Fabio Baroncini y Angelo Scola en 1962

Te los imaginas sin palabras, en silencio

Dos años después de su muerte, recordamos con el cardenal Scola a su gran amigo Fabio Baroncini. Los inicios en Lecco, el encuentro con Giussani, las batallas en la universidad… y el reencuentro en Milán: uno párroco y el otro, arzobispo
Marina Corradi

En la foto en blanco y negro, a gran tamaño, colgada en la pared, a la derecha, detrás del escritorio de don Fabio, se le veía con su amigo Angelo Scola, jovencísimos. En primer plano, la gruesa suela de las botas de montaña y detrás ellos dos, sentados en una roca, exhaustos después de una subida al paso de los veinte años. Scola parece tranquilo, Baroncini un poco más probado. Pero ambos con buen aspecto, en la plenitud de sus fuerzas, sin saber lo que la vida les iba a deparar. Grandes amigos, basta verlos.
Durante años me ha fascinado esa foto en la casa parroquial de San Martino de Niguarda, en Milán, adonde acudí durante tanto tiempo para plantear mis preguntas sobre la fatiga y el sentido de la vida, y sobre Cristo, a Fabio Baroncini. Para mí era un padre: un segundo padre, después del mío, con el que nunca me atreví a hablar de Dios.

Esta tarde, casi dos años después de su muerte, me encuentro delante del cardenal Angelo Scola en su casa de Lecco. El chico de aquella foto tiene hoy 81 años pero sus ojos siguen siendo claros y llenos de vida, a pesar de la enfermedad que padece. Al recordar aquello, sonríe. «Debía ser el verano del 62. Subimos los dos solos al pico de los Tres Señores, en Valsassina, 2.554 metros. Subimos rapidísimo, en tiempo récord. En esa foto, que no sé quién nos la haría, estábamos agotados y hambrientos. Más tarde, en un refugio de Val Biandino, devoramos como lobos. De joven iba mucho a la montaña con Fabio. Él también escalaba, yo menos. Una vez hicimos la Segantini: Fabio delante, yo detrás, en cordada. Me fiaba totalmente de él».
Es la historia de dos amigos, que lo eran a los veinte años y lo siguieron siendo toda la vida. A pesar de que uno llegara a ser obispo y luego cardenal, y arzobispo de Milán, y el otro párroco en esa misma ciudad. «Cuando nos veíamos, todo era exactamente igual que antes: nuestras conversaciones, a veces discusiones, y duras, pero con la certeza de que al día siguiente seríamos tan amigos como antes».
Fabio nació en febrero de 1942 en Morbegno y era hijo de una familia obrera. Angelo, en noviembre del 41 en Malgrate, hijo de un camionero que transportaba pilares de construcción. Dos hijos del pueblo que se conocieron en los años 50 en la Acción Católica de Lecco, siendo jovencísimos. Ambos cristianos, ninguno había faltado nunca a misa. Pero los dos inquietos, como si esperaban que la fe que habían aprendido de sus padres pudiera hacerse más verdadera.
«Era una noche de Semana Santa en 1958, en la basílica de San Nicolò en Lecco. Yo estaba en el liceo clásico, leía literatura rusa y discutía con mi padre, socialista maximalista. Cristianamente, estaba en un momento de pereza. Iba siempre a misa, pero nada más. Esa noche también estaba Fabio, pero no nos conocíamos. Aquel cura, don Luigi Giussani, nos habló de “juventud como tensión”. Bello. Algo que nunca había oído. No ética, ni moral, sino tensión».

