Roberto di Bella

Roberto di Bella. Libres para elegir

Acusados de crímenes terribles, entre el ostracismo, la incomprensión, las “viudas blancas”. Un juez del Tribunal de Menores cuenta cómo se sirvió de la ley para ofrecer una vida en libertad a muchos “hijos de la mafia”
Paola Bergamini

Davide (nombre ficticio), hundido en el sillón, tiene la mirada perdida, le tiemblan las manos. A Roberto Di Bella, juez del Tribunal de Menores de Reggio Calabria, le cuesta reconocer al chico lleno de arrogancia al que condenó hace dos meses. A regañadientes, accedió a la petición de la directora del centro de rehabilitación para verlo porque el chaval estaba destruido. Él es juez, no psicólogo, solo aplica la ley. Pero ahora, frente a ese rostro destruido, saltan los “roles” y las reglas, y le dice: «¿Qué vida llevas? Solo tienes quince años. ¿Quieres acabar como tu padre y tus hermanos, muerto o en la cárcel? Tu familia es de la ’Ndrangheta (organización criminal vinculada a la mafia, ndt.). Tienes que irte de Calabria. Si quieres, te ayudo».
Era el año 2005. Pocos meses después, trasladan a Di Bella a Messina, donde vive con su familia. Pero aquel encuentro le dejó marcado. «Durante los doce años previos, me había encontrado delante del sufrimiento de las víctimas pero nunca el de un condenado».
En 2011 volvió a Reggio Calabria como presidente del Tribunal de Menores. Un día, una psicóloga le paró. «¿Se acuerda de Davide? No salió adelante. Está en un centro psiquiátrico. Los demonios de su pasado lo están machacando. Estando en libertad, vino a buscarle y nos dio saludos para usted. Dice que ha sido el único que le ha tratado como un ser humano». Poco después, Di Bella tuvo que juzgar al hermano de Davide. Esa humanidad distorsionada empezó a aflorar con fuerza en sus pensamientos. No le bastaba con aplicar la ley. La justicia tiene una connotación más. Con un procedimiento civil podía alejar al chico de su familia, enviarlo a una comunidad en otra región. Así empezó el proyecto “Libres para elegir”, que estos años ha sacado a más de sesenta adolescentes de un destino que parecía inevitable. Un proyecto único en Italia, en el que colaboran varias asociaciones de voluntariado. Pero también es el título de un libro que ha escrito con Monica Zapelli, guionista de la película homónima dirigida por Giacomo Campiotti y estrenada el año pasado. En el libro, las historias de estos chicos y sus familias se entrelazan con la vida de este juez, que al empezar nuestro diálogo nos dice: «Cuántos chavales, cuántas madres se han sentado donde está usted ahora. Horas de charla, con momentos de tensión, mía y suya, a veces también estallaba alguna que otra carcajada, otras veces el llanto».

Empecemos por el principio. Usted llega a Reggio Calabria en 1993. ¿Por qué elige este lugar?
Era un joven magistrado, recién sacada la plaza. Acepté por conveniencia logística, pues vivía en Messina. A decir verdad, no estaba muy convencido. Ir a un Tribunal de Menores en Calabria resultaba una opción poco satisfactoria, pero pensaba que me quedaría como mucho un par de años. Era la época oscura de la mafia, todos mis colegas querían irse a Sicilia, donde se libraba una guerra terrible y por tanto había una fuerte tensión ética. No imaginaba para nada lo que me esperaba.

Una escena del film ''Libres para elegir'' de Giacomo Campiotti (foto Sara Petraglia)

¿Cómo fue la primera impresión?
Durísima. La explicación me la dio el entonces presidente del Tribunal: «Calabria no es Sicilia: aquí está la ’Ndrangheta». Tuve que afrontar situaciones para las que no estaba preparado desde el punto de vista profesional, ni personal. Tenía que juzgar a menores acusados de delitos gravísimos. Pero daba la impresión de que a nadie le importara lo que estaba pasando, más que a los familiares de las víctimas, a la magistratura y a las fuerzas del orden. Nadie hablaba de ello. Tenía la sensación de estar en medio de una guerra tortuosa en un territorio olvidado por el Estado. Era poco más que un chaval y me sentía muy perdido. Tenía delante a esos adolescentes, implicados en casos terribles, tribales, propios de la ’Ndrangheta.

