Adolfo Ceretti (foto Archivo Meeting).

Adolfo Ceretti: «Una novedad que nos obliga a vivir la realidad»

Los otros como enemigos potenciales, portadores de virus. Pero ahora podemos descubrir su «grandeza, fuerza, belleza». Del confinamiento a las preguntas sobre «qué queda de las relaciones». La mirada de un criminólogo en tiempos difíciles
Paola Bergamini

«Volví de Colombia a finales de febrero. Justo a tiempo para ir al barbero, saludar a mi hermana y empezó el confinamiento». Así empieza mi conversación por Skype con Adolfo Ceretti, profesor de Criminología en la Universidad Bicocca de Milán. Una hora de gimnasia al día, la grabación de las clases «que llevan un tiempo infinito porque no estoy acostumbrado a hablar delante de la cámara del ordenador que, entre otras cosas, cada vez que se enciende me activa pequeñas manías persecutorias». Y las horas que pasa en “clausura”. En enero salió su libro Il diavolo mi accarezza i capelli. Memorie di un criminólogo (El diablo acaricia mi pelo. Memorias de un criminólogo, ndt.), escrito con Niccolò Nisivoccia, un viaje en busca de ese momento de la vida de quien comete un delito en que el mal prevalece, para luego mirarlo a la cara y tratar de encontrar el camino para superarlo. Es un diario de a bordo porque las historias se entrelazan con la trayectoria humana que Ceretti ha recorrido estos años.
Nuestra conversación empieza con una página del libro. «Algunas experiencias mueven nuestras vidas de manera imprevisible. No hablo de fragmentos de vida individuales, interiores, vividos en el nido de la propia intimidad. Me refiero más bien a esas experiencias donde nos encontramos con que tenemos que conjugar o declinar nuestra visión del mundo con la de los demás, ir más allá del límite de nuestra sensibilidad para superarla, para mirarla por fin desde fuera, con otros ojos. Creo que solo así es posible entender algo más de nosotros mismos: mirándonos con los ojos de otro».

Lo escribió antes del coronavirus pero parece que plasma totalmente esta nueva “experiencia” de soledad, este tiempo en suspenso que estamos viviendo.
Por primera vez en la historia, el universo entero ha sido convocado, por el virus, para abandonar la inmediatez de nuestras ocupaciones, nuestros proyectos laborales, nuestras aspiraciones, y poner bajo una lente de aumento los ángulos que consideramos más obvios y adquiridos en nuestras relaciones afectivas y de amistad para redefinirlas en un tiempo en suspenso, sin que el ayer, el hoy, incluso el mañana sean elementos capaces de dictarnos la agenda. Hay una novedad que nos obliga a vivir la realidad como hasta ayer no la habríamos sabido ni podido vivir.

¿Por ejemplo?
Una relación amorosa o de amistad tenía una dimensión dictada también por la rutina y marcada por compromisos laborales que te proyectaban fuera de casa y no te obligaban a ponerte delante del otro de un modo tan totalizador. Es decir, de un modo capaz de hacerte preguntar realmente qué es el amor o la amistad. Ahora que ya no hay “interferencias” nos lo preguntamos de manera más radical. O al menos yo me lo pregunto poderosamente. El otro nos sale al encuentro como un potencial enemigo porque podría ser portador del virus, pero también con toda su fuerza y capacidad de interpelarnos. En este tiempo de suspensión, estoy dialogando conmigo mismo aún más dramáticamente que antes, lo que me pone ante los demás sin adornos. Así puedo encontrarme con su grandeza, su fuerza, su belleza, pero en algunos casos también con su escasa presencia dentro de mí. Algunas personas están (re)emergiendo de manera extraordinaria. Esa es la novedad de esta realidad.



Pero no los ve.
Pero los presentifico. Evito constantemente los diversos aperivirus vía web a los que me invitan. Solo he participado una vez con una pareja de amigos muy queridos con los que había estado hacía poco. Nos tomamos juntos una caipirinha. También me pasa cuando recibo algunos mensajes de WhatsApp y mi reacción es: qué rollo. Pero cuando, por ejemplo, recibo un WhatsApp de mi amiga Marta, me pregunto inmediatamente y con entusiasmo: ¿qué me ha acercado a ella de un modo tan especial estos últimos años como para tener el proyecto de escribir un libro juntos? ¿Por qué se ha convertido en alguien tan importante para mí? En ese preciso instante, empezó un diálogo con ella, que está lejos físicamente pero al mismo tiempo muy presente en mi mundo interior. Antes no había tanto tiempo para seguir estas “intermitencias del corazón”, como las llamaba Marcel Proust. Todo estaba más empastado, más ligado a las contingencias y dabas espacio a las personas más vinculadas a tus relaciones laborales, que en este momento están en suspenso. ¿Qué queda en el corazón de esas relaciones? Es una pregunta que me estoy haciendo, que me está cambiando por dentro.

