Nicolas Lhernould, obispo de Constantina

Argelia. «Nuestras vidas son como páginas del Evangelio»

Nicolas Lhernould, 45 años, es el nuevo obispo de Constantina-Hipona. Aquí relata su encuentro con la iglesia del norte de África, cómo nació su vocación y cómo se da un testimonio mutuo entre cristianos y musulmanes
Luca Fiore

Nicolas Lhernould es el obispo francés más joven. Nació en la periferia de París hace 45 años, se graduó en Sociología, tiene un máster en Econometría y fue ordenado sacerdote en Túnez. El 9 de diciembre de 2019 le pusieron al frente de la diócesis argelina de Constatina-Hipona, la misma que tuvo como pastor a san Agustín en el siglo V. Tomó posesión el 8 de febrero siguiente. Pocas semanas después, llegó el confinamiento.
La suya es una historia de amor por la presencia de la Iglesia en los países del norte de África de mayoría musulmana. Llegó a Túnez por primera vez como estudiante, en los años noventa. Quería pasar unas semanas como voluntario en el verano, y repitió al año siguiente. Después cumplió con el servicio civil y dio clase de matemáticas en una escuela católica. Fue en esos años cuando maduró la decisión del sacerdocio, cautivado por el «rostro de la Iglesia» que había encontrado en Túnez. Monseñor Fouad Twal lo acogió en su diócesis, donde primero fue párroco en Susa y luego en Túnez, como vicario general.
Hoy forma parte de los nuevos rostros de la Iglesia en el norte de África, donde está al frente de una pequeña comunidad inmersa en una sociedad que atraviesa grandes cambios.

¿Qué realidad eclesial encontró en Túnez? ¿Qué fue lo que más le impactó?
Mi primera impresión, durante mis primeras semanas como voluntario, fue la de una Iglesia familiar. Todos se conocen, todos tienen tiempo para todos, no existen los desafíos de la llamada “pastoral de masas”. Había espacios de diálogo y fraternidad. El otro aspecto que me cautivó fue el afecto que sentí por la gente del lugar, los tunecinos musulmanes. Una vez le pregunté a una de las primeras monjas que me acogieron en Túnez cuál era el secreto de sus sesenta años en ese país y me respondió: «amar a la gente». Esa es mi experiencia. Otra cosa importante que también me ha unido mucho a este lugar es el desierto. No entendido tan como espacio geográfico sino como experiencia espiritual, y como relación con el mundo de los beduinos.

¿Cómo nació su vocación?
Tiene que ver con el sentido del humor de Dios. Empecé a pensar en el sacerdocio a los doce años. Se lo comenté a un sacerdote en Francia. Cuando llegué a Túnez, no tenía pensado quedarme. Luego, para ayudarme a dar el primer paso, Dios me hizo… una torcedura.

¿En qué sentido?
Me torcí el pie. Mi primer año de servicio civil daba clases de matemáticas en una de las escuelas de la diócesis. Vivía en La Marsa, una ciudad a 15 kilómetros de la capital. Las monjas de San José de la Aparición celebraban el bicentenario de su fundadora y me pidieron que dirigiera el coro durante la misa solemne. Pero unos días antes me torcí el pie y me pusieron una gran escayola que me impedía hacer el trayecto para ir a trabajar. Me ofrecieron una habitación en la vicaría de la catedral, donde estuve un mes. Aquellos días sentí la llamada con claridad y decidí ponerlo en manos del obispo Twal. Ahí empezó todo.

¿Qué ha aprendido de sí mismo y de la Iglesia durante estos años?
Que somos una gota en el mar, pero una gota con un aroma que la gente reconoce. La comunidad de Túnez está formada por personas de 80 nacionalidades distintas. Muchos no están en el país durante más de cinco años. El rebaño cambia de rostro y las estructuras parroquiales son escasas. Pero cuando no tienes nada, estás llamado a vivir más intensamente la palabra de Jesús: «Por cómo os amáis, reconocerán que sois mis discípulos». La pobreza favorece la fraternidad, que se transforma en un diálogo de vita y de “visitación”. Esa es la realidad que se vive en Túnez y aquí, en Constantina, se agudiza aún más. Aquí la comunidad es al menos diez veces más pequeña.



Las sociedades tunecina y argelina están atravesando grandes cambios, ¿qué desafíos plantean a la Iglesia?
Nuestras comunidades están presentes en estos territorios desde hace 18-19 siglos pero, aunque estén formadas en su mayoría por extranjeros, viven una fuerte pertenencia social. Somos como una Église citoyenne, una iglesia que aporta su propio ladrillo para participar en la construcción del edificio social. Nuestros países están escribiendo páginas importantes de su historia. Yo viví en Túnez antes y después de la Revolución de los jazmines, que trajo cosas hermosas pero también grandes desafíos. Vivimos en una especie de laboratorio cultural, político y religioso. La sociedad civil pide cada vez más el testimonio de la Iglesia en los grandes debates. Y no solo a nivel interreligioso, sino que también nos piden opinión sobre cuestiones propias del islam.

