Don Luigi Giussani

Una presencia lo avala. No estamos hechos para la muerte

«Ningún discurso –por verdadero que sea– tiene la fuerza de atraer el centro del yo y sustraerlo de esa falta de significado». El Corriere della Sera publica un fragmento del prólogo al nuevo libro de Giussani, “A través de la compañía de los creyentes”
Julián Carrón

Hay palabras que de repente se llenan de significado. Provocados por una experiencia vivida, adquieren para nosotros una densidad sin igual. Ya no somos capaces de pronunciarlas sin sentir todo su espesor. Vibran en nosotros con una potencia antes desconocida. Pensemos en la palabra «miedo», que frente al Covid se ha impuesto ante la atención de todos como una amenaza que se cierne sobre nosotros o sobre nuestros seres queridos. ¿Y qué decir de otra palabra como «vacío»? Esta describe la percepción que mucha gente tiene de su propio yo, como si nada lograra llenarlo, por lo inconmensurable que es.

Sin embargo, en este tiempo tan vertiginoso, nos sorprendemos por cosas que hasta hace poco tiempo dábamos por descontado o creíamos imposibles. Por ejemplo, nos quedamos con la boca abierta cuando vemos vibrar la vida en una u otra persona, mientras alrededor todos se lamentan. Nos sorprende así ver brillar una positividad y una alegría en el rostro de un amigo, que inunda la vida entera con una intensidad única; nos invade una gratitud infinita por el hecho de que existan personas así, por ser tan afortunados por toparnos con ellas en nuestro camino. Ellas desmienten la opinión generalizada de que todo acabe en la nada y que no haya esperanza para el futuro.



Podemos ver a don Giussani siempre empeñado en tomar conciencia de la realidad, hasta llegar a identificar en la lucha entre el ser y la nada el desafío más decisivo con el que debe medirse el hombre contemporáneo. ¿Dónde se libra esta lucha? «El yo, nuestro yo, es la encrucijada entre el ser y la nada». En esta encrucijada, la vida emerge con toda su dramaticidad y ya no puede renunciar a afrontar una cuestión tan grave como «si la existencia física acaba en el polvo del tiempo que pasa y su paso no sirve más que para construir una tumba o una prisión donde nos asfixiamos –¡y entonces moriremos inútilmente!–, o si el tiempo está preñado de futuro».
Para Giussani, «ambas hipótesis son infinitas: la nada más absoluta, la nada más total –y como al menos el polvo es palpable, podemos decir: un desierto sin fin–, o bien la responsabilidad de lo eterno, frente a lo eterno». Se trata de dos hipótesis que asoman a nuestro horizonte en cada despertar. Queramos o no, «todas las mañanas nos vemos obligados a elegir entre un todo que acaba en la nada (…) y una vida que tiene un objetivo», entre morir «como» perros y vivir según la «medida de lo eterno».

La urgencia de estas preguntas es lo que nos constituye como seres razonables. Son de tal importancia que no dejan escapatoria. Estamos llamados a responder. Si nuestros gestos y palabras carecen de significado, de dignidad, consumimos nuestro tiempo para morir, nuestra acción está vacía. La Biblia considera esta manera de vivir sin significado como una especie de alianza con la muerte. Pero este planteamiento de vida no puede eliminar del todo un dato, una primera evidencia: no estamos hechos para la muerte. Lo podemos reconocer más fácilmente cuando no pensamos en nosotros ni en nuestro final, sino cuando perdemos a una persona realmente querida. Por el desgarro que sentimos ante su ausencia, en el momento de la pérdida nos damos cuenta plenamente de su valor, del bien que su presencia representaba para nosotros. Lo constatamos por el vacío insuperable que deja dentro de nosotros. ¿Pero qué puede desafiar a la muerte? Nuestros razonamientos, discusiones y rebeliones no logran menoscabar en lo más mínimo su dominio. Solo una vida desbordante puede batallar con la muerte de manera eficaz. Sobre todo en este momento, no bastan los argumentos lógicos, que ya no convencen a nadie, no son capaces de persuadir. Ningún discurso –por verdadero que sea– ni llamamiento moral –por justo que sea– tiene la fuerza de atraer el centro del yo y sustraerlo de esa falta de significado en la que es tan fácil caer, casi sin darse cuenta.

Al enviar a su Hijo, Dios introduce en el mundo el único método eficaz para desafiar a la nada. De hecho, solo una presencia desbordante de vida puede hacer frente a la nada, al vacío, al miedo. ¿Pero cómo reconocerla? «En realidad, solo podemos reconocer aquello que suscita en nosotros una correspondencia», decía el cardenal Ratzinger. Para don Giussani, se trata de la «documentación de una correspondencia sin parangón. Sucede un encuentro, el encuentro con alguien, con una presencia que corresponde a tu corazón», es decir, a la naturaleza constitutiva del ser humano, hecha de las exigencias de verdad, belleza, justicia, amor, felicidad.
Para don Giussani, es sencillo reconocerlo. «Si Jesús es Dios hecho hombre, nacido de las entrañas de una joven de quince o diecisiete años, si Jesús es Dios hecho hombre, debe ser necesariamente sencilla la manera en que el hombre, errante en medio de sus necesidades, lo pueda reconocer». Es ante todo mediante un acontecimiento como esta Presencia se hace encontrable, es decir, algo que puede interceptarse con los sentidos, que se puede ver, oír y tocar.