¿Qué quiere decir?
La estructura criminal coincide con la familiar. No se arrepienten, porque eso significaría acusar a padres, madres, hermanos. Para ellos, el Estado es “la familia”. Desde pequeños respiran un ambiente de odio y opresión, sobre todo en los pequeños pueblos de provincia. En los procesos, veía a estos chavales imperturbables. No lloraban, no se desesperaban ni siquiera ante las condenas más duras. La “familia” había reprimido su conciencia individual, sus aspiraciones. La única ley era la de la violencia y la venganza. Por aquel entonces, mi preocupación era hacer notar la presencia del Estado y la tutela de las víctimas. Me parecía la única forma de justicia posible. Pero por dentro tenía una sensación de inutilidad profesional: no hacía nada por esos chicos.

Hasta que se encontró con Davide. Por primera vez vio una humanidad sufriente, destruida. Saltó algo que le hizo decir: «Si quieres, te ayudo». El traslado a Messina no se lo permitió pero cuando, en 2011, volvió a Reggio Calabria y tuvo que juzgar a su hermano, decidió que se podía hacer algo.
Junto a otros colegas, porque desde el principio fue un proyecto compartido, queríamos que cumpliera la pena fuera del territorio, pero al no tener pruebas suficientes tuvimos que absolverlo. Entonces, siempre dentro de la ley, decidimos aplicar una medida civil. El resto de sus hermanos estaba en la cárcel, sus amigos eran delincuentes y por las noches deambulaba por las calles sin ningún tipo de control. Intervinimos la responsabilidad parental y le alejamos de su familia. Fue una decisión complicada. ¿Y si nos estábamos equivocando? Estábamos ante un chaval con toda la vida por delante, nos pareció la única posibilidad.

De todas formas, podía parecer un castigo.
Queríamos hacerle experimentar una posibilidad de vida distinta, desde un punto de vista cultural, afectivo, social. Deseábamos ofrecerle instrumentos que le hicieran realmente libre para elegir. Le trasladaron a Messina, trabaja allí y hoy sigue fuera del ámbito de la delincuencia. Después de él hemos aplicado este procedimiento a casi sesenta chavales. Pero cada caso es siempre único, en el sentido de que nunca ha habido una estrategia a priori.

Empezaron con los chavales, pero también había madres, según cuenta el libro.
También nos implicamos en el sufrimiento de estas mujeres. Muchas eran jóvenes “viudas” blancas, es decir, con sus maridos en la cárcel, prisioneras de la regla de la “familia”. No podían hacer nada. Al principio maldecían, nos gritaban diciendo que nos habíamos llevado a sus hijos. Hubo que tener mucha paciencia, verlas varias veces, verlas llorar mientras nos contaban sus miedos, poco a poco se fue instaurando un diálogo en el que fueron comprendiendo que queríamos tutelar a sus hijos, deseábamos darles la oportunidad de una vida nueva. Me encontré desempeñando la función no solo de juez sino de confesor y psicólogo. Me di cuenta de que una palabra de consuelo es esencial para quien solo ha tenido un desierto afectivo. Se trata de ofrecer una esperanza. Eso genera un cambio de mentalidad dentro de una cultura de odio y opresión. Algunas empezaron un camino de colaboración con la justicia precisamente para salvar a sus hijos. Otras pidieron salir de Calabria junto con sus hijos. Lo hicieron a escondidas, llenas de miedo, pero también era una posibilidad de rescate para ellas. En un momento dado, nos dimos cuenta de que la red pública ordinaria no era suficiente.

¿Qué hicieron?
Solos no se puede, hay que ser humildes e intentar compartir. Pedimos ayuda. Primero a la asociación Libera de don Ciotti, que nos echó una mano para ocultar a estas madres con sus hijos. Poco a poco, la red se amplió, implicando también a asociaciones anti-mafia. El pasado mes de noviembre se firmó un importante protocolo con la CEI, que financia el proyecto mediante la campaña 8 por mil, con los ministerios de Justicia, Familia y Educación, la Procuración nacional antimafia y la asociación Libera. Hasta hoy son más de veinte los núcleos familiares que han podido rehacer su vida lejos de Calabria.

Pero al principio el proyecto no estaba bien visto. Se publicaron artículos muy duros en la prensa. Les acusaban de arrancar a los hijos de sus familias. ¿Nunca tuvieron dudas?
Lo nuestro era una lucha contra la ’Ndrangheta, nos interesaba el menor. Tal vez así se entienda mejor el hecho de que nunca hemos tenido una estrategia. En cada caso buscábamos el camino más adecuado. Éramos conscientes de que podíamos equivocarnos y por tanto estábamos dispuestos a ir cambiando. De hecho, de casi sesenta adolescentes, tres se vieron implicados en procesos penales y solo uno de ellos por la mafia. Si haces este trabajo con pasión, no basta con aplicar un procedimiento, quieres ayudar a estos chavales a salir de su angustia, del abismo. Para ello, quise hacer yo mismo un camino de maduración personal, de experiencia. Ante el sufrimiento, sientes que debes hacer algo más. Pero no siempre es fácil.

