Éric-Emmanuel Schmitt (Amireh Afif/Libreria Editrice Vaticana)

Schmitt. «Veo la fe en una sociedad sin fe»

Una peregrinación a Jerusalén se ha convertido en «experiencia de encarnación» para Eric-Emmanuel Schmitt. Su libro es todo un éxito porque «para el hombre de hoy solo existe este camino: un testimonio sincero» (de "Huellas" de octubre)
Alessandro Banfi

En Francia Eric-Emmanuel Schmitt ya ha ganado su apuesta. Que podría resumirse en una pregunta: ¿puede un gran escritor, dramaturgo, guionista de películas de éxito, miembro del jurado del Premio Goncourt, escribir el diario de un peregrino en Tierra Santa? Y sobre todo, más que escribir, ¿vivir la experiencia de un peregrino, mezclarse con las comitivas que visitan los santos lugares y participar de ello? La Francia volteriana de la laicité ha sido conquistada. Porque ha vendido un considerable número de copias, pero también porque no se han oído grandes críticas. Para empezar, él bromea y atribuye todo el mérito al papa Francisco, que con una carta al final del libro ha querido mostrar su apoyo a esta obra. Pero luego Schmitt dice algo sobre la curiosidad del hombre actual, en una “sociedad sin Cristo” –citando la expresión del francés Charles Péguy–, por una fe auténtica. Porque apostar por Jerusalén es apostar por la fe y por la persona de Jesucristo, pero más aún es apostar por la empatía humana, es un acto de sinceridad con uno mismo y de confianza con la humanidad de los otros.

La última vez que nos vimos, usted acababa de salir de una visita privada con el Papa, un momento fundamental con el que culminaba un viaje a Tierra Santa lleno de emociones. Primero fue el viaje y luego su encuentro con Bergoglio, pero quiero empezar por lo que ha escrito Francisco comentando su diario. «Tierra Santa nos ofrece este gran don: tocar literalmente con nuestras manos que el cristianismo no es una teoría ni una ideología, sino la experiencia de un hecho histórico».
Es una frase impresionante porque eso es exactamente lo que yo he experimentado y vivido. Diría que mi fe ha bajado de mi intelecto a mi corazón para luego volver a subir a mi intelecto. Lo que este viaje me ha permitido es una verdadera experiencia de encarnación. Una experiencia que me ha conmocionado profundamente. Me ha cambiado, modificado, aumentado. Ahora mi vida espiritual atraviesa mi cuerpo tanto como mi intelecto porque lo que viví en el Santo Sepulcro es una experiencia física, es sentir a través de los sentidos una presencia. La presencia. La paradoja del cristianismo es que es tanto histórico como trans-histórico, tan factual como trascendental. Es una religión que comienza en un momento del tiempo y en un lugar específico de la tierra, en Galilea y Judea.

El papa Francisco habla también del testimonio del acontecimiento cristiano, en contraposición al proselitismo. Antes bromeaba usted sobre el éxito de su libro, pero me llama la atención cómo se ha implicado personalmente en un testimonio público del cristianismo.
Creo que para el hombre de hoy solo existe este camino: un testimonio subjetivo y sincero que les pueda llegar a tocar. Los discursos que caen del cielo, que proceden de la universidad o que salen de un curso de teología o de un tratado escolástico ya no tocan a nadie. Creo que solo una palabra singular, sincera, auténtica, ligada a una experiencia, puede tocar a la gente.

Hay otros dos libros magníficos que ha escrito y que narran su relación con la fe cristiana. El primero, La noche de fuego, remite a Blaise Pascal en su título y es la historia de su conversión en el desierto del Sáhara cuando tenía 28 años. El segundo es El evangelio según Pilatos, una relectura de la vida de Jesucristo desde el punto de vista del gobernador romano que “se lavó las manos”.
La experiencia que cuento en La noche de fuego no es todavía cristiana. Es mística, pero no cristiana. Se podría decir que es el descubrimiento del infinito, de lo absoluto, de Dios. Pero es una experiencia que llega como un último paso en la observación de la realidad. Es una experiencia que narran sobre todo poetas y poetisas de todas las nacionalidades y credos. He visto testimonios de este tipo de sentimientos por todas partes. A veces no como presencia del misterio, sino como nostalgia, como un horizonte adecuado, como la última frontera del sentir humano. El segundo libro que cita es el descubrimiento de Jesucristo a través de los evangelios. Leyéndolos en mi casa me encontré allí con la historia más interesante de todas, la encarnación.