¿Este trabajo puede ser lo que Julián Carrón llama “autoconciencia” en su artículo?
Exactamente.

¿Por qué es tan importante ahora?
Hoy entre nosotros hay un enemigo, de todos, no de algunos, que podría quedar aplastado por la suela de nuestros zapatos. Viene de fuera y está creando angustia en todo el planeta. Hemos tenido que erigir una barrea inmunitaria social y global ante algo perturbador, como diría Freud. Lo que nos genera angustia es que algo que nos resultaba familiar se ha transformado en algo que ya no lo es. Este virus ha remodelado, sin darnos tiempo a reflexionar, nuestros espacios vitales, nuestra Heimat, término alemán que designa el lugar en que vivimos, incluidos los rostros, gestos, palabras de nuestros seres queridos. De un día para otro, estos espacios se han transformado: de estar abarrotados han pasado a estar vacíos. Es un schock lo que estamos viviendo. La sociedad entera se ha transformado en cuarentena.

Dentro de esta pérdida de contacto con nuestra vida cotidiana, con los rostros de los demás, ¿qué queda?
Nos queda la posibilidad de entrar en contacto profundo con nosotros mismos. La distancia social no crea solidaridad, es un deber civil al que debemos someternos para sobrevivir en lo inmediato. En cambio, lo que necesitaremos cuando salgamos de esta “emergencia sanitaria” será crear un “nosotros” comunitario inédito, que por el momento solo está constituido por nuestro “parlamento interior”, es decir, por ese diálogo que tenemos con las personas más significativas para nosotros. La única manera de no volverme loco es poder dialogar con otros, pero no con aperivirus, con charlas que al final son un intento más de hacernos creer que no está pasando nada ni fuera ni dentro de nosotros. Con los pocos que hablo por teléfono, mis conversaciones son realmente apasionantes. Dan a mi camino interior una luz, una curvatura, una presencia.

Desde un cierto punto de vista, ¿son esas las presencias a las que mirar?
En este punto estoy en total sintonía con Carrón. Hablando con ellos sobre cómo estoy yo, me sitúo dentro de esas relaciones. Antes, por trabajo, a los presos que entrevistaba o con los que hacía itinerarios de justicia reparadora para preparar un camino de autoconciencia, les pedía una (auto)narración de un cierto hecho. Ahora soy yo el que se pregunta quiénes son los otros y quién soy yo. Como sujeto, me he convertido en objeto de mis investigaciones. Es una ocasión extraordinaria.

Pero la relación con el otro, tal como lo cuenta, ¿cómo puede se constructiva después?
Me voy un poco lejos, pero creo que es útil. En una entrevista reciente, David Grossman, al que quiero mucho, le preguntaron por el después y contestó: «Tomar conciencia de la fragilidad y caducidad de la vida empujará a los hombres y mujeres a fijar nuevas prioridades. A distinguir mejor entre lo que es importante y lo que es fútil, a entender que el tiempo –y no el dinero– es la respuesta más valiosa. Habrá quien, por primera vez, se pregunte por las decisiones tomadas, por las renuncias, por los compromisos». Es una visión idealizada que no tiene en cuenta que todos somos personas complejas. En 2008 tuvimos que hacer frente a una crisis económica muy seria que tendría que habernos hecho reflexionar sobre varias cosas. Es un dato de hecho que, en general, los estilos de vida han cambiado. No creo que la gente cambie a menos que esa reflexión sobre el otro de la que hablaba antes no tenga la posibilidad de proyectarse en un gran momento colectivo de reflexión. Tomar conciencia de la fragilidad y caducidad de la vida no sucede, como querría Grossman, con una “transfusión” de valores nuevos que para muchos ya eran patrimonio individual pero que ahora, porque nos afecta a todos, debería llevarnos automáticamente a una sociedad nueva. Nosotros no somos el efecto de lo que sucede ahí fuera, no somos calcos. Es una idea a la que siempre me he opuesto.