¿En qué sentido?
Le contaré la historia de Anna (nombre ficticio). Padre y madre en la cárcel, vivía con su abuela, que también era cómplice. Decidimos alejarla. El día siguiente a la ejecución del procedimiento, la psicóloga y el trabajador social me contaron que había sido terrible. La niña había llorado desesperadamente durante todo el viaje, ni siquiera el policía que les acompañaba fue capaz de contener las lágrimas. Volví a casa destrozado, pensando que estaba haciendo ingeniería social y añadiendo sufrimiento al sufrimiento. Estuve a punto de revocar la orden. Un tiempo después, llegó el informe de la familia de acogida: la niña estaba renaciendo. Con el tiempo, comprendió qué significaba vivir en un ambiente donde el miedo no tiene la última palabra. En una carta a su padre preso, escribió: «Basta de inventar excusas o persecuciones. Si estás dentro, algún motivo habrá. ¿No te cansas de vivir así? Yo quiero tener una familia con un marido e hijos a mi lado. No como nosotros». Había cambiado su concepto de familia: de poder a afecto. Mandamos a la hermana pequeña a la misma familia y hace poco vino a vernos. Nos abrazó, nos dio las gracias y nos dijo que de mayor quiere ser psicóloga para ayudar a jóvenes como ella.

¿Siguen en contacto?
Casi siempre, y traen a sus hijos, a sus parejas. Seguimos ayudándoles incluso cuando se hacen mayores. No solo a aquellos con los que se ha aplicado el procedimiento civil de alejamiento, también a los menores que, por los delitos cometidos, son condenados. Les seguimos durante la pena, vamos a la cárcel o a la comunidad educativa. Con los años he entendido que se puede dialogar sin perder la autoridad del cargo, pues te conviertes en autoridad. El diálogo permite entrar en empatía con estos chicos, que comprenden la sentencia y al mismo tiempo sienten que quieres ayudarles a encontrar una nueva dimensión personal y social. Que no les dejamos solos, no los abandonamos. A menudo vienen a pedirme explicaciones sobre los procedimientos judiciales y yo les explico el contenido paso a paso. No guardan rencor porque me ven transparente, y por tanto creíble, haciendo seriamente mi trabajo, estando siempre disponible a echarles una mano. Esta perspectiva reeducativa de la justicia, prioritaria en el ámbito de los menores, atenúa mi sufrimiento, porque condenar siempre implica sufrimiento.

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¿Qué le ha sostenido estos años?
El Derecho, y algo que definiría como un instinto de supervivencia profesional, es decir, el deseo de sacar a estos chavales del abismo de la ’Ndrangheta. No podía quedar inerme ante ese sufrimiento. Poder hacerles ver la realidad con los ojos de la experiencia, no solo en el sentido de probar algo distinto sino de dar un juicio y por tanto poder elegir. Un juicio que pasaba también por mi propia experiencia. Podía decirles: «He condenado a tus familiares, que tenían las mismas potencialidades y sentimientos que tú y mira cómo han acabado. Tú puedes no sufrir como ellos». Es lo mismo que les digo a sus madres y padres: «Os habéis equivocado, pero ahora ayudadnos a ahorrar a vuestros hijos ese sufrimiento». Después de años de insultos y amenazas, ahora algunos padres presos nos dan las gracias: «Señoría, gracias por lo que está haciendo por mis hijos. Si yo hubiera tenido esa oportunidad, tal vez ahora no estaría aquí».

Su cargo termina, dentro de unas semanas se traslada a Catania. ¿Exportará su proyecto a Sicilia?
No lo sé. Veremos qué hace falta allí. No hay estrategias.

Roberto Di Bella nació en 1963, primero fue juez y luego presidente del Tribunal de Menores de Reggio Calabria. En mayo asumirá el mismo cargo en el Tribunal de Catania. Durante 25 años, se ha dedicado a los menores, en su mayoría implicados en delitos relacionados con la mafia. Puso en marcha el proyecto “Libres para elegir”, que ha permitido a más de sesenta jóvenes rehacer su vida lejos de Calabria. Con Monica Zapelli, guionista de la película homónima producida por la RAI, ha publicado el libro Libres para elegir en Rizzoli.