Enrique Arroyo, director del Colegio J.H. Newman de Madrid

Madrid. «Mi aventura con el Newman»

El encuentro con el movimiento a los 17 años. El “sí” a Cristo, la decisión de dar clase y el nacimiento de un colegio que hoy acoge a más de 1.500 alumnos. El testimonio de Enrique Arroyo en la Diaconía Europa
Enrique Arroyo Orueta

De Giussani, siempre me llamó la atención su afecto a Cristo y la claridad que tenía ante el hecho de que la vida es vocación. Decía que nadie había pronunciado jamás una palabra tan llena de estima por los demás, por el destino de los demás, como cuando Jesús de Nazaret dijo: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?».

Esto se me hizo evidente a los 17 años. Conocí en clase a Carras (Jesús Carrascosa, uno de los primeros del movimiento en España, ndr) que se convirtió para mí en amigo y punto de referencia. Hasta el punto de que un año después se lo presenté a mis padres. Mi padre estaba en un momento de gran crisis. Al salir de allí, le pregunté qué le había parecido. «Me da envidia». En ese momento miraba a Carras, con su casa –que era como una chabola– pero con la certeza del sentido de la vida, y a mi padre que aun teniendo muchas cosas importantes en la vida no tenía lo fundamental: un sentido. Pensé: «No quiero dar mi vida a algo que se pueda acabar».

Lleno de gratitud por mi encuentro con el movimiento, con los años entré en los Memores Domini y me dediqué a la enseñanza. El reto educativo era y es grande: que cada uno pueda descubrir que está en el mundo para un destino bueno. Empecé a trabajar con un gran ímpetu ideal, pero duró poco. Al cabo de dos años surgieron grandes dificultades en la relación con varios compañeros. Sufría al ver mis límites con claridad y al mismo tiempo me topaba con la decepción de mis expectativas y con la libertad de los demás.

En ese momento de dificultad, el Señor se hizo presente con dos hechos. Fui a hablar con un amigo, Carlo Wolfsgruber, para decirle que tal vez había llegado la hora de cambiar de colegio. Él me respondió de un modo que nunca olvidaré: «Tal vez no sea el momento, antes tienes que ver que Cristo vence. Cristo conquista el mundo si antes vence en nosotros».

Por aquel entonces estaba implicado en muchas cosas –con responsabilidades también en Bachilleres y en el movimiento– y tuve ocasión de hablar con don Giussani y contarle la gran desproporción que percibía entre mis fuerzas y todo lo que tenía que afrontar. A él también le dije que tal vez era mejor renunciar a ciertas cosas, pero me respondió: «No renuncies a nada. Agradece a Dios la desproporción que sientes, ama esa desproporción, ama las cosas donde sientes más esa desproporción. De esta manera podrías experimentar que no eres tú quien hace las cosas, sino que es Cristo –que ha vencido– quien construye a través de ti».

En ese momento comprendí que, si la felicidad dependiera del cambio de las circunstancias, la vida resultaría un esfuerzo tal vez noble pero sofocante y triste. Decidí quedarme en ese colegio para ver si de verdad Cristo vencía. Así pude experimentar que, con la certeza de Su fuerza, podemos mirar con esperanza nuestros pequeños intentos porque el Señor actúa a través de nosotros. Todavía hoy, después de tantos años dando clase, no soy capaz de librarme de un dolor profundo y precioso. No un dolor desesperado, sino el de alguien que cuando mira al otro, desea que su vida sea plena. El dolor de alguien que percibe la desproporción ante esta tarea infinita porque se da cuenta de que no está en sus manos realizarlo. Ese es el drama y la belleza de la educación. La conciencia de ser la caricia de Cristo para el mundo, de que Él me llama a estar ahí, es lo que me ha permitido, con el tiempo, amar la libertad de los demás: alumnos, familias, profesores, amigos.

Todo esto está profundamente relacionado con el nacimiento del Colegio Internacional J.H. Newman porque mi implicación en su construcción, que empezó en 1998, no está separada de la conciencia de la vida como vocación. Por eso en 2004-2005 tomé la decisión de reducir mi jornada laboral en el colegio donde daba clase para dedicar más tiempo al proyecto del Newman. Consciente de que lo que tenemos entre manos, por grande que sea, si no es un paso hacia el cumplimiento de nuestro destino, puede ser una tumba. La obra coincide con la vocación, el trabajo es un yo consciente de que es llamado. Solo esto da dignidad y valor histórico a lo que hacemos.

Entendí que debía implicarme en este colegio por muchas razones: la importancia de una obra educativa; la posibilidad de no estar