Timoty Radcliffe (©Catholic Press Photo)

Radcliffe. Nada humano nos es ajeno

¿Los cristianos necesitan del mundo o deben defenderse de las consecuencias de la secularización? Un dominico de Oxford propone una vía sorprendente: la imaginación, que permite tocar al hombre allí donde está más vivo (de "Huellas" de septiembre)

Al principio de su libro Alive in God. A Christian imagination, Timothy Radcliffe confiesa que cientos de veces ha tenido que hablar con padres que se culpaban por no haber sido capaces de transmitir a sus hijos la fe. El cristiano es un lenguaje que «sencillamente no tiene sentido» para estos jóvenes, explica el famoso dominico de Oxford, que fue maestro de la orden de Tomás de Aquino y consultor del Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz. «Se ha quedado tan anticuado como una máquina de escribir. Pertenece a otro mundo, es otro idioma».

Se llame secularización o “muerte de Dios”, el concepto queda igualmente claro. Se ha abierto una fosa entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. El problema está a la vista de todos desde hace más de un siglo. Y en la Iglesia cada uno tiene su propia solución infalible. Hay quien vuelve a proponer el cristianismo como “religión civil”, cuya doctrina pueda revitalizar y re-humanizar la convivencia civil, y quien considera que la batalla de los “valores” está perdida definitivamente, hay quien trata de abrazar las razones del “mundo” y quien retrocede para no “contaminarse”… Radcliffe, por su parte, hace lo que más le gusta: se nutre de arte y literatura (desde la serie televisiva Friends hasta el Premio Nobel irlandés, el poeta Seamus Heaney) en busca de ese fondo de humanidad con que el hecho cristiano dialoga radicalmente. El anillo que no resiste, como diría Montale. La grieta que hay en cada cosa y por la que pasa la luz, según Leonard Cohen. A los cristianos les falta imaginación, dice Radcliffe. La capacidad para ver el mundo, anillos y grietas incluidos.

¿Todavía es posible para los cristianos relacionarse con este mundo poscristiano sin traicionarse a sí mismos?
La nuestra es, en cierto modo, una “contracultura”. Tenemos valores que contrastan con el mundo actual. La sociedad está marcada por la desigualdad, la avaricia, el materialismo y el miedo a los extranjeros. Necesitamos comunidades que sostengan estilos de vida distintos: parroquias o, más radicalmente, monasterios, donde se mantenga viva la percepción de un mundo lleno de dones que desafíe la superficialidad de mucha cultura moderna.

¿Habría que “retirarse” del mundo?
El cristianismo no puede convertirse en un gueto aislado, de lo contrario moriría.

¿Entonces?
Me gusta usar esta imagen: delante de la ventana de mi habitación en Oxford, hay un árbol precioso. Tiene vida propia. ¡Es él mismo! Pero solo está vivo y florece porque está en contacto con lo demás. Sus hojas están abiertas al aire y a la lluvia, sus raíces se nutren de la tierra, su corteza se abre a los insectos. Solo vive en la medida en que interactúa con esta alteridad. La Iglesia es así, vive interactuando con el mundo. Comparte la buena nueva del Evangelio y está abierta a la sabiduría de los demás, a su alegría y a su sufrimiento. Por eso pienso en formas de vida comunitaria que sostengan nuestra visión, que irradien la presencia de Dios y, al mismo tiempo, que estén abiertas a los que no creen o tengan un credo distinto del nuestro, dejándonos estimular por la interacción con ellos.

¿Cómo puede la fe interceptar la herida del hombre actual?
En Ezequiel, Dios proclama que nos quitará nuestro corazón de piedra y nos dará un corazón de carne. Los corazones de carne son vulnerables, abiertos tanto al dolor como a la alegría. Creo que ambas cosas son inseparables. Lo opuesto a la alegría no es por tanto el dolor sino la invulnerabilidad, un corazón duro. He escrito mucho sobre mi tío abuelo benedictino, John Lane Fox. Era la persona más alegre que he conocido nunca, y le debo mi vocación religiosa, aunque se sorprendió cuando elegí a los dominicos… Estoy seguro de que su gran alegría era una especie de participación en la vida de Dios, y no simplemente un sentimiento. Estaba estrechamente ligada a su experiencia como capellán en la Primera Guerra Mundial, cuando iba por la noche a tierra de nadie para salvar a los heridos y rezar por los muertos. Si queremos estar verdaderamente alegres, no debemos huir del dolor del mundo, pues este rompe nuestros corazones de piedra. Un dominico francés, que también era novelista, Jacques Laval, me dio un ejemplar de una de sus novelas con esta dedicatoria: «A quien sabe que las heridas pueden llegar a ser las puertas del sol». ¡El Señor resucitado está herido para siempre! De modo que nuestra fe no nos protege de las heridas pero transforma su significado. El dolor, con la gracia de Dios, rompe mi autosuficiencia, mi autonomía, y abre mi corazón a la alegría y al sufrimiento del mundo.

