Voluntarios de One City Mission con los sintecho de Nueva York

Nueva York. «Algo para el corazón»

La experiencia de los voluntarios de One City Mission, que llevan compañía a los sintecho para que «toda la ciudad pueda experimentar esta humanidad». Una historia hecha publicada en Huellas de junio
Davide Perillo

La última vez salió solo. «Si vamos juntos y nos contagiamos, se acabó». Con los recipientes de aluminio con los fusilli en salsa que ha preparado en casa, como siempre. Y las bolsas para añadir también el pan, una botella de agua o un zumo. Y a rodar por los alrededores de Penn Station, a dos pasos del Garden, en el corazón de una Nueva York, que estas semanas se ha convertido en la capital global del coronavirus con doscientos muertos al día. La ciudad de las fosas comunes en Hart Island, porque ya no sabían dónde meter los féretros. Con 27.000 víctimas en todo el Estado desde que empezó la pandemia. Y una crisis que está haciendo saltar por los aires negocios, despachos, familias. Engrosando las filas de aquellos a los que Salvatore Snaiderbaur y los voluntarios de One City Mission (OCM) van a visitar casi a diario para llevarles comida y compañía, los sintecho.

Oficialmente son 69.000 en la ciudad, pero es una estimación a la baja, sobre todo en una situación que «siempre es difícil, pero ahora todavía más. No hay tiendas abiertas, ni bares ni baños… Un desastre. El otro día hablaba con uno que rebuscaba en la basura y me decía: “aunque pudiera comprar comida, ¿dónde voy?”». Desde Brooklyn, lo cuenta por teléfono Salvatore, al que todos llaman “Salvo”. Habla de Martha, de Eddie, de los amigos que conocimos hace tiempo cuando fuimos a visitar su obra antes de la cuarentena, con esa fórmula tan sencilla y desarmante: visitar por grupos lugares fijos en días fijos para llevar comida y ropa a los que no tienen. Pero sobre todo para verlos y estar con ellos. Parece nada, pero la vida cambia.



A sus 57 años, Salvo lo fue descubriendo poco a poco. Gracias a una historia personal que merecería un artículo aparte. Una historia de raíces italianas, plantadas en Palermo y crecidas en Milán, donde fue profundizando en su encuentro con el movimiento de CL hasta entregarle la vida entera (es memor Domini). Pero muy americana por cómo se fueron sucediendo sus capítulos, llenos de aventuras, giros imprevistos y altibajos: ganó el sorteo de la Tarjeta Verde que otorga el visado de residencia, se trasladó a Estados Unidos en 1997, luego volvió a Italia como mánager del Ismett (Instituto Mediterráneo de Trasplantes y Terapias Especializadas) de Palermo, y de nuevo a los EE.UU («en 2005, coincidiendo con la muerte de Giussani, con el tiempo justo para ir al funeral y marcharme justo después»). Llegó a Atchison, Kansas, al Benedictine College, donde dio clase de Business durante ocho años. La casa, los alumnos, el movimiento… «pero poco a poco me di cuenta de que me faltaba algo, quería hacer otra cosa».

Cuál era esa otra cosa es algo que empezó a entender de nuevo en Italia, casi por casualidad. Pasó el verano en Florencia con sus alumnos. «Allí simplemente me di cuenta de cuál era el camino. En Atchison su vida era la casa y el campus. Aquí, en cambio, todas las mañanas tenía que subirme a un autobús para ir a la ciudad. Y ahí me encontraba de todo: pobres, personas con discapacidad, voluntarios, exprostitutas con niños pequeños… Me ponía a hablar con ellos, me contaban. Se me abrió un mundo». Una ventana que se abrió aún más en Subiaco, donde se encontró delante de un retrato de san Francisco. El monje que le acompañaba le dijo: «Para el cristianismo era necesario un momento de paso, de Benedicto a Francisco. Más o menos igual que ahora». A Salvo, aquella frase se le quedó dentro. «Empecé a preguntarme: ¿qué quiere decir esto para la Iglesia, para el movimiento, para mí?».

De vuelta a América, empezó un trabajo sobre el carisma franciscano y conoció a los frailes del Bronx. En el verano de 2014 pasó un mes con ellos, en una casa de acogida. «Allí descubrí a los sintecho. Vivía con 35 de ellos, les hacía la comida, nos hicimos amigos. Les propuse la Escuela de comunidad, lo que yo soy. Fue un momento de redescubrimiento de nuestro carisma. Hasta entonces lo había vivido de cabeza para arriba, pero había un aspecto humano que había perdido con el tiempo y así lo recuperé».