El comienzo de esta gran historia es el sonido del timbre en la casa de Scola, una tarde: era Fabio, que iba por primera vez a buscar a Angelo. «¿Sabes?», le dijo, «hacen un campamento juvenil con la Acción Católica en julio. Diez días, solo cuesta 200 liras. Yo nunca he estado en los Dolomitas, ¿vamos?».
Vacilante, el otro dijo que sí. Enseguida comprendió cómo entendía su amigo las vacaciones: el primer día un encuentro, a partir del segundo arriba, a los Dolomitas. La maravilla de las cumbres del Tofane, el Sass de Stria o las Cinco Torres se abría de par en par ante los dos jóvenes lombardos. Quién sabe los amaneceres que contemplaron cuando se levantaban, tempranísimo, para ponerse en marcha, el cielo que se coloreaba ante sus ojos. «Fue el descubrimiento de la Belleza», dice Scola sin más. Y te los imaginas sin palabras, en silencio delante de la majestuosidad de esas cimas.
Pero el último día de las vacaciones el responsable se dirigió a ellos: «No se os ha visto en toda la semana, al menos mañana participaréis en el encuentro, vienen a hablar cuatro chavales de don Giussani». Uno de ellos era Pigi Bernareggi. «En aquella sala de paredes desconchadas había unas bombillas sin lámpara que colgaban del techo, rodeadas de papel amarillo pringoso lleno de moscas. Nuestros ojos vagaban por aquellas bombillas. “Si Jesucristo no tuviera que ver también con esa bombilla, yo no sería cristiano”, exclamó Bernareggi de pronto. Esa frase me dejó atónito: todo, cada cosa, tiene que ver con Cristo».

En Lecco, Angelo y Fabio emprenden una revolución juvenil en el seno de la AC. Serán los responsables y empiezan a trabajar con el ciclostil, pues cada semana hace falta un título para el “raggio”, como llamaban a sus reuniones. La fascinación de esa pasión cristiana era evidentemente grande, pues más de la mitad de los chavales de un solo colegio empezaron a seguir a estos dos amigos.
En esa época, todos los días, Angelo y Fabio, que ya se iban acercando a los años de universidad –Baroncini hacía contabilidad– estudiaban juntos en casa de Baroncini, bajo la atenta mirada de la severa y temible mamá Pina, que acoge a Angelo como a un hijo. Días intensos en los que te los imaginas llenos de las esperanzas y preguntas que invadían a esos jóvenes fascinados por Giussani, enamorados de Cristo, y te gustaría poder viajar en el tiempo, a ti que en 1958 acababas de nacer, para poder estar allí con ellos y escucharlos).
Pero, tras una pausa, Scola añade que iba a descubrir algo de su amigo que no imaginaba: todos los días, después de comer, en una iglesia de Lecco, Fabio hacía fielmente la adoración eucarística. A esas horas Angelo estaba cansado y le costaba seguirle, pero Fabio era obstinado. «Solo años más tarde, en Friburgo, donde estudiaba teología, volví a hacer Adoración con un grupo de sacerdotes obreros a última hora de la noche. Y todos estaban tan cansados que algunos se dormían. Entonces comprendí a Fabio: no se trata de interpretar o pensar, sino que basta con estar ahí, delante de Cristo presente en la Eucaristía».



Fuera, en GS, la batalla es continua. Los dos amigos hacen un periódico, el 12 y 30, luego escribirán en el Michelaccio con Robi Ronza. Diálogos y discusiones, y también política; y los encuentros con Giussani en la via Statuto de Milán; y las asambleas estudiantiles con los profesores anticlericales atacando a la Iglesia, y el deseo de replicar, punto por punto: un debate entre chavales de 18 años y los profesores, lo que hacía crecer los rumores en Lecco.
En medio de esta oleada de discusiones, llegó una noche a finales de agosto del 61, después de la Evau. Scola y Baroncini sentados en un banco mientras se hacía de noche. «Quería decirte una cosa», empezó Fabio, «en septiembre entro en Venegono».
«Me quedé de piedra», sonríe Scola sesenta años después. «No me había dicho nada. Nunca me había hablado de eso». Así fue como ese otoño los rumbos de estos dos amigos se separaron. Uno al seminario, otro al Politécnico de Milán. Siguieron en contacto, se escribían. «Hace poco encontré algunas de esas cartas», dice el cardenal. «Llevan dentro la incomprensión naciente entre la Iglesia y aquel grupo de jóvenes que empezamos a seguir a Giussani». Scola estudiaba ingeniería, como quería su padre, pero algo se removía en su interior. Al tercer año abandona y se matricula en Filosofía en la Universidad Católica. Ansiaba la misión. Se fue a Brasil, con Bernareggi, que ya estaba allí con otros. Llegó entusiasmado, pero con el paso de los meses percibe en varios de sus compañeros una deriva latente hacia la teología de la liberación. Quería entrar en el seminario en Sao Paulo, pero después de hablar con Giussani regresa a Italia. Durante meses, el Gius está pendiente de él y de otros cuatro, como una camada –nos acercamos a la ocupación estudiantil de la Católica en el 67, después de la cual ya nada volvería a ser como antes– y finalmente los cinco del Gius entra en Venegono ese otoño. No será fácil. La Iglesia del cardenal Colombo aquellos años era dura con Giussani y los suyos. Aquellos cinco hacen demasiados amigos entre los seminaristas, contagian a demasiados. A los 28 años, en el 67, o alcanzas el paso previo al diaconado o te vas a la mili durante 18 largos meses. En Venegono le dicen a Scola: te vas a la mili. Acabará terminando sus estudios en Friburgo y le ordenará sacerdote el obispo de Teramo, amigo de Giussani.

Finalmente, los dos amigos serán sacerdotes. Por aquel entonces, después de la ocupación de la Católica, la tormenta del 68, el marxismo que contradice, fascina y arrastra a muchos, Scola y Baroncini se encontrarán codo con codo en la universidad. De nuevo, años de batalla. Un clima en el que Fabio debía encontrarse a sus anchas, con sus grandes espaldas y con la firmeza interior de quien no teme el diálogo con nadie. «Se empleaba a fondo con todos, de hecho sentía debilidad por los que le hacían enfadar. Pero a veces era muy duro. Hablaba claro y sin matices» (quien escribe recuerda que, muchos años después, a veces iba a ver a Baroncini con un poco de miedo).
El tiempo pasaba. Scola fue nombrado obispo de Grosseto, luego patriarca de Venecia y en 2003 cardenal, con Juan Pablo II. Baroncini acompañó a una generación de jóvenes en Varese, hasta que en los años 80 llegó a Milán, a San Martino de Niguarda. Los domingos, para escuchar sus homilías, la iglesia se desbordaba de gente. ¿Se habían alejado Angelo y Fabio? Para nada. Cuenta Scola que bastaba una llamada y «la relación entre nosotros era la de siempre. Discutíamos, y duramente, de todo, como a los veinte años».
Mientras tanto, Baroncini se convirtió en estrecho colaborador de Giussani en la guía del movimiento. Un pilar, con su fidelidad y su franqueza. «Lo sería aún más cuando Giussani empezara a vislumbrar los primeros síntomas de la enfermedad. Baroncini siempre estuvo a su lado», recuerda Scola.

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¿Puede resumirse la vida de dos hombres en dos horas de conversación? Imposible. Pero puedes captar ciertos rasgos y detalles. «Era alguien de quien me fiaba», repite Scola. En cualquier circunstancia, como cuando eran jóvenes que subían montañas. El cardenal sonríe al recordar algo. «El día de su primera misa en Lecco le estábamos esperando y él no llegaba. Por fin apareció diciendo: “Perdonad, estaba en el Grigna y se me ha hecho tarde”». Esa cima que tanto le apasionaba de joven. Alta, inmensa, el rostro de Otro.
En 2011, Angelo Scola será arzobispo de Milán. A veces va a ver a su amigo. Irá a bendecir a mamá Pina al morir. Una noche, mientras los dos regresan de una cena en coche, se da cuenta de que a Fabio le tiemblan las manos. Él también, igual que Giussani.
Igual que Giussani, Baroncini nunca hablará de su enfermedad. Una cruz dramática que le reduce a la parálisis, aunque permaneció lúcido casi hasta el final. «Fui a verle dos días antes de su muerte. Ya no hablaba. De joven nunca hablaba mucho de la muerte. Creo que la aceptó sencilla y dócilmente. Sem chi pruvisóri, repetía en dialecto. Estamos aquí de paso, la verdadera vida está en otra parte».
Nos despedimos de Scola. El aire de fuera sabe a tierra húmeda y a bosque, un aroma antiguo. Delante, en la oscuridad, se elevan las cumbres de Canzo y al fondo el Grigna. Esos dos jóvenes de aquella vieja foto, las gruesas suelas de sus botas en primer plano… Fabio duerme en el cementerio de Maggianico, no muy lejos de aquí. Sus montañas siguen esperando.