«¿Cuándo nos ha faltado algo?»

Un grupo de profesionales sanitarios organiza unas jornadas de atención médica en Venezuela allí donde el acceso a la atención médica es casi imposible. Y se encuentran con pacientes que ante la pregunta del doctor: «¿cómo está?», responde: «agradecido»
Gloria Rodríguez

En la revista Huellas de abril salió un artículo sobre América Latina donde Alejandro Marius contaba la situación crítica que viven en Venezuela. Me sorprendió que estando la situación como está, yéndose tanta gente, ellos permanecieran allí, y no solo eso, sino que quisieran construir e implicarse de esa forma en su país. Llena de admiración y agradecimiento le escribí, a lo que me respondió diciéndome que debía hacer dos cosas: ir al Meeting en verano con ellos y a Venezuela en diciembre a unas jornadas de atención sanitaria que organizaba un médico amigo suyo. Y así, gracias al billete que me regalaron mi familia y amigos, el 25 de noviembre me subí a un avión rumbo a Caracas junto con algunos amigos universitarios italianos que también se sumaban a la aventura.
Llegamos y nos esperaban con los brazos abiertos. La comunidad del movimiento aquí es especial, nos acogían con alegría y sencillez, dándonos todo lo que tienen estando la situación económica como está. Un día Ale me decía: «mira Gloria, yo soy un pobrecillo, hago poca cosa, no sé cómo estar delante de tantas situaciones, y por eso soy totalmente dependiente, dependiente de la fraternidad. La fraternidad es todo, ahí vivo una dependencia hasta lo más humillante, como es pedir dinero para mí y mi familia. Yo he pedido dinero para otros, pero cuando es para uno, ahí sí que cuesta, ahí sí que toca hacer un trabajo de sencillez y pedir ayuda».
Jenny, una mujer increíble que vive en El Tocuyo, nos contaba que su hijo no perdió la mano gracias a la ayuda del fondo común, y citaba lo que Alejandro le decía en ese momento: «cuando manifiestas tu necesidad, aparece otro, y el otro puede actuar. Pero si no la manifiestas, eres tonto, porque te pierdes lo mejor, lo impensable». Si no fuese por el fondo común varias familias de El Tocuyo no tendrían nada para llevarse a la boca, o el hijo de Jenny no tendría hoy su mano, o el marido de Deisy no podría haber sido intervenido de su tumor cerebral. Ale nos decía que le impresionaba pensar que el dólar que da la mujer de Uganda, o la viejecita de Minnesota o el padre de familia de Guatemala contribuyen a salvar la vida de un desconocido… El otro día, en un ramalazo de impotencia, le preguntaba cómo podía ayudarles, y me decía: «dalo al fondo común».

Después de un par de días en Caracas, nos subimos a los coches rumbo hacia el noroeste del país hasta llegar a Humocaro, donde las monjas del monasterio trapense nos esperaban. Al llegar conocimos a Madre Cristiana, quien, al presentarnos y escuchar el nombre de Isabel Marius le dijo: «tengo algo para tu hermana Chiara» (que está enferma) y sacó del bolsillo una bolsita. Seguimos hablando un rato y al final le dijo a Isa: «pido todos los días por Chiara. A veces siento que tu padre llora… Dale un abrazo fuerte de mi parte». Aquello me conmovió hasta las lágrimas… Los ojos empañados de lágrimas de esa mujer me vencieron. ¿Quién es esta que, en una montaña perdida en Venezuela sin nada, siente tan suyo el dolor del mundo? Pensaba en los pacientes de psiquiatría de las prácticas de mi hospital a los que ningún médico ha mirado con la mirada de Madre Cristiana al mencionar a Chiara. Me vino inmediatamente a la cabeza una frase del libro de san Francisco Javier, donde un cura, al ver a san Francisco cuidar de los enfermos, le dice: «Padre, hoy he comprendido, por primera vez, lo que significa la encarnación de nuestro señor Jesucristo». Para despedirnos quisieron cantarnos una canción. Allí, en una montaña recóndita en Venezuela, unas hermanas cantaban a coro, mientras el mundo gira: «si tú supieras cuánto te he querido…». Mientras Chiara sufre, hay unas que cantan: «si tú supieras cuánto he pensado en ti, cuánto te he esperado».
A la mañana siguiente continuamos nuestro viaje por las bellísimas montañas andinas para llegar a Hato Arriba, un conjunto de caseríos a 1.900 metros de altitud donde nos esperaban con los brazos abiertos. El doctor Chema (venezolano de El Tocuyo) organizaba allí una jornada de atención sanitaria para la gente del pueblo, ya que muchos no tienen acceso a la sanidad, ya sea por el dinero o porque el ambulatorio más cercano está a horas caminando, por no hablar del hospital más cercano. Las consultas constaban de un pupitre y dos sillas, con un papel en la puerta que indicaba con rotulador: “Pediatría” o “Medicina General”. Estuvimos todo el día atendiendo a gente de la zona, que llevaban meses o incluso años sin ser atendidos por un médico. Mientras tanto ibas viendo en la sala al resto de médicos, todos venían voluntariamente, dejando sus clínicas, y estaban contentos. Podíamos hacer muy poco, pero Chema nos decía: «sí, es muy poco, y no les resuelve mucho, pero no es lo mismo ir que no ir. Al final no es tanto curarles o salvarles, sino más bien el hecho de ir hasta allí por ellos, donde nadie llega, y que se sientan escuchados y queridos por alguien. Muchas veces he pensado en dejar de organizarlo, pero al final no puedo, yo mismo lo necesito».