«El atractivo de Jesucristo», como decía Luigi Giussani… pero para usted, ¿ha sido un hecho intelectual o afectivo?
Ambos. Corazón y cerebro. Leer los evangelios supone el impacto con una persona, donde el infinito que vislumbré en el desierto se convertía en amor. En la experiencia de La noche de fuego no había afecto, sino más bien vértigo frente al misterio. Claro que también había misterio aquí, pero en ese amor yo me encontraba en casa. Sin embargo, en los evangelios me perturbaba el tema de la muerte y la resurrección. Para quien haya leído el libro, de ahí nació esa identificación con Pilatos, con sus dudas, con su necesidad desesperada de encontrar una explicación racional. Pero luego, como gran realista romano, Pilatos se da cuenta de que todas las hipótesis que él formula no bastan. Cuando un escritor se adentra realmente en su intimidad, en su alma, se encuentra con la intimidad y el alma de los demás. Así fue ese profundo diálogo con Pilatos.

Este viaje lo ha cambiado todo…
Sí, ha habido muchos acontecimientos importantes. Lo que más me marcó fue lo que pasó en el agujero de la Cruz en el Santo Sepulcro. Como cuento en el libro, ese día estaba cansado y molesto por tanta gente, tantas filas, tanta fatiga. Pero luego empecé a percibir con mis sentidos el calor, el olor, el sufrimiento de la persona de Jesucristo. Su presencia física. Mi fe salvaje, incierta y solitaria sufrió un cambio radical. Hoy puedo decir que fue una tercera etapa fundamental en mi camino.

A propósito de camino, llama la atención en su relato la dimensión comunitaria. Hablando de los peregrinos franceses que compartieron con usted este viaje, dice: «Aprendí a rezar». ¿Cómo fue?
Se aprende haciendo. A rezar también. Se aprende rezando. Al principio me aterrorizaban e incluso me molestaban tantas oraciones y celebraciones, tres misas al día… Pero luego me fui adentrando en esos ritos y palabras. Al principio, cuando rezaba, tenía un montón de preguntas, pero después cada vez valoraba más estar sencillamente delante del misterio. Sin más, en silencio.

Describe Jerusalén como la ciudad de Dios y de los hombres, la capital mundial de las tres religiones, donde la ciudad espiritual se mezcla con la material. Pero durante el Via Crucis con los peregrinos pasa por un momento de rabia contra la ostentosa indiferencia de una mujer…
La indiferencia, dice Marcel Proust, es un acto de violencia. En ese Via Crucis se repetía la indiferencia y el escarnio que el proprio Jesucristo sufrió en aquel camino de dolor. Pero en la Explanada de las Mezquitas o en el Muro de las Lamentaciones tuve una experiencia muy distinta. La de sentirnos “fratelli tutti”.

Dice que el verdadero desafío de Jerusalén, que evoca en el título, consiste en reunir a los fieles de las tres religiones en un “agnosticismo” común. Pero los creyentes no son unos cretinos… Nosotros partimos de la idea de que la fe es razonable.
Comprendo lo que quiere decir. Creer es poner en juego la propia libertad. Es la apuesta pascaliana, que va más allá del uso racionalista de la razón. En este caso los creyentes son agnósticos, todos los creyentes de verdad lo son. Me divierte declararme agnóstico cristiano. Si usted me pregunta si Dios existe, yo respondo: no sé si existe, pero lo creo. Creer es mantener siempre vivo el sentido del misterio. Siempre me ha parecido peligroso alguien que dice: «Yo sé que Dios existe». Esa pretensión de saber puede suponer un intento de posesión, de dominio, una pretensión.

En las primeras páginas de Introducción al cristianismo, Joseph Ratzinger dice que las dudas son del creyente, pero también del ateo. «Tanto el creyente como el no creyente participan, cada uno a su modo, en la duda y en la fe, siempre y cuando no se oculten a sí mismos y a la verdad de su ser. Nadie puede sustraerse totalmente a la duda o a la fe». Su insistencia en el agnosticismo puede ser interesante para juzgar el dominio negativo de la gnosis en el mundo contemporáneo, incluso entre los creyentes.
Esa cita de Ratzinger me ha traído a la memoria mi obra teatral El visitante, donde imagino que al mismísimo Sigmund Freud le asaltan dudas sobre la existencia de Dios. La gnosis es el verdadero problema contemporáneo. Es el pensamiento dominante y afecta de manera transversal a las religiones y a las ideologías. Repito: el que dice saber amenaza nuestra libertad y en último término nuestra relación con el infinito. Y esto vale para todos: creyentes de cualquier religión, no creyentes, ateos, indiferentes…

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Hay un aspecto de su sensibilidad que me llama mucho la atención. Llega a decir en más de una ocasión que la verificación de la fe llega a través de una mayor conciencia existencial del proprio yo…
Creer me hace más fuerte, más seguro de mi humanidad, más consciente de mi destino. Como escritor, ha ido creciendo mi conciencia de que somos instrumentos, vehículos, medios. De joven piensas que eres tú el que crea, cuando creces te das cuenta de que observas lo que sucede y de viejo comprendes que solo se trata de obedecer a la realidad. Al final de este diario de viaje escribo algunas líneas a modo de conclusión y hago una declaración que tal vez puede servir para responder a su pregunta: «Sigo sin entender el misterio igual que antes, pero lo percibo intensamente. Mi fe se ha convertido en una aceptación de la realidad».