Foto: Aris Messinis/GettyImages

En su libro repite muchas veces que «nada de lo humano es ajeno a Cristo».
Haciéndose hombre, Dios entró plenamente en la condición humana. Por eso, una de las primeras tareas del cristiano es hacerse humano él mismo. En Aristóteles y luego en Tomás de Aquino, ese incremento de la fe se favorecía por la práctica de las virtudes. Se buscaba ser valientes, templados, gentiles, justos… Cualquiera que comprenda los desafíos que todo esto implica puede ayudarme.

¿Por ejemplo?
Charles Dickens. Tiene una capacidad extraordinaria de leer el corazón humano. Comprende lo fácil que es equivocarse y meterse en problemas. Cuando leo sus novelas o veo las películas actuales, o simplemente charlo con amigos, espero crecer humanamente, como alguien que comprende el corazón y la mente humanos. Si puedo llegar a ser verdaderamente humano, puedo encontrar a Cristo, que es el más humano de todos.

Usted afirma que «tenemos más posibilidades de entusiasmar a la gente con nuestra fe si vemos el cristianismo como una invitación a vivir con plenitud».
Es Dios quien nos llama a esto. Dice el Deuteronomio: «Pongo delante de ti la vida y la muerte… Elige la vida». En el Evangelio de Juan, Jesús afirma: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».

¿No existe el riesgo de sustituir esa abundancia por la suma de caprichos subjetivos?
Si uno vive totalmente centrado en sus propios caprichos, encerrado en sí mismo, no vive en plenitud. Nuestra fe proclama verdades objetivas, pero estas verdades trascienden nuestra comprensión exacta. No somos capaces de comprender qué significa para Dios ser Dios… Cuando nos encontramos con personas que viven la vida en toda su amplitud y plenitud, es como si nos propusieran un aperitivo del verdadero significado de las enseñanzas cristianas. Lo maravilloso del cristianismo es que se nos ofrecen verdades cuya profundidad siempre está más allá de nuestro alcance. Son objetivamente ciertas, pero no están plenamente a nuestro alcance. Los poetas y artistas nos ayudan a vislumbrar un poco el significado de estas verdades.

Dice usted que el cristianismo debería abrirse a «una plenitud de identidad que siempre va más allá de nosotros mismos. Todavía no sabemos del todo quiénes somos». ¿Cómo puede haber esperanza y certeza sin una identidad fija y estable?
La belleza de la identidad cristiana reside en el hecho de ser conocida y al mismo tiempo estar por descubrir. Es conocida en el sentido de que somos bautizados en una comunidad con una larga tradición doctrinal, con una visión ética, y somos miembros de una comunidad que se extiende por todo el mundo y a través de los tiempos. Por tanto, sí, tenemos una identidad clara. Yo soy un católico romano, miembro de una comunidad que tiene su sede en la diócesis de Roma y cuya existencia se remonta a hace dos mil años. Pero también son un católico romano, que significa “universal”, siempre impulsado a ir más allá de todo lo que es pequeño y estrecho. Creo que si tenemos una identidad segura y clara, entonces podemos tener el coraje de aventurarnos más allá y descubrir que tenemos hermanos y hermanas por todo el mundo.

¿Por qué ha querido dedicar un libro al tema de la imaginación?
Muchos se alejan del cristianismo porque lo encuentran aburrido. No parece que tenga que ver con ellos, con sus preguntas, sus luchas y sus alegrías. Pero el cristianismo tiene que ver justamente con nuestro Dios, que ha venido a habitar entre nosotros y a compartir nuestra vida cotidiana, ha salido al encuentro de la gente con todas sus dificultades y alegrías, desde los leprosos hasta una pareja que celebraba su boda en Caná. La imaginación es lo que nos permite acercarnos a los demás ahora, solidarizarnos con el drama de su vida. Si quiero compartir mi fe con alguien, necesito entender quién es esa persona y qué ilumina su vida. Entonces puedo compartir lo que ilumina la mía. La imaginación no es subjetiva. Es lo que me permite llegar a otra persona y entrar en su mundo. Me libera de lo que la filósofa inglesa Iris Murdoch llamaba «el ego gordo e implacable». Cuando leo una novela realmente buena o veo una película estupenda o escucho una pieza de música maravillosa, me siento liberado de los límites de mi pequeño mundo. ¡Respiro aire fresco! No es una alternativa a la fe y a la razón, porque todos los intentos de expresar la fe y de explorarla racionalmente también son actos de imaginación. La imaginación permea todo lo que hacemos y los que somos, es el oxígeno de una vida verdaderamente humana.

