Livio Lodigiani

De regreso a Italia, desde Almaty

Ha pasado 23 años en Kazajistán como misionero. Ahora vuelve a su Cremona y repasa todo lo que ha vivido. Los amigos, los encuentros, las obras. Sin lamentaciones, deseoso de descubrir qué hay reservado para él en este camino
Maria Acqua Simi

Después de 23 años de misión en Kazajistán, Livio Lodigiani ha regresado definitivamente a Italia. En él no se perciben lamentos ni tristezas, solo unas ganas inmensas de descubrir qué le tendrá reservado ahora, a sus casi setenta años, el buen Dios.

Todo empezó una noche de hace 26 años, cuando un grupito de sacerdotes –muy amigos– se juntó en Milán. Era una costumbre entre ellos tener un momento de libre confrontación, sin alharacas. Procedían de varias diócesis y parroquias repartidas por la Lombardía para comer juntos y “contarse la vida”. Pero esa vez se trataba de escuchar, pues habían invitado a cenar al arzobispo polaco Pawel Lenga, que estaba en Kazajistán, un país de fuerte presencia musulmana y semidesconocido, al que le estaba costando mucho salir de su larguísimo influjo soviético. Monseñor Lenga viajó a Italia para pedir a los obispos que enviaran algún sacerdote fidei donum a Asia, donde el derrumbe de la Unión Soviética lo había dejado todo lleno de escombros, con una humanidad entera por reconstruir. ¿Qué podían hacer más que testimoniar el Evangelio también allí? Entre los presentes estaba Livio Lodigiani. «Escuché en silencio a aquel obispo que nos contaba su vida y misión en Kazajistán y que decía explícitamente que necesitaba ayuda. Para mí fue como un relámpago. Nunca había excluido la posibilidad de la misión como sacerdote, pero nunca había sido ninguna obsesión. En cambio, aquella noche todos los presentes nos sentimos llamados. Así que ofrecí mi disponibilidad. Estaba tan seguro de la compañía que tenía a mi lado que habría podido ir al fin del mundo. En los días siguientes, cada uno de nosotros tuvo que hacer cuentas con su situación familiar, su salud, su obispo, pues todos éramos sacerdotes diocesanos. Al final fuimos seis los que partimos de misión».

Don Livio con sus amigos de Almaty

Al cabo de tres o cuatro años volaron a Kazajistán Edo Canetta, Massimo Ungari, Eugenio Nembrini, Adelio Dell’Oro, Giuseppe Venturini y Livio. El primer “aterrizaje” tuvo lugar en Karagandá, una ciudad muy fría fundada a principios del siglo XX por los presos de los gulag soviéticos.

«Unos meses después, tras una invitación explícita del nuncio apostólico, Massimo y yo nos trasladamos a la antigua capital, Almaty, para apoyar a una parroquia de franciscanos. Encontramos un pequeño apartamento junto a la iglesia, donde decíamos misa todas las mañanas, y luego empezamos a dar clase de italiano en las universidades. En aquella época había un “hambre” inmensa de aprender italiano entre los jóvenes kazajos. No entendíamos por qué les gustaba tanto, pero todos nos decían que les llamaba mucho la atención la cultura, la historia, la belleza, el canto y el arte de nuestro país. Eran los años siguientes al derrumbe soviético, faltaba dinero para comprar pan, para pagar el autobús, cerraban las fábricas y quemaban los marcos de puertas y ventanas para hacer fuego porque el carbón era demasiado caro… pero a esta gente tan pobre le fascinaba la belleza».

En la universidad de Almaty, estos dos sacerdotes empezaron a conocer a los estudiantes, a estar con ellos. Tomó forma un pequeño núcleo de amigos, a los que se sumaron algunos jóvenes que habían conocido en Karagandá a Edo y Eugenio, y que iban a la capital buscando trabajo. Talgar, Issyk, Janashar, Basargheldy, Turghen… Son los nombres de algunos pueblos y ciudades que configuraban sus dos parroquias. «La mayoría eran kazajos y musulmanes, también había rusos ortodoxos y, en menos proporción, alemanes, polacos, ucranianos, coreanos y de otras muchas nacionalidades. Muchos de ellos eran “hijos o nietos de las deportaciones” soviéticas, descendientes de gente que había sufrido increíbles vejaciones y sufrimientos y que ahora, igual que entonces, afrontaba con dignidad la fatiga del vivir».

Durante una misa

Livio daba clase de italiano, Massimo pronto empezó a trabajar en la nunciatura y la amistad con el nuncio se convirtió en un gran punto de apoyo para ellos. «Cuando trasladaron la capital de Almaty a Astaná, él nos pidió que abriéramos otra casa. Nadie entonces habría apostado un céntimo por Astaná “capital”, se pensaba que era un lugar pobre e inadecuado, pero él intuyó que no podía faltar una presencia y una amistad cristiana tampoco allí. La relación con él fue fundamental, una gran ayuda, una amistad en la obediencia».

