Luca Doninelli (Foto: Leonardo Cendamo/Getty Images)

Luca Doninelli. Literatura, hambre de vida

Diálogo con Luca Doninelli sobre literatura, baluarte contra el poder porque celebra «la irreductibilidad del ser humano». Su última novela, el placer, los lobos saciados de McCarthy y el gesto de un hombre cruel…
Luca Fiore

«Todo tiene un sentido, un significado y una finalidad. No puedo concebir la posibilidad de que en esta tierra existan personas inútiles. Estoy seguro de que no existe un hombre que al menos una vez en la vida no haya servido a alguien. Por eso digo que si ha servido, aunque solo sea una vez, vale. Para esa obra buena se le dio la vida. Y si alguien no ha ofrecido ni un vaso de agua a nadie en toda su vida, no cabe duda de que antes o después alguien se lo habrá ofrecido a él. En este caso, que me parece muy raro, diremos que el sentido y la utilidad de esa vida radican en que otro ha podido hacer el bien gracias a él». Este fragmento del padre Afanasy Sajarov, obispo de la Iglesia ortodoxa del Patriarcado de Moscú, perseguido por el régimen soviético y muerto en 1962, aparece como exergo en el último libro de Luca Doninelli, Tu credi che io dorma (Tú crees que duermo, ndr.). Doninelli encomienda a estas palabras la presentación del tema de su obra. A continuación, cinco relatos aparentemente desligados entre sí. Un niño en un tren que, moviéndose de un compartimento a otro, ve episodios de su vida pasada y futura. Un editor neoyorquino de éxito que pasea por las calles del hinterland milanés en busca de la verdadera literatura. Un profesor parisino de escritura novelada que vive una intrincada relación entre arte y vida. Un chico con muy pocas cosas buenas que mata sin razones, como suele pasar en los relatos ambientados en las praderas del oeste americano. Y, por último, la historia que aborda el tema de Afanasy: el encuentro entre un oficial del ejército soviético y un metropolita ortodoxo que espera la ejecución de su pena capital. El conjunto es una especie de puzle donde cada relato va encajando con el otro, formando así una imagen única que parece un retrato de la gran literatura. Preguntamos a Doninelli de qué exigencia le nace este libro y él nos devuelve la pregunta: «Si la dinámica de la vida consistiera en identificar una exigencia y darle respuesta, todos seríamos contables. Pero la realidad de nosotros mismos se nos escapa por todas partes. Muchas veces la respuesta es la que deja en evidencia el corazón de la exigencia que tienes».

¿Cómo nació entonces?
Hace unos años alojé en mi casa a un estudiante ruso, Misha. Una de las personas más deliciosas que he conocido nunca. Mientras estaba aquí vimos juntos una exposición preciosa sobre los mártires de la Iglesia ortodoxa rusa en tiempos de Stalin. Allí, en uno de los paneles, es donde me topé con la frase del padre Afanasy del exergo de mi libro, que es también el verdadero íncipit de la novela.

¿Qué es lo que te llamó la atención?
La capacidad que tiene, algo muy raro en la cultura humana, de arrojar una luz tan clara sobre el ser humano. Y que Afanasy lo dijera mientras era perseguido. Aun así escribe esta frase tan asombrosa: no existen personas inútiles. Es una manera de describir la irreductibilidad del hombre, que luego es también la herida que llevamos dentro.

¿Qué herida?
Podemos decir que en la cultura moderna se da eso que algunos llaman la “pérdida del centro”, un fenómeno que ha llevado a la crisis contemporánea del yo. Hoy, por ejemplo, puede ser que dos personas se casen y se separen a los tres meses. Sucede cada vez más a menudo. Es signo de una gran fragilidad. Pero creo que si se han casado, es porque esperaban realizar algo más grande que lo que han sido capaces de realizar. Para describir esta situación no podemos omitir el dolor personal que implica. No podemos reducir esa experiencia, esa sensación lacerante, a un hecho cultural.

¿Y qué tiene que ver el padre Afanasy?
Él, en plena época del terror estalinista, es como si preguntara: «¿Qué es el ser? ¿En qué consiste nuestra relación con el ser?». Y parece sugerir que es la adhesión a un bien que siempre sucede, hasta en la situación más horrenda. A veces, en otros casos parecidos, pienso en Etty Hillesum o Dietrich Bonhoeffer, corremos el riesgo de hacer una lectura en clave moralista y tenemos la tentación de pensar: «¡Oh, qué buenos eran!». Reducimos su figura a un plano ético. Pero no se trata de eso. Lo extraordinario de ellos es su reconocimiento del bien allí donde resultaría imposible verlo. Esta frase del padre Afanasy se me quedó grabada durante años y no sabía qué hacer con ella. Me repetía a mí mismo que esas palabras permiten entender qué es el hombre. Abren una perspectiva que permite entender cómo estamos hechos. Mi primera idea fue contar la historia de un personaje terrible, cruel, que ofrece un vaso de agua a un santo. Pero no sabía cómo llegar hasta allí. Todo el libro, consciente e inconscientemente, ha sido el intento de prepararme para contar ese gesto. Una especie de ejercicio de aproximación.