Tras estas jornadas bajamos a El Tocuyo, una pequeña ciudad donde nos esperaba la comunidad del movimiento. Las palabras se quedan cortas para explicar lo que he visto viendo vivir a esta gente. Esos días fueron como palpar con las manos cómo esta gente vive la dependencia, se levantan por la mañana sin saber realmente si van a tener para comer, pero están serenos porque se saben sostenidos. Nos decía Petra que ella, cuando alguien pasa por su casa pidiendo, siempre les da algo, lo que tenga, y que a veces les da toda la harina que tenía para cocinar, y cuando sus hijos se enfadan con ella, les dice: «pero hijos míos, ¿cuándo nos ha faltado algo? El Señor proveerá». Nos decía Jenny, su hermana, que cuando una de la comunidad se agobiaba por el futuro, porque no le iba a llegar el dinero, ella le recordaba: «¿pero hoy te ha faltado comida?». «No». «¿Tus hijos están bien?». «Sí». «Pues entonces seguimos, el Señor proveerá». Comentaba Jenny que «tenemos que vivir en el presente, porque es el único lugar que nos da paz, y confiados, por lo que ya hemos visto suceder hasta ahora, en que de una forma u otra el Señor no nos deja». Y esto te lo dice con la sonrisa llena y los bolsillos vacíos.
La hermana Rafaela nos llevó un día a la zona más rural. Eso ya era otra cosa… casas de tierra con vallas de palos, niños descalzos jugando al béisbol con palos como bate y piedras como pelota, ancianos sentados en una silla viendo pasar el día. Fue entonces cuando nos llevó a la casa de Anaís. Abrimos la valla de palitos y llegamos a la puerta, donde había una señora mayor en una silla, sin dientes, descalza y con el pelo blanco, que nos sonreía y nos invitaba a entrar desde su silla. Pasamos a la única estancia de la casa y ahí estaba Anaís. Tiene 40 años y está en una cama donde se pasa los días. La habitación era de barro, estaba sucia y simplemente tenía dos camas: una para ella y otra para sus padres. Anaís tiene una enfermedad mental, no se levanta de la cama y apenas puede hablar, pero en medio de ese lugar tenía un rostro sereno, con una sonrisa de oreja a oreja que no se le borraba en ningún momento. Fue entonces cuando nos dijo entre balbuceos, con una sonrisa radiante: «¿cuándo vuelven?». Lo repitió varias veces: «¿cuándo vuelven?». Ahí me conmoví. Anaís es más sencilla que yo. Ella, con una sonrisa, dice lo que yo en el fondo querría decir siempre: «¿cuándo vuelves?». Y espera con una sonrisa.
Esos días en El Tocuyo, el doctor Chema organizaba, junto con más de 150 médicos del país, un operativo médico para atender de manera gratuita a más de tres mil pacientes que de otra manera hubiesen tenido difícil acceso a esos servicios debido a su situación económica. Entramos el primer día del operativo por la puerta principal y había un pasillo entero lleno de sillas a ambos lados con niños sobre las piernas de sus madres esperando a ser operados. En la zona de cirugía hacían intervenciones de 15 minutos con tres quirófanos funcionando a la vez y dos niños por quirófano. Viendo cómo podíamos ayudar, nos dimos cuenta de que en la sala de reanimación no había nadie atendiendo, así que decidimos empezar ayudando por ahí. Giorgio, el anestesista italiano que venía con nosotros, nos fue dirigiendo para organizar la atención en la sala con lo poco que teníamos, y así lo que inicialmente era una sala fría y desangelada se convirtió en un lugar amable para los niños que llegaban y para trabajar.

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En un momento dado de la mañana me empezó a dar un poco de rabia que algunas de las cosas que se hacían, en términos sanitarios, no estaban bien hechas. Así, poco a poco, llegó un punto donde me fijaba más en las cosas que cambiaría y me quejaba. Salí de la sala y vi en el quirófano que había un grupo de médicos y enfermeros que estaban en círculo con el móvil y hablando porque había otros operando. Y ahí, de pronto me di cuenta de que estaban y podrían no estar, sin embargo estaban, habían dejado sus clínicas y habían dejado de ganar dinero por estar ahí ese día gratuitamente, hasta el punto de que había más médicos de los que hacían falta, pero aun así habían venido. Eso me liberó. Jack me decía con una sonrisa que estaban ahí, y que esa disponibilidad permitía construir.
En otro momento salí de la zona quirúrgica y al abrir el portón me encontré con un policía que agarraba una pistola en el cinturón. Me asusté un poco, además del respeto que de por sí me infundían los policías allí. De pronto me preguntó con cara de preocupación: «¿han operado ya a mi niña? ¿Sabes si está bien?». Me sobrecogió. Delante de la enfermedad, de la fragilidad, todos somos vulnerables, policías, políticos, maestros o médicos, todos. Este hombre podía ser policía, pero era también padre de una niña, y sufría como cualquiera delante de su niña enferma. Qué privilegio el del médico de poder estar delante de esta verdad que nos une, de esta vulnerabilidad que nos acerca.
Chema nos habló de un señor que se dedicaba a vender arepas y con eso se ganaba la vida. Resulta que este hombre, por agradecimiento a Chema por operar a su hijo gratuitamente, todos los años hace arepas durante los días del operativo, regalándolas a la gente por pura gratuidad, sin tener ningún ingreso, cuando es uno que no tiene nada. Nos decía Chema que le recordaba a san Francisco: «dar hasta que duela». Pensaba al escucharle que ojalá fuera así de consciente de que hay uno que me ha salvado la vida y que las cosas que haga sean por puro agradecimiento, pero no como idea sino realmente que sea lo que me domine y me mueva, como a este vendedor de arepas.

El último día del operativo era día de consultas. Había algunos pacientes que esperaban desde las cinco de la mañana. Entra el siguiente paciente y el doctor le saluda: «hola Rafael, cuénteme, ¿cómo está?». Y Rafael responde: «agradecido». En los días del operativo las cosas que veía suceder delante de mis ojos me volvían a colocar una y otra vez. Después de la consulta pensaba que yo quiero vivir como Rafael. Cuando cualquiera estaría exigiendo y enfadado por llevar esperando seis horas para ser atendido, él estaba agradecido, ¡agradecido!... porque veía más. Cuánto que aprender de esta gente.
También me ha impresionado mucho estos días ver médicos que se dejan tocar así por la situación de su país, que dejan sus trabajos para atender a la gente gratuitamente, el gran sentido de servicio que tienen. Cuando pregunté a Isa Marius por qué estudiaba enfermería, me respondió: «porque quiero servir a los demás». Esto me ha ayudado mucho, ahora que tengo que sentarme de nuevo delante de los apuntes, se vuelve a abrir un horizonte nuevo si el estudio puede ser un bien para otro, para servir a otro, si la fatiga que tengo que atravesar dedicando horas al estudio es para servir y ayudar a otro, como he visto estos días.
En lo concreto, en lo pequeño, en lo escondido, en un pueblecillo de Venezuela, mis ojos han visto estos días «cosas que no creeríais». Dentro de la escasez, del dolor, de la dificultad, una forma de estar de otro mundo, gente que aparentemente no tiene nada y sin embargo lo tiene todo. Así que, ¿cómo estoy? Agradecida, por haber visto lo que he visto, porque estas personas viven la fe de una forma atractiva, útil, que les permite vivir y no sobrevivir, y yo lo quiero para mí.