¿Por ejemplo?
Poco después de la revolución en Túnez, se organizó una mesa redonda titulada “¿Qué política religiosa para el escenario de la segunda república tunecina?”. Un tema impensable unos meses antes. Se reunieron profesores universitarios, periodistas, hombres del mundo de la cultura… Hubo muchas preguntas: ¿cómo comportarse con el fundamentalismo?, ¿cómo formar al personal religioso?, ¿qué relación debe haber entre sociedad y religión? Invitaron también a un cristiano y a un judío. El cristiano era yo. En estos debates nos preguntan cómo hemos afrontado problemas similares en nuestra historia. Digamos que en estas ocasiones somos como un catalizador del diálogo sobre cuestiones candentes para el islam local.

¿Qué desafíos debe afrontar ahora Costantina?
Llegué el 29 de febrero y a mediados de marzo comenzaron las medidas de confinamiento por la pandemia. Los lugares de culto se cerraron y las comunidades no han podido volverse a reunir. Ha sido frustrante no poder conocer a la gente. Por otro lado, esta situación ha favorecido una relación más espiritual con todos. La comunión consiste en primer lugar en la oración. He aprendido a estar más atento a cosas que antes no solía mirar con la calma necesaria. A cultivar relaciones de cercanía y solidaridad, a tomar conciencia de las dificultades que existen y que están emergiendo con más claridad, como la fragilidad de la situación económica de muchas familias.

Uno de sus primeros gestos como obispo fue la misa de aniversario de don Giussani. ¿Cómo conoció CL? ¿Qué es lo que más le llama la atención de esta experiencia?
Cuando llegué a Túnez conocí a las Memores Domini que trabajaban en la diócesis. Han estado entre las personas que me acogieron y forman parte de este “rostro de la Iglesia” del que hablaba antes. Me han enseñado a comprometerme en la vida de la comunidad de distintas maneras. Una vez, una de ellas organizó la puesta en escena de Miguel Mañara en la cripta de la catedral y me encargó la dirección del espectáculo. Resumiendo, para mí CL son las Memores de Túnez, que cuando me nombraron vicario general estuvieron entre mis más estrechos colaboradores.

¿Qué sostiene más su fe?
La oración y la eucaristía especialmente. Cuando celebramos la misa, aunque solo seamos dos o tres, ahí siempre se ve la presencia real de Cristo. Nosotros somos páginas del Evangelio que viven entre gente que, en su mayoría, nunca leerá el Evangelio impreso. Nos gusta llamarnos “iglesia del encuentro”, como el de María con Isabel. La Virgen lleva un tesoro en su seno y está al corriente del otro tesoro que lleva Isabel. La reacción de la prima suscita en María las palabras del Magnificat. Nuestra experiencia es así: el encuentro entre dos personas sigue esa misma dinámica. Muchas veces me sorprendo tocado por la vida de un amigo musulmán, que ni siquiera sabe qué es el Evangelio, pero a través de su vida Dios me alcanza, y viceversa. Muchas veces descubrimos la capacidad y la alegría de caminar juntos en el espíritu del Reino, en las Bienaventuranzas. A nosotros nos toca poner nombre a este hecho, animarlo y celebrarlo.

¿Cuándo sucede algo así, podría poner un ejemplo?
Un año nos fuimos un grupo de amigos a celebrar un retiro en la zona nómada, al sur de Túnez. Una chica del grupo era ergoterapeuta, especialista en el cuidado de la mano y de la actividad manual. Uno de los nómadas que nos acompañaba tenía una hija, Fatma, con una mano paralizada y le preguntó si podría ir a ver a su hija. Después de la visita, esta chica nos confesó que no había tenido valor para decirles que no había nada que hacer. Poco después llegó otro hijo de aquel beduino trayendo como regalo un tapete artesanal muy elaborado. Lo había hecho Fatma, con una sola mano. Tenía un valor incalculable. ¿Pero qué había esta chica? Había ido a visitarla, la había mirado con bondad, y la familia reconocía ese gesto como digno de un regalo así. En medio del desierto encontramos tesoros como este, que alimentan la vida y te permiten entender algo muy profundo que es propio del hombre y de Dios. En este sentido, una de las palabras clave de nuestra presencia en estos lugares es “hospitalidad”.

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¿En qué sentido?
Es un valor cultural y religiosamente muy importante aquí. Nosotros estamos llamados no tanto a acoger, sino a dejar que nos acojan. Venimos al mundo para que nos acojan. Jesús dice: «Quien os acoge, me acoge a mí». Es una acción que parece pasiva, pero tiene un valor extraordinario. Hoy la pandemia nos limita mucho en este sentido, pero podemos vivirlo de distintas maneras, y volverá a ser posible.