En Almaty, mientras tanto, se multiplicaban los encuentros con una enorme sencillez, sin ningún “programa de proselitismo”, proyecto ni cálculo. «Aparte de las clases, organizábamos partidos de baloncesto y voleibol una vez a la semana con los chavales. Dentro de esta normalidad, no sé cómo ni por qué, pero sin duda sin haberlo programado, los jóvenes se empezaron a pegar a nosotros. Invitaban a sus amigos o aparecía alguno preguntando: “¿Puedo entrar en vuestra compañía?”. Estaban llenos de preguntas, deseosos de aprender. Nosotros sencillamente éramos nosotros mismos: italianos, irónicos, amigos entre nosotros. Una vez, una amiga kazaja que ahora vive en Italia nos dijo: “Parecéis todos un poco locos pero vivís una unidad que me gusta. Vosotros decís que tiene que ver con Jesucristo, del que no me importa nada porque soy atea, pero si decís que sois así porque habéis conocido a Cristo, entonces sí me interesa conocerle”».

La compañía fue creciendo, pero la petición del nuncio esperaba respuesta, así que los sacerdotes decidieron aceptar. Eran los primeros años dos mil. Eugenio y Massimo a Almaty, a Karagandá Adelio (hoy obispo de la ciudad) y Giuseppe Venturini, a Astaná Livio y Edo. A pesar de unas distancias considerables, con miles de kilómetros entre una ciudad y otra, los seis amigos no se perdían de vista. Una vez al mes –«no hay hielo que valga»– trataban de juntarse para cenar, contarse las grandes cosas que les pasaban y ayudarse económicamente. De hecho, Almaty es una ciudad más rica que Karagandá y no era raro tener que enviar lámparas, radiadores y otros bienes de primera necesidad.

«Nos apoyábamos mutuamente recordándonos las razones de nuestra presencia en esa tierra lejana. De hecho, los jóvenes nos desafiaban: “Nosotros soñando con ir a Italia y vosotros venís a nuestro país, que está hecho una pena. ¿Por qué?”. Esta pregunta no nos dejaba tranquilos, despertaba en nosotros el deseo de entender a qué estábamos llamados día tras día en aquel lugar. Debo decir que, cuando había frío de verdad o en los momentos de dificultad, nosotros también nos hacíamos esa pregunta. Era evidente que en comparación con la necesidad que había, éramos como hormigas. Pero ahí estábamos. Empecé a intuir –algo que también se esbozaba como respuesta– que en Italia había vivido una compañía cristiana y una vida tan intensa y bella que cuando tuve la posibilidad de compartirla con otros dije sin pensármelo dos veces: “Yo voy”».

Luego las cosas fueron madurando. Algunos jóvenes empezaron a pedir el bautismo, los sacramentos e incluso a veces el matrimonio. «Nunca les habíamos hablado explícitamente de estas cosas. Aparte del estudio y el juego, les invitábamos a la Escuela de comunidad y, los que querían, a la misa. Eso era todo. Lo más grande fue ver el camino de esta gente, en la que se despertaba un deseo radical y definitivo. No era fruto de una estrategia. Todo sucedió porque lo hacía suceder el Señor y porque ellos decían sí. Recuerdo una frase de don Giussani sobre los primeros kazajos que le conocieron en el Sacro Cuore: “Estos tienen el sentido religioso en estado puro”. Le bastó estar unas horas con ellos para intuir la frescura de vida que portaban». ¿Los frutos? Ahora, cuando llegan las vacaciones de verano del movimiento en Kazajistán, son un centenar los que se juntan en Almaty.

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Hace unas semanas, Livio regresó a Italia, a su Cremona. En Almaty ya no hay ningún sacerdote del movimiento. «Hay una pregunta que, al venir, me atormentaba, respecto a toda la gente que he conocido allí estos años. “Y ahora, ¿quién les acompañará?, ¿qué será de ellos?”. Pensaba especialmente en un niño huérfano de nueve años, Nikita, al que conocí en la casa de las hermanas de la Madre Teresa. No hablaba, solo hacía el ruido de los animales. Pero en misa montaba un gran estruendo, así que un día le dije: “¿Me ayudas como monaguillo?”. Fue el mejor monaguillo que he tenido nunca. De ahí nació una amistad, empezó a ir al centro (un lugar de apoyo para chavales con discapacidad o dificultades, fundado por los misioneros del movimiento, ndr) y poco a poco a hablar. ¡Un verdadero milagro! Al partir, pensaba en él y en el grupo de amigos con que comía una vez a la semana. Una historia increíble… Nos hemos hecho amigos colaborando con el centro. Parecía casi un chiste: un cura italiano, un cocinero francés, una chica kazaja, un americano… Nos santiguábamos antes de comer, esos almuerzos nunca eran banales. Eran un lugar donde plantear preguntas, donde encontrarse con el deseo de entender mejor la experiencia cristiana que estábamos viviendo. Al partir, me preguntaba qué sería de ellos, pero luego me decía: “No seas estúpido, Livio. Tú no les has cambiado, tú has sido un instrumento. Si el Señor les ha llevado hasta aquí, les llevará adelante”. Esta compañía nació de Él. Pertenecen al Señor y lo que he visto no es el desarrollo de mi proyecto sino el camino en el que Otro nos ha puesto juntos. Vuelvo a Cremona feliz, sin lamentaciones. El viernes pasado estuve en la “cena de los agricultores”, que hacen aquí una vez a la semana. Justo igual que los almuerzos con mis amigos kazajos. Fue impresionante porque vi exactamente lo mismo: una vida. El Señor me ha hecho ver qué es lo que da una continuidad a la vida: la gratuidad que pasa por lo cotidiano. Por eso pido ojos para ver y un corazón disponible para acoger».