Lo profundizó más adelante, gracias a dos encuentros que tuvo en un momento en que estaba sin trabajo y se había quedado, cuenta, «con 400 dólares, un pantalón y dos camisas». Sucedió fuera de una iglesia en Chinatown. «Había un sintecho sentado en el bordillo de la acera. No lograba ponerse los zapatos y pensé: si pasa un coche, lo mata. Me enterneció un poco: “¿necesitas ayuda?”. “Sí, no consigo levantarme”. Estaba borracho. Le puse los zapatos, le compré algo de comida. Estuve media hora con él y en esa media hora floreció. Empezó a contarme su vida, a hablarme de su mujer… Mientras, yo pensaba: esto es algo que nadie más puede hacer ahora. O le respondo yo, ¿o quién le acompaña?».

Aquel hombre se llamaba Alan. Es el único nombre que dejaremos intacto en este relato. «Porque la misión, de hecho, empezó ahí». Con él y con Santiago, al que conoció poco después «delante de la misma iglesia. Tirado en el suelo, no quería ayuda. Pensé que ya no quería seguir viviendo. Así que le dije: “Te comprendo, porque yo también me he quedado sin trabajo y no sé qué hacer…”. Me puse a contarle mis problemas». ¿Y él? «Cobró vida. “No te preocupes, ya verás cómo esta situación no dura siempre…”. Empezó a hacer conmigo lo que no me dejaba hacer con él. Entonces me dije: ok, creo que lo he entendido. Solo podía ayudarlo si yo también era pobre. Él hallaba esperanza en mí no por lo que yo le daba sino porque había empezado una relación. Todo lo que es OCM se resume en ese encuentro».

Lo demás llegó casi por sí solo, a pequeños pasos. Una donación inesperada, una herencia que llegó de la nada, algún amigo que se involucró. Lo necesario para entrar de puntillas en un mundo poblado de una humanidad desmesurada, casi tan grande como las heridas que te pueden dejar en la calle, que son muchas.

Salvo Sneiderbaur

«A grandes rasgos, los sintecho pueden ser de dos tipos», explica Salvo un poco reticente porque se nota enseguida que no le gusta clasificar: «Los temporales son personas en situación de necesidad por motivos económicos, como perder el trabajo o una enfermedad. Venirse abajo es facilísimo. Pero estos suelen estar en la calle uno o dos años y luego salen adelante». En cambio los crónicos son otra historia. «Hay una fractura en su vida, una enfermedad mental, la droga, el alcohol. Y la familia ya no les quiere, por vergüenza o porque es realmente imposible».

Hay otro rasgo común, y es algo que Salvo descubre continuamente. «En estas condiciones, lo humano renace en un encuentro. No por tus propios proyectos, porque quieres evangelizar… Lo único que tienes que hacer es estar disponible para estar con ellos, tal como son. Tienes que quererlos a ellos, no solo su bien. Luego está lo que tú tengas en la cabeza…». Le costó «cinco años de sudor y lágrimas entenderlo. Pero lo que más me ha ayudado ha sido hacerme pobre yo también». Y redescubrirse siempre pobre. «Mientras estamos hablando, delante de mí ha pasado uno, adelante y atrás. Ha agarrado una maleta, la ha movido, ha salido, ha vuelto a entrar… ¿qué estará buscando? Pero yo podría ser él. Yo vivo ese mismo desorden. En el fondo, lo vivimos todos».

Lo suyo es gratuidad pura. En todos sus encuentros, porque a veces se los encuentra siempre en el mismo sitio, a veces incluso le están esperando y se hacen amigos. Como C.J., que vive debajo de un cartel en la plaza que hay delante de la estación de ferris, en Staten Island, «y siempre, aparte de la comida, nos pide un bolígrafo y un cuaderno». Hay encuentros que duran media hora, como con Chantal, con la que se cruzó en la Quinta Avenida. «Yo iba chateando. Se me acercó y me dijo: “¿pero por qué la gente camina mirando el móvil? Nos hemos vuelto todos locos”». Se echó a reír, empezaron a hablar «y me contó su vida. Al despedirnos vio que iba a entrar en la iglesia y me dijo: gracias, y reza por mí». Pero los encuentros por la calle son así. «Empiezan de manera banal y acaban entrando en lo personal». O te impactan con una frase. Como la que le dijo Jong, tailandés, desde la choza de cartón que se había instalado junto a un desagüe, elevando su mirada desde una pila con la que alumbraba un libro. «Le pregunté si necesitaba algo y me dijo: “Nothing. Maybe something for the heart”». Tal vez algo para el corazón. «Eso es lo que buscan: sentirse queridos, que les traten con respeto», como nos contó Martha, que lleva en OCM desde el principio, una noche a finales de invierno mientras, con otros cuatro amigos, repartía sopa con guisantes de un perol apoyado en una mesa frente al albergue de la calle 28th. «Siempre querrías hacer más, pero Dios provee».



Eso de «hacer más» es una tentación habitual entre los que ayudan y en OCM la afrontan así: «Decidimos no alquilar un sitio para hacer la comida, no comprar una furgoneta para transportarla, no tener una estructura rígida», explica Salvo. «Se hace lo que se puede, con los medios disponibles. Seguir siendo pobres es un privilegio. Nos recuerda por qué estamos con ellos y que nosotros no somos quienes responden a su necesidad». Nunca les dan dinero porque «entonces te pones a otro nivel superior, te conviertes en alguien de quien reciben algo o que les mortifica». ¿Pero para ti qué es la pobreza? «Ante todo, darme cuenta de que sin la misericordia de Dios no existiría. No estaría hoy aquí». Esta conciencia también ayuda a no obsesionarse con las cifras. «¿Cuántos dejan la calle? Aún no conozco ninguna reinserción total. Mejoras, muchas. Y considerables».

¿Por ejemplo? John, «uno de los que me hice más amigo». Cuando lo conocieron tenía los pies sucísimos. «Me preocupaba mucho, no me dejaba dormir por las noches, pensando cómo era posible que alguien pudiera vivir tan sucio en Nueva York». Una noche fue a llevarle comida y vio sus manos aún más negras que de costumbre. «John, ¿qué ha pasado?, le pregunté. Me dijo: ¿por qué? Entonces empezó a mirarse las manos. Durante cinco minutos. “Están sucias”. No se había dado cuenta». Siguieron viéndose durante varias semanas, hasta que un día John le dijo: «Es la última vez que nos vemos. Mañana me voy a Las Vegas. Allí hace calor y yo aquí no puedo estar en invierno». Se enteró entonces de que el verano pasado había estado en California, y el anterior también… «¿Pero puedes pasarte así toda la vida?». Se quedó pensando, callado.
«No lo volví a ver. Luego me llamó unos días más tarde, yo pensaba que ya se había ido: “Hola, necesito que me escribas una carta de recomendación para que me den una casa”». Salvo fue a hablar con el asistente social y el proceso se puso en marcha. «Me refiero a este tipo de progreso. Uno que primero se da cuenta de que tiene las manos sucias. Y después, poco a poco, decide escucharte, deja de huir y pide ayuda… Ahora no sé dónde está, pero tiene nuestro número y si lo necesita puede llamarnos. No podemos pretender quitarles el peso de la historia que les ha llevado a vivir en la calle. No sería realista. Pero lo que deseo es que dentro de ese peso insoportable se abra paso una experiencia de esperanza».



Nada de pretensiones. Solo «una ganancia para uno mismo», como decía Alessandra, que se sumó hace poco al grupito que todos los jueves, en la pausa de la comida, lleva a los sintecho de Battery Park un plato de pasta que preparan en la sede americana de De Cecco, en Lower Manhattan. «Lo que ellos te dan es más de lo que das tú». El suyo es uno de los cuatro grupos que, en una época normal, salen en días fijos por Grand Central, en Brooklyn, o por los alrededores de la iglesia de San Francisco de Asís. Algunos son amigos de CL que hacen la caritativa con OCM. Pero hay muchos que no, y que están ahí simplemente por el boca a boca. Hay hasta un equipo del mundo de la moda: modelos, actores, fotógrafos. «Una amiga que vino el año pasado con su marido se quedó impactada. Hizo una fiesta y algunos de sus invitados se enteraron de que existíamos y quisieron involucrarse». Y es que esa es una de las características de esta obra, ya lo dice su nombre: One City, para todos. «Nunca hemos pensado en la misión como algo solo para los sintecho. Es para toda Nueva York. Ellos son los que más necesidad tienen y por eso empezamos por ahí, pero esta obra es para la ciudad entera, para que toda la ciudad pueda experimentar esta humanidad».

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Como Doni, que va una vez al mes con Raquel y Peter, que nunca faltan, más algún que otro amigo que se suma de vez en cuando. Lleva «pasta con ragú, así también comen carne». Unos treinta platos cada vez. «Cada encuentro es un milagro continuo». Un milagro que no se esperaba cuando Salvatore le habló de OCM hace dos años y medio. «Estábamos cenando con los amigos de la Fraternidad. Nos habló de esto y se conmovió. “¿Cómo puedo ayudarte?”, le pregunté. “Ven”. “No, yo no puedo…”». Pero fue. La primera vez sin llevar nada. «Empezamos a hacer la ronda. Todos se presentaban, te daban la mano, te preguntaban por lo que tenías. Y yo no tenía nada», continúa Doni, que aún se conmueve al contarlo. «Entonces uno dijo: ¿alguien tiene una bolsa de plástico? Y yo siempre llevo una en el bolso, es una costumbre que tengo. Y me piden justo eso, ¿te das cuenta? Pensé: pero si yo soy igual que esta bolsa vacía…». A partir de entonces nunca ha dejado de ir, llevando comida, ropa, calcetines. «Pero siempre llevo conmigo una bolsa vacía».