Alessandro Laterza

Alessandro Laterza: «Un círculo opresor que se puede romper»

La soledad, la «dureza de la realidad», las incógnitas del futuro. Pero también ciertos signos positivos «que tienen un valor enorme...». Un protagonista de la cultura italiana cuenta cómo ve y cómo vive este tiempo de confinamiento
Davide Perillo

«Estamos volviendo a medirnos con la dureza de la realidad. Y no lo digo solo en sentido negativo. Me refiero más bien a la conciencia, al núcleo duro». En estos tiempos difíciles de bloqueo intenso y distanciamiento, Alessandro Laterza, 62 años, consejero delegado de la histórica editorial que lleva el nombre de su familia, sigue trabajando más o menos como siempre «porque, gracias a Dios, los libros siguen adelante».
En casa, cartas, al fondo el mar de Bari y montones de libros por todas partes («¿Qué estoy leyendo? He retomado algunos clásicos sobre el contagio: Tucídices y Lucrecio, Ovidio tiene páginas preciosas sobre la epidemia que no se conocen tanto, Manzoni, naturalmente, y Defoe con Diario del año de la peste, una obra por descubrir»). La mirada se abre paso entre las preguntas y el miedo que tienen todos, sobre el presente y sobre el mañana, sobre lo que estamos aprendiendo ahora, al enfrentarnos con la pandemia, y sobre el mundo que nos encontraremos después, cuando el virus nos dé una tregua. «Hay quien habla como de un impulso casi saludable, como una palingenesia. Cosas como “el capitalismo ya no será lo mismo”, “las relaciones cambiarán”, “seremos mejores”… Yo soy más prudente. No logro llevar demasiado lejos ese deseo de optimismo…».

Pero, mientras tanto, ¿qué aflora en nosotros?
Ante todo, hay ciertos sentimientos dominantes. El miedo al contagio masivo, por ejemplo. Es algo atávico. Lo habíamos borrado de nuestra memoria reciente. Tenemos que volver a la llamada gripe española de hace un siglo para encontrar una experiencia parecida. Por cierto, en aquella época la enfermedad causó más víctimas que la guerra. Pero lo borramos, era algo que había salido de nuestro horizonte. Ahora es un miedo que vuelve para asomarse a los lugares de nuestra vida cotidiana, lugares que compartimos. El otro es un peligro del que mantenerse distante, sea quien sea. Se ha derrumbado toda forma de sociabilidad ordinaria, aparte de la proximidad dentro de los núcleos familiares donde normalmente vivimos con esta intensidad, y nadie ha dicho que sea fácil… Luego hay otro miedo que remonta, cada vez con más fuerza.

¿Cuál?
La preocupación por el futuro. Mucha gente perderá su trabajo, eso es verdad. Hay mucha inseguridad, en nuestra casa y no solo. Hay un horizonte general difícil de imaginar, y la globalización hace aún más complicado prever las consecuencias que tendrá todo esto en la vida de las personas, en nuestro pequeño horizonte individual. Por otro lado, también veo surgir muchas ganas de expresar solidaridad, de muchas maneras: no solo médicos y enfermeros, que están en primera línea, también voluntarios, con recogidas de fondos y muchos gestos… Es algo transversal que personalmente me conmueve mucho.

¿Pero no son cosas que ya existían pero esta situación hace ver mejor? Por ejemplo, la relación con los demás ya antes sembraba temores en unos y en otros solidaridad…
Venimos de una época en que el miedo al otro en cierto modo era el miedo al inmigrante. Nunca es deseable mirar las cosas a partir de un trauma, pero está claro que mucho de esa actitud se debía a una cierta intención de inflar la sensación de inseguridad de la gente. De alguna manera, eso tiene ahora un fundamento real que afecta a todos. Pero por otro lado empezamos a darnos cuenta de que si faltan los inmigrantes, nuestro sistema se bloquea. Pienso en el trabajo en el campo, en los cuidadores… Diría que además del miedo, está aflorando la necesidad que tenemos unos de otros. Estamos dentro de un gran círculo. Es difícil establecer el límite entre “yo” y “ellos”. El contagio no hace distinciones. Luego está la cuestión inevitable de la muerte. También podemos fingir que la tenemos arrinconada, pero eso no dura mucho en una situación como esta. Todos sabemos que es difícil concebir el término de nuestro destino físico. Es la dureza propia de la realidad.



De algún modo, el redescubrimiento de esta fragilidad ¿no puede ser una ocasión para entender sobre qué apoyamos realmente nuestros pies, más allá de nuestras ideas? Muchos hablan de una «vuelta a lo esencial»…
Yo diría que la situación que vivimos es una multiplicación de factores que pertenecen a nuestra experiencia. Los intensifica, los hace más perceptibles. Sobre la esencialidad, no sabría decir. Puede ser que todo esto nos lleve a ser más sobrios, tanto desde el punto de vista material como espiritual. Lo que es seguro es que nos obliga a reflexionar.