Las citas que usted propone proceden de ámbitos culturales muy diferentes. En un mundo tan polarizado como el nuestro, ¿no convendría optar por una postura concreta?
Estoy de acuerdo solo en parte. Existe una fricción entre distintos puntos de vista. Los papas Benedicto y Francisco, los jesuitas y los dominicos, etcétera. No estoy de acuerdo del todo. Comparto posturas concretas y pertenezco a tradiciones concretas. Pero debemos involucrarnos con las diferencias. Si tenemos inteligencia y caridad para entender por qué alguien tiene opiniones distintas a las nuestras, entonces la diferencia se vuelve fecunda. Cada uno de nosotros es fruto de la diferencia entre hombre y mujer. Nuestra sociedad generalmente tiene miedo de la diferencia. Los algoritmos de Google nos orientan hacia personas con las que estamos de acuerdo, y eso puede encerrarnos en silos, en burbujas. Disfrutar de la diferencia es la esencia del catolicismo. Tenemos cuatro Evangelios en el Nuevo Testamento y no coinciden en todo. El diálogo entre ellos nos lleva a una comprensión mayor. Frente a las diferencias en la sociedad y en la Iglesia, no podemos permanecer neutrales, ni aceptar por igual todos los puntos de vista. Sería una postura aburrida y vacía. Al contrario, creo que aquellos con los que estoy en desacuerdo tienen ciertas verdades que enseñarme que podrían abrir mi mente de par en par.

¿Y qué hacemos con la polarización?
La distinción entre derecha e izquierda es uno de los productos de la Ilustración. Deriva de la disposición de los parlamentarios de la cámara francesa después de la revolución. Presume una oposición sustancial entre tradición y libertad, dogma y libertad de pensamiento. Pero esta polarización es absurda e insana. En cualquier sociedad dinámica, la tradición está viva y en evolución. Se vuelve a las fuentes originarias para imaginar nuevos pensamientos. Una buena doctrina abre la mente y la empuja a explorar, no la cierra.

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Siguiendo el tipo de ejemplos que usa usted en su libro (clásicos literarios, pero también series televisivas, películas o best sellers contemporáneos), parece que la cultura “mundana” también puede contribuir a la experiencia cristiana, ¿es así?
El peligro de la fe religiosa es que a veces puede representar para nosotros una huida de la complejidad, de la crudeza de la experiencia. Resulta fácil decir: «No te preocupes, estás en manos de Dios» o «todo lo que hay que hacer es amar». Como si fuera tan fácil… Por eso necesitamos personas que nos abran de par en par, honestamente, a la complejidad de la experiencia humana, en el enamoramiento o en los dilemas morales, el gran caos de tantos momentos de nuestra vida. Entonces, con ojos renovados, es como podemos buscar a Dios. Simon Tolkien, nieto de J.R.R., escribió una novela sobre la Primera Guerra Mundial, No Man’s Land (Tierra de nadie), donde narra el horror de aquel conflicto. Para algunos, ese terrible sufrimiento supuso el fin de su fe. Dios no podía existir. Pero el desafío no es retirar la mirada sino aprender a decir: «Ciertamente, el Señor estaba en este lugar y yo no lo sabía».

Entre tantas obras no cristianas, ¿cuál recomendaría?
Hay tantas obras de arte maravillosas, capaces de interpelarnos, que podría elegir una diferente cada día. Pero hoy quiero sugerir En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Es la más extraordinaria exploración del tiempo, la memoria y la espera. La iglesia de Combray es un edificio en cuatro dimensiones, escribe Proust, y la cuarta es el tiempo. Como suele decir el papa Francisco, y el papa Benedicto antes que él, la vida de los cristianos está estructurada por el tiempo, la memoria –«haced esto en memoria mía»– y la espera del Cristo que vendrá. Proust puede ayudarnos a entender qué significa vivir en el tiempo.