Lo haces mediante relatos que son como una parodia de los géneros literarios. ¿Por qué?
Hanna Arendt decía que el ideal del poder es que la persona no exista. En uno de sus últimos libros, L'après littérature, Alain Fienkielkraut escribe que el género humano ha levantado dos frágiles baluartes contra la intromisión del poder: el derecho y la poesía. Pensé en intentar escribir relatos visitando los mundos poéticos o literarios que ya existen para describir lo que antes llamábamos “irreductibilidad” del ser humano.

(Foto: Marc Olivier Jodoin/Unspash)

Dices que sentías la necesidad de prepararte para contar ese gesto. ¿Por qué no contarlo sin más?
Se trata de la historia de un hombre que se asombra al ver a otra persona que, sin tener delante nada más que unas horas de vida, se pone milagrosamente en su lugar. Hacia el final del relato escribo: «No fueron sus palabras lo que le impactó tan profundamente sino más bien su voz. La voz de un hombre, dijo para sí Gennadi Gavrilovich, convencido de que tenía por delante no unas horas sino siglos, milenios». Al otro lado tenemos al metropolita Konstantin, que siente piedad por su verdugo y piensa: «No sabe quién es, yo sí. A mí me han concedido saberlo». La suya no es una conciencia presuntuosa, sino humilde. Es una escena típica de la gran literatura y tenía que contarla de manera que resultara creíble. Por eso pido al lector que atraviese esos relatos previos que llamo “mundos literarios”, porque un libro es una arquitectura diseñada para ofrecer una experiencia placentera que permita llegar al nivel de significado que cada uno pueda alcanzar.

Hablas de «una escena típica de la gran literatura», ¿en qué sentido?
¿Qué celebra la literatura? ¿Cuál es su fuerza? Celebra precisamente la irreductibilidad del ser humano frente a la nada, ante la tentación de la nada.

¿Puedes poner algún ejemplo?
¿Los novios, de Manzoni? Dos pobres muchachos que combaten contra la Historia. El poder quiere anularlos de mil maneras (la Iglesia también pone de su parte con don Abbondio). ¿Los miserables? La historia de un exconvicto que vive con un pasaporte amarillo, por lo que si se pasa de la raya tendría que volver a prisión. ¿Guerra y paz? Tolstoi, que era napoleónico, cuenta la derrota de Bonaparte. ¿De quién es la victoria? De nuestra vida, de nuestra pobre vida. Esta mañana, mientras hablaba con mi mujer, miraba por la ventana y he visto la mano de una mujer limpiando un cristal. Me he conmovido, me daban ganas de llorar.

¿Por qué?
Porque se me ha concedido asistir a algo normal, un gesto de la vida cotidiana que es infinitamente más grande que todas las teorías que podamos hacer. De hecho, es un gran error pensar que podemos derrotar al poder conociéndolo. El conocimiento es importante, fundamental, pero luego es la pureza del niño que dice “sí”, como el “sí” de María, como el “sí” de san Pedro. Con este libro sentía la necesidad de llevar a cabo esta celebración del ser humano, de su vida, a través de los mundos literarios que amo, donde antes era posible rendir este tributo: el pre-existencialismo propio de Friedrich Dürrenmatt, un relato de ambientación neoyorquina como los de Paul Auster, París y su mundo literario, y por último una mezcla entre Flannery O’Connor y Cormac McCarthy.

(Foto: Gabriel Dizzi/Unspash)

¿Es también un ejercicio de estilo?
Es un ejercicio de literatura. Desconfío de los que leen buscando contenidos a toda costa. Porque las novelas están hechas de plenitud y de vacío. Si te fijas, la primera forma de narrativa es la fábula, donde encontramos osos parlantes, hormigas parlantes… Y no siempre dicen cosas sabias. No es mediante el adoctrinamiento o la obsesión por los contenidos como se llega a comunicar algo importante, sino mediante el disfrute. Leer un libro es como tamizar un río en busca de alguna pepita de oro. Como las ballenas, que para alimentarse tienen que filtrar hectolitros de agua hasta obtener el plancton. La ballena no dice: «¿Dónde está mi bistec de atún?».

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Decía antes que en la experiencia de la lectura, disfrutar es algo fundamental.
Generalmente pensamos en el placer en términos vulgares, yo el primero. Pero el placer es un baluarte contra el poder.

De acuerdo, pero al leer ciertas páginas grandiosas de Cormac McCarthy o Michel Houellebecq también se puede sentir repugnancia. ¿Cómo conviven estas dos cosas?
Por lo que a mí respecta, don Giussani fue quien me resolvió este problema. Una vez me dijo: «Querido Luca, imagina que he comido ajo antes de hablar contigo. Tú decides si te interesa escucharme por lo que digo o marcharte porque no soportas mi mal aliento». En Todos los caballos hermosos de McCharty hay quince o veinte descripciones de temporales, todas diferentes, que por sí solas ya son parte de la historia de la literatura. ¿Acaso no es un placer leer eso? En la frontera, del mismo autor, tiene un episodio donde un niño sale de noche a la nieve porque quiere ver lobos y en un momento dado los ve pasar. Vuelven ya saciados, pero se da cuenta de que han notado su olor porque uno de ellos se gira y lo mira a los ojos, luego se da la vuelta y se marcha. El autor añade: «Nunca contó a nadie lo que había visto». Podríamos decir que la literatura suele ser algo que te lanza este desafío: puedes escucharme o marcharte. Pero si el lector siente que no puede atravesar el escándalo, es mejor que lo deje pasar. A veces la literatura también sabe lavarse los dientes, pero no se le puede pedir como condición a priori.