían concertado una cita aquí. Ocho años después de haber acabado su formación». Se entiende mejor qué significa encontrar «un centro afectivo», haya Covid o no. «La verdad es que tiene razón Carras, nuestro amigo español: gana el que abraza más fuerte. Todo lo demás viene después».

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Gracias a este abrazo la escuela se convierte en una fábrica de descubrimientos también para los adultos, un «crecimiento mutuo», como dice Desi, la chef. «A veces, simplemente les miras a los ojos y te sacan su problema: tal vez una pequeña adicción, como me confesó un chaval hace media hora», añade Matilde Matteucci, profesora de lengua. «Sienten que les falta la tierra bajo los pies, pero buscan apoyo, te buscan. Y son profundos, tienen mucho que dar». En todos los sentidos. Por ejemplo, Zakia, que ganó un concurso y recibió como premio un cupón para una cena, «nos dijo: “no, yo siempre he tenido a alguien ayudándome. Quiero dárselo a quien lo necesita más», recuerda Mauro. El cupón se convirtió en pan para el Banco de Alimentos.
«Los amigos a menudo me preguntan: ¿Por qué trabajas con adolescentes?», comenta Cristiana. «Estar con ellos saca lo mejor de mí. Y si logramos construir algo bonito, eso se queda. Pienso en mi experiencia cuando fui al liceo y no me acuerdo de las asignaturas, sino de los hechos y las personas, por qué me ayudaron a crecer».
Es lo mismo que dice David, el profesor de italiano que tuvo que lidiar con las lágrimas de Dante y de Stefania. «En esa clase de cocina comencé un recorrido sobre el sentido de la vida: el amor, la muerte... ¿Qué estamos haciendo aquí? Esa es la pregunta más fuerte que tienen, especialmente ahora. Te hace sentir todo el peso y la belleza de mi oficio, la enseñanza». ¿Y cómo te enfrentas a ese tema? «Mirando a aquellos que me dan esperanza y dejándome educar yo mismo. Porque tienen la misma necesidad que yo: tener una certeza que sostenga la vida».