Padre Pier Luigi Maccalli

Maccalli. Las cadenas, el desierto y la libertad

Secuestrado durante más de dos años por terroristas islámicos, el padre Pier Luigi Maccalli, misionero en África, cuenta el diálogo con sus carceleros. Y con Dios (de Huellas de marzo)
Anna Leonardi

Durante dos años no pudo hacer absolutamente nada. La noche del 17 de septiembre de 2018, cuando una banda de muyahidines lo secuestró en su casa, en el pequeño poblado de Bomoanga en Níger, llevándoselo en pijama y zapatillas, el padre Pier Luigi Maccalli perdió la libertad y todo lo demás. Con los ojos vendados y esposado, lo trasladaron durante tres días en moto y piragua hasta llegar a su primer destino, un refugio en la sabana de Burkina Faso. Allí, tirado sobre una estera y encadenado a un árbol por los tobillos, rompió a llorar con un sinfín de porqués. «¿Por qué me hacen esto? Señor, ¿por qué me has abandonado?». El padre Gigi es originario de Crema (Italia), tiene ahora 59 años y lleva más de veinte como misionero de la SMA (Sociedad Misionera Africana). «Aquellas lágrimas y aquellas preguntas fueron desde el principio mi gran compañía. Era la lluvia que durante el tiempo de mi prisión irrigaba mi desierto».

Después de los primeros días, en los que se fue debilitando la esperanza de que se tratara de un secuestro relámpago, su cautiverio se fue convirtiendo en un nomadismo perpetuo. Pasó por varios grupos distintos, llegando hasta la frontera entre Mali y Argelia, en el desierto del Sáhara, abrasador por el día y gélido por la noche. Comía y dormía entre serpientes, topos y cucarachas. Como ya no podía celebrar la misa, se aferró a los salmos y a la oración del rosario. Encontró unos fósiles con los que iba contando los misterios y dos palos que juntaba en cruz cuando nadie lo veía. La oración era el espacio que le hacía libre. Allí, como un moderno Job, empezó a interrogar a Dios.

¿Qué han supuesto esos dos años para su vida y para su fe?
Esos dos años fueron más fecundos que los veinte que pasé en África. Sé que es paradójico porque no podía hacer nada, me volví inútil. Y sentía mucha rabia por el valioso tiempo que me habían quitado. En Bomoanga había colaborado en la construcción de pozos, de una escuela y de un centro de nutrición. También daba catequesis y misa dominical para la pequeña comunidad. Pero separarme de todo me cambió profundamente. Tuve que dejar el timón de la misión a Dios, aceptar ese cambio de programa y dejar que todas las preguntas que ya creía haber resuelto volvieran a sacudirme. Para poder encontrarme de nuevo con Dios.

En su libro Cadenas de libertad dice que gritó a Dios y recibió su silencio.
No amanecía un día sin que yo empezara pidiéndole ayuda. Le decía: «Habla Señor, que tu siervo escucha». Pero yo lo esperaba en forma de liberación y él tardaba. Recordé que Simone Weil dice que en la desgracia percibimos a Dios como ausente. Pero me daba cuenta de que su ausencia era cada vez más una presencia, porque en aquel silencio se profundizaba mi diálogo con Él. Este fue el primer signo de que no me estaba abandonando. Estaba. Y estaba tan desarmado como yo. Dios no se impone, no viene a poner las cosas en orden. Sabía que lo vería pero, como Moisés, lo vería de espaldas.

¿Qué quiere decir?
Dios se hace presente como novedad. No puedes condicionarlo. Si le pones condiciones, ya no es Dios porque deja de ser novedoso. Nosotros no lo vemos porque le seguimos buscando según todas nuestras imágenes, con categorías viejas. Durante el secuestro puse mis pensamientos y mis ojos en Jesús clavado en la cruz por amor a los hombres gritando: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». En el silencio de Dios, cuando ya no tienes nada, puedes aprender a amar como Él. Gratuitamente.



¿Qué pasó en la relación con sus carceleros? Para ellos, usted era un kafir, un no creyente destinado al infierno. Por eso le insultaban y se burlaban, pero nunca sufrió malos tratos físicos.
Eran chavales jóvenes, “presos” de la ignorancia y de la ideología. Nunca sentí rencor, pero sí mucha amargura. Me llamaban shebani, que significa “viejo”, pero no con el respeto ni el afecto típicos de la cultura africana. Pero veía que en ellos asomaba también algo más. Tenían curiosidad y deseo, me preguntaban por Italia y también por cómo eran “mi” Dios y el paraíso. Una noche, uno de ellos, Habdel Haq, convenció a su “socio” para que me desatara los tobillos y desde entonces surgió entre nosotros una relación casi de complicidad. Cuando estuvo con dolor de muelas vino a preguntarme e intenté calmarle el dolor con dentífrico de menta, gracias a Dios funcionó. Cada noche, cuando el dolor volvía a atormentarlo, me despertaba pidiéndome aquel dentífrico “mágico”. Así que Bachir también vino a buscar remedio para su sinusitis, que curamos con inhalaciones de jengibre. Más tarde se acercó también el más joven del grupo con el rostro plagado de acné. Le regalé mi pastilla de jabón y le dije que la usara tres veces al día. Y tampoco le fue mal. Pero lo que más me conmovió fue lo que pasó con Abdel Nur. Después de un comienzo nada prometedor, me pidió que le enseñara francés. Todas las tardes llegaba puntualmente hasta mi estera con un cuaderno y un bolígrafo. Como agradecimiento, me regaló su mochila para que durante los desplazamientos pudiera llevar mis cosas fácilmente. Son gestos que expresan la humanidad que hay en el otro.

Dice que «Dios no pide milagros, pero nos pide ser plenamente humanos». ¿A qué se refiere?
Durante la misión en Níger ya tenía claro que no estamos llamados a hacer grandes obras, sino a encontrarnos con la necesidad de los hombres. A entregar esos “cinco panes y dos peces” para compartir el deseo de vivir que tiene la otra persona. No creo que Dios tenga proyectos específicos para cada uno de nosotros, su proyecto es nuestra humanidad, que solo encuentra su realización plena en el encuentro con Cristo. Siendo rehén, nunca quise perder esta mirada, todo tendía para mí al florecimiento de la vida. La mía y la de mis carceleros. Porque, como decía el teólogo François Varillon, «lo que el hombre humaniza, Dios lo diviniza».

En los últimos meses del secuestro le dieron una radio.
Fue una de las muchas maneras en las que Dios se hizo presente. Era Pentecostés, hacía 21 meses que no celebraba la misa. Pude sintonizar la frecuencia de Radio Vaticana y de pronto me encontré con los cantos litúrgicos de la misa en San Pedro. Agudicé el oído para no perderme nada del evangelio ni de la homilía del Papa. Me sentí renacer, como alguien sediento que por fin encuentra agua. Gracias a aquella radio pude volver a conectar con el mundo. Así me enteré de la pandemia. Y de muchos otros secuestros que había. La radio fue un regalo de Abu Naser, el jefe de la banda.

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¿Cómo fue la relación con él?
Hubo momentos de tensión. Como cuando Luca intentó fugarse (Luca Tacchetto fue secuestrado unos meses después que el padre Maccalli junto a otro italiano, Nicola Chiacchio, ndr). Entonces volvió a encadenarme y empezó a mirarme con sospecha porque creía que yo era cómplice. Vino muchas veces a hablar conmigo, intentando convencerme de que me convirtiera al islam. Fue él quien me trajo el Corán, que leí hasta dos veces para poder hablar con él seriamente. La mañana del 6 de octubre de 2020, el día de mi liberación, me impactó cuando me obligó a tirar la taza que tenía en las manos. Había mucha agitación. Pero cuando ya íbamos en la camioneta, poco antes de que me entregaran a los militares, me pidió perdón por el gesto que había tenido esa mañana. Me ofreció unos dátiles con galletas, que acepté agradecido. Luego tomé aire y, buscando su mirada, le dije: «Abu Naser, hay algo que quiero decirte. Que Dios nos conceda comprender algún día que todos somos hermanos». Se sobresaltó y levantó las manos del volante diciendo: «No, no. Para mí, solo es hermano el que es musulmán». Me quedé en silencio ante aquel último muro.

¿Ha podido perdonar?
Antes de irme, le tendí la mano a Abu Naser y él me la estrechó. En mi corazón he perdonado a todos y estoy en paz. Es algo que vi que debía hacer cuanto antes para no deshumanizarme. No quería permitirles que me redujeran a ser como ellos, nunca los traté mal. Nunca quise reaccionar a los insultos. Siempre les llamé por su nombre. Porque la verdadera batalla consiste en desarmarse uno mismo.