En la cocina de la casa familia "Tina Lesma" de Bresso

En cuarentena, sorprendiendo el ciento por uno

El virus llegó en Bresso hasta la casa familia “Tina Lesma”, con diez huéspedes entre 30 y 65 años con discapacidad mental no grave, «pero la prueba ha oscurecido el bien que estamos recibiendo»
Paola Bergamini

Hasta en dos ocasiones, L. intentó saltar por la ventana de su habitación hasta el bajo para no seguir en aislamiento. En su segundo intento, Luigi y Fabrizio decidieron quitar el picaporte. «Ahora casi nos da la risa cuando recordamos la escena de ella a horcajadas sobre el alféizar, pero fue un momento que desató dentro de nosotros una grave preocupación por nuestros chicos», cuenta Luigi Pellegrini, profesor de matemáticas. L. tiene 46 años, es sordomuda y una de esos “chicos” entre 30 y 65 años con discapacidad mental no grave que viven en la casa familia “Tina Lesma” de Bresso, en la provincia de Milán. «Algunos llevan con nosotros casi veinte años», explica Fabrizio Minissale que junto a Luigi y sus respectivas familias comparte esta experiencia de acogida. Nacida en 1999, esta comunidad familia forma parte de la cooperativa social Mirabilia Dei, fundada por Lorenzo Crosta, para familias que desean vivir su vocación matrimonial acogiendo a personas con diversas discapacidades.

En marzo, G., que ya supera los sesenta, cayó enfermo con fiebre alta. Llamaron a Filippo Ciantia, médico y prácticamente un padre para Christine Ayoo, la mujer de Luigi, que lo conoció en Uganda, donde él estaba de misión. «Tenéis que aislarlo, necesitáis mascarillas y guantes. Debéis reducir al mínimo vuestra exposición al virus», les advirtió. Desde ese momento, todos los días llama la ATS para informarse de la situación, les pide máxima prudencia, pero de momento prefieren no ingresarlo. «Sabíamos que todo podía degenerar de un momento a otro. Le medíamos la temperatura 5/6 veces al día, también por la noche», cuenta Angelica Minniti, esposa de Fabrizio. Entraron entonces en autoaislamiento. La situación se estabilizó, pero al cabo de una semana cayeron enfermos, sin síntomas graves, otras tres “chicas”. Empezó el puzle de habitaciones para dejar en aislamiento a las personas infectadas. El domingo, la cocinera llamó porque no se encontraba bien y Angelica también empezó a estar mal. Buena parte de las tareas de la casa cayeron sobre Ayoo. Todas las noches rezaban el rosario. «También lo hacíamos antes, es una de las reglas de la casa. Solo María podía sostenernos en esa situación. Ella y la Providencia», dice mientras enfoca con la cámara del iPad la imagen de la Virgen colgada en la sala. Al final de cada misterio, la invocación: «Jesús, cura a Maurizio», que desde hace quince años va todos los sábados a la caritativa y en ese momento estaba ingresado en el hospital por el virus. No olvidan a nadie.

La Providencia actuó, la cocinera regresó al cabo de dos días y Angelica también mejoró. La Providencia asumió el rostro de cuatro médicos que atendían a las familias y que los llamaban a diario. Uno de ellos se presentó un sábado con una olla de ragú y una tarta salada. «Estamos rodeados por una compañía increíble. Pienso en Francesca, Giancarlo y otros profesores con los que comparto la experiencia de los bachilleres. En Leo, Massimo y Franco de la comunidad de CL en Bresso, que siempre han estado cerca. Les confío todas mis preocupaciones. Su amistad le consuela incluso con una sola frase: «rezamos por vosotros», como dice Luigi. Veinte personas entre 6 y 65 años compartiendo los mismos espacios. «Ha sido una gracia para nosotros. En el sentido de que nunca hemos sufrido el aislamiento. Nos hemos acompañando cada uno inventando algo», cuenta Fabrizio. Torneos de ping pong, ballets improvisados por sus hijos en colaboración con los “chicos”. «Pero también es un tiempo de reflexión», continúa Angelica. «La prueba, la fatiga de estos días no han oscurecido el bien que recibo de esta experiencia. Más aún, me testimonian el ciento por uno». «Para mí se hace aún más claro, casi paradójicamente, que esta es mi gente. Mi vocación», añade Luigi.



Normalmente, los “chicos” van al centro socio-educativo gestionado por Fabrizio y Angelica, donde celebran varias actividades. Ahora ya no es posible, como tampoco pueden volver a casa de sus familias los fines de semana. Por su situación psiquiátrica, no tienen plena conciencia de lo que es esta pandemia. L. siente con mucha fuerza la falta de contacto físico porque un abrazo, un beso, es su manera de comunicarse. Todos los días alguno pregunta: «¿Mañana voy a casa?». «Pero nunca con exasperación», explica Fabrizio. «Miran cómo nos movemos nosotros y eso les pacifica. Para entendernos, ninguno se ha vuelto loco. Hasta L., a la que intentamos consolar como podemos, nos sigue a su manera. Para nosotros el primer milagro es que estamos todos, y el segundo es poder vivir bien esta situación. No es para nada obvio».

A principios de abril, P., síndrome de Down de 55 años, cayó enfermo. Le bajó el nivel de saturación y tuvieron que llamar al número de emergencias. Por seguridad, nadie podía acompañarlo en la ambulancia. El resultado de la prueba salió positivo, pero podía volver a casa, así que Fabrizio fue a buscarlo. En el coche, P. le dijo: «¡Estaba muerto de miedo! ¡No estabais ninguno!».

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Las tareas de casa, las clases a distancia, los juegos, la oración llenan la jornada. «Pero está siendo la ocasión de pararse y mirar al otro», dice Ayoo. «Mi marido, mis hijos, los “chicos”, todos. Volver a mirarlos por el valor que tienen». Cada día los que quieren pueden unirse a la misa por streaming. A Fabrizio le pesaba mucho no poder recibir físicamente la comunión. Hasta que «me di cuenta de que limpiando los baños, esterilizando las cosas, recogiendo las habitaciones, podía encontrar a Cristo. Allí estaba su Cuerpo».
M. tiene un retraso mental grave, cuando enfermó hubo que ingresarlo en el hospital porque se negaba a comer, beber y tomar las medicinas. En cada misterio del Rosario, se añade siempre la oración: «Jesús, acompaña a M.».