El puente entre Dinamarca y Suecia (Foto: Johannes Rubensson)

Suecia. El puente

La conexión con Dinamarca se cierra, los amigos quedan lejos, el trabajo cambia… Valentina, desde Malmö, cuenta qué la sostiene en su vida cotidiana. De Huellas de abril
Paola Ronconi

Solo son doce kilómetros, pero la pandemia enseña que hasta unos pocos centenares de metros pueden suponer una distancia insalvable. El puente supertecnológico –ocho kilómetros suspendidos, cuatro bajo el agua– que une Suecia con Dinamarca está cerrado desde octubre. Valentina Battistoni vive en Malmö desde 2016. Vino de Roma acompañando a su marido, trompetista, con dos hijos a cuestas (el tercero nació en tierras escandinavas). La comunidad de CL más cercana está en Estocolmo, a ocho horas en coche. O en Copenhague, al otro lado del puente… Antes de la pandemia, cruzaba el estrecho con su familia cada quince días para participar en la Escuela de comunidad. Estos italianos habían llevado algo de calor a las frías tierras suecas, invitaban periódicamente a este lado del puente a sus amigos daneses para tomar una buena pasta y una copa de vino. Lo nunca visto por estos lares. «Con estos amigos, como con los de Italia, no dejamos pasar ni una pregunta, herida o descubrimiento. La comunidad aquí es muy joven y no acepta frases hechas», cuenta Valentina. «Ahora igual, aunque por Zoom».

La lucha contra el virus es dura. Nada de visitas, misas ni mascarillas. Parece un contrasentido, pero «se confía en la inmunidad de rebaño. En Malmö las iglesias están cerradas desde octubre. En Estocolmo no y hay curas que celebran hasta quince misas al día. Como en todas partes, se echa muchísimo de menos el no poderse ver físicamente». Pero no cabe duda de que obliga a mirar lo esencial, lo que permite levantarse por las mañanas.
En Italia, Valentina daba clases de Historia del arte. Un trabajo que era como rezar continuamente, dice, «porque el objeto es la belleza y porque los chavales no te dan tregua. Siempre tienes que ser auténtica, transparente». Aquí también es lärare, profesora, pero para italianos que tienen derecho a conservar su lengua materna.

Ya antes de la pandemia, iba a un pequeño pueblo cercano para dar clase a dos niños albaneses procedentes de Italia. Uno es Marko, 12 años, desgarbado y cambiante, como sus coetáneos en todo el mundo. Responde con monosílabos, y a veces ni siquiera eso. «Un lunes no tenía deberes ni exámenes que estudiar… su profe no había avanzado mucho. Y él se echó a llorar. Decía que se sentía estúpido, que nada le hacía estar contento, que no conseguía que se fijaran en él. Me impresionó, podía alegrarse por no tener nada que hacer, pero no quería echarse a perder y pidió ayuda». Ella podría haberlo consolado, decirle que el año siguiente cambiaría de colegio y de profes... pero justo el día antes sus amigos de Copenhague habían comido en su casa después de muchos encuentros por Zoom. «Habíamos estado hablando del trabajo, jugando con los niños, y nos ayudamos a mirar en qué consiste decir “sí” a Cristo en lo cotidiano. Cuando estaba delante de Marko, pude decirle “sí” a Él. Le presenté “virtualmente” a algunos maestros, amigos profesores que habían grabado sus clases por YouTube, luego hicimos algo de matemáticas, hablamos de la Confirmación, de cómo habíamos llegado a Suecia… Le dije que ambos estábamos hechos para ser felices». Todavía sigue yendo a ayudarle porque «quiero encontrarme con sus ojos. Y con sus preguntas».



Con el Covid, se ven cada vez menos extranjeros y ella, para completar, empezó a trabajar en una tienda de productos alimentarios italianos. «Por fin un trabajo “automático”, me dije. De esos donde puedes desconectar, luego te vas a casa y cuando los niños duermen, te tumbas en el sofá». Pero la cosa dura poco porque sus compañeros, y también sus clientes, en definitiva el “tipo medio sueco”, cuando ella “desconecta” se dan cuenta y le preguntan: “¿Todo bien?”. Valentina empieza entonces a entender que esa manera de “no estar presente” no le conviene a nadie. La gente va a su tienda buscando un buen salami, tomates, pasta de verdad, y una cara agradable. Es decir, «quiere ver cómo se puede disfrutar de la vida, no solo porque en Italia se coma bien...».
Una mañana entra una señora. «Le costaba mover los brazos», así que le ayudó con la compra. Al cabo de un par de meses, la mujer volvió. Valentina estaba en el almacén y al verla, sale. «¿Puedo echarte una mano?», le pregunta. Los ojos de la mujer se dilatan: «¿Te acuerdas de mí?». La ayuda con los productos, prepara las bolsas para que no pesen demasiado y las carga en el coche. No se trata de gestos heroicos sino de una manera de estar que sorprende. «Ahora viene mucho. También compra para otras personas de su pueblecito, a las afueras de la ciudad. Pero cuando yo no estoy, presente, con todas mis preguntas y mi necesidad de ver a Jesús vivo, no me doy cuenta de lo que sucede». Como el cliente que pide que le manden un paquete a un pueblo del Círculo Polar Ártico y luego le manda una foto para darle las gracias por cómo estaban colocados los productos.

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«Estoy aprendiendo que no hay límite al hecho de que el otro es importante para mí», incluso en la fría patria de Ikea, donde el otro se retrae cuando intentas intercambiar un par de palabras con él en el supermercado. O donde al quinto «Hej», hola, que recibes después de saludar miles de veces, haces una fiesta. Es algo que también están aprendiendo sus hijos. Durante años, todas las mañanas hacen el mismo camino de casa a la guardería. Tommaso –tenía cuatro años cuando llegó a Suecia y una gran dificultad para hablar, incluso en italiano– siempre dice «Hej» a la peluquera cuando pasan delante de su negocio. Ella, que está dentro, no responde. Pero Valentina se da cuenta de que, cada vez que pasan, la mujer se acerca a la puerta. «Con calma, al cabo de tres meses, logró responder al saludo. Hasta que un día salió del negocio, abrazó a Tommaso y le dijo: “Te espero todas las mañanas”».