Y saca a la luz preguntas que normalmente quedan sepultadas, censuradas…
No es obvio, pero es más que posible. Y es un discurso delicado porque las preguntas radicales pueden romper nuestro frágil equilibrio. Puede ser un bien, pero también un factor de desequilibrio. Veo a mucha gente con problemas porque no logran encontrar un sentido en todo esto. O puntos de apoyo. Y lo entiendo.

¿Y a usted qué es lo que más le ayuda?
Poder continuar con mi actividad. El trabajo de las editoriales, afortunadamente, prosigue. Todas las mañanas me levando y voy al despacho. Siempre he tenido un proyecto con el que identificarme: nuestra empresa, mi trabajo. Mi principal preocupación es entender por qué camino poder seguir. Me doy cuenta de que eso restringe el campo pero en el peligro me dan ganas de reaccionar, de luchar aún más. Todo eso ayuda. Siempre he tendido más a hacer que a discutir. Para mí, la principal cuestión ahora es cómo sobrevivir a esta fase de desierto, y luego pensar algo sobre el futuro inmediato: los ebook, la edición de libros escolares… son cosas que hay que repensar.

Hay otro elemento que señalan muchos observadores, un dato con el que nos medimos más que antes: la soledad. ¿Es una condena de la que huir o lleva dentro algo positivo?
Aquí sucede algo extraño. La representación que tenemos de la soledad suele ser parcial. La verdad es que nuestras soledades, sustancialmente, suelen estar siempre muy pobladas. Incluso en esta situación. Yo diría que no soy un entusiasta de lo digital ni de la telefonía móvil, pero me pregunto seriamente qué habría pasado si no hubiéramos podido estar tan conectados con los demás gracias a la tecnología. Sin duda, es una sustitución que no tiene validez indefinida. La pérdida de la sociabilidad “normal” no es una mutilación menor, y veremos a qué nos lleva. Seguro que en esta situación emerge más el peso de ciertas cosas.

¿Como cuáles?
Ciertos gestos de atención y solidaridad, por ejemplo. Aunque sean pequeños, tienen un valor enorme. No solo porque materialmente resuelven problemas a gente que no puede, qué se yo, hacer la compra o ir a la farmacia, sino porque rompen ese círculo opresor que supone el sentirse abandonados del mundo. No se trata solo de un acto material sino social.

¿Hay algún episodio que le haya impactado especialmente?
No sabría decir, se ven muchos. Gente que donde puede pone una mesa o un cesto donde se lee «quien pueda que dé, quien no pueda que tome»… Cosas así. Hay un gran deseo de hacer o dar algo. Es verdad que también hay mucha sospecha. Por ejemplo, veo la duda habitual sobre si el clásico donativo que uno da en las recogidas de fondo finalmente llega adonde debe… Es como una desconfianza de máximos respecto al hecho de que esta inclinación solidaria pueda ser mediada por otros.

Corremos el riesgo de ser individualistas incluso en la solidaridad, entonces…
En algunos aspectos sí. A menos que no haya de por medio sujetos ya conocidos y activos. Por ejemplo, las parroquias, que siempre están ahí, las conocemos… A mí me gusta mucho la historia. Siempre me acompaña una cita de la Didaché, una piedra angular del cristianismo antiguo: «que tu limosna sude en tus manos». Es decir, intenta asegurarte de que tu ayuda beneficia a quien verdaderamente lo necesita, que se genere una relación.

Muchos afirman que de esto saldremos distintos. Usted es más prudente, ¿por qué?
Para empezar, no sé cuándo saldremos. Ni en qué medida quedará la duda de que el contagio pueda volver. Pero me preocupan mucho las consecuencias económicas, el sufrimiento social que podrá nacer de esta crisis. Es algo que se me agarra al estómago. Me pregunto si no habrá cambios también en los equilibrios entre las grandes potencias globales. Parecen cosas lejanas, pero luego caen con fuerza en nuestras vidas. Si el euro corriera peligro, por ejemplo, sería dramático. Espero que la política, puesta a prueba, dé respuestas menos míseras de las que estamos acostumbrados. Pero me doy cuenta de que lo decisivo quizás sea otra cosa.

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¿Cuál?
Qué decidimos mirar. Lo pensaba hace unos días, leyendo un artículo publicado en la revista Bild sobre Italia. Por un lado, «forza italianos, estamos con vosotros», pero por otro afloraban los estereotipos de siempre: desorganización, astucia… Me pregunto si en este momento son más importantes las críticas habituales o la solidaridad. Yo creo que lo segundo, pero depende de nosotros.