Entonces, ¿dónde está la ocasión favorable?
En el hecho de que los demás son “irrenunciables”. Hasta ahora no se veía tan claro. No todos, mejor dicho. Retomo aquí una cuestión que valoro mucho: el don. Partiendo del ya clásico estudio de Marcel Mauss publicado en 1923, el don, entendido como la forma originaria del intercambio que escapa de la lógica mercantil, se indica como nuevo paradigma teórico y operativo para orientar las relaciones personales. Hemos llegado a un punto en que para dirigirse a los demás tenemos que apostar por el hecho de donarnos sin la certeza de recibir algo a cambio. El que dona –como escribí con Roberto Cornelli hace unos años– pretende instaurar relaciones que requieren formas de reciprocidad y, de este modo, se confía al otro asumiendo el riesgo, la incertidumbre de no recibir nada a cambio. El don es, por tanto, un acto de confianza en la posibilidad de construir formas de vínculos y fraternidad. Que esa confianza sea respondida bien o mal es el riesgo que implica fiarse, pero es un riesgo que vale la pena correr porque permite dirigir la mirada más allá, fuera de sí.

¿Por qué?
Aquí radica la idea de una nueva confianza mutua. Solo puedo interrumpir mi miedo a los otros, la desconfianza, el odio si logro crear nuevos vínculos de reciprocidad, nuevas formas de sociabilidad, nuevas formas de respeto. Apostar por el hecho de construir una sociedad más inclusiva.

Dan ganas de decir que eso solo es posible si otro lo ha hecho conmigo.
Si no queremos caer en el idealismo de Grossman, debe haber alguien, un tercero que nos muestre la importancia de promover este itinerario. Para mí, en la tierra, este lugar es la política.

¿Basta con la política de los hombres?
Yo razono de manera laica. La política de los hombres debe iluminarse y abrirse a esa que ya se ha convertido en una necesidad. No hay tiempo que perder. El respeto como reconocimiento mutuo. La posibilidad de donar sin tener la certeza de recibir algo a cambio. Necesito que exista un lugar que haga suya, colectivamente, esta perspectiva. De otro modo nos hundimos en individualismos particulares. Lo digo como científico de lo humano.

¿Eso le basta a Adolfo Ceretti? ¿O hay otro tercero con el que medirse? En las últimas páginas de su libro, dice: «Me interesa más la búsqueda del sentido de las coas que la irrupción del misterio, y creo que esa búsqueda debe centrarse en primer lugar en el aquí y ahora. Pero al mismo tiempo, percibo la inadecuación de esa finitud para explicarlo todo. Esta exploración del sentido y esta tensión implican por mi parte la aceptación de los límites de la razón “científica” y la intuición de la existencia de una dimensión superior a la humana, que no coincide forzosamente con la fe religiosa, y mucho menos con la fe católica, pero sin duda tiene que ver. Y empieza justo allí donde termina la “racionalidad” o, mejor dicho, donde el rayo de la razón empieza a dilatarse».
Por lo que a mí respecta, pido a todos los hombres de buena voluntad que den este paso que es lo que Benedicto XVI nos indicaba cuando hablaba de una “razón ensanchada”. Yo me concentro en el aquí y ahora. En nuestras discusiones, mi querido amigo el padre jesuita Guido Bertagna me reprocha muchas veces (¡con un toque de humor!) susurrándome que no me dejo tocar por el Misterio, que no me fío del Misterio y por eso tengo esta incapacidad para vivir una comunión con la palabra “Dios”. Ahora todo esto quema más, escuece. El sábado, mientras limpiaba de manera obsesiva durante cuatro horas, rezaba.
La petición de ensanchar mi razón empieza a elevar el tono de su voz. Aunque sigo siendo incapaz de fiarme. Pero llegué a escribir esa página del libro.

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Una página profética de este tiempo, diría. Tal vez haya que dejar espacio a ese tercero.
Dentro de mí sigo cultivando este espacio. Siento este deseo de comunión con el otro aquí y ahora. Tal vez sea paradójico pero es justo cuando estoy en la cárcel y hablo con “mis” asesinos cuando siento realmente la presencia de todo lo que está más allá de la vida terrena. Cuando me dicen que “el diablo les acaricia el pelo” siento la trascendencia, siento que todo el mal y todo el bien son posibles. Se me abren otras formas de racionalidad, donde la razón empieza a ensancharse. Y muchas veces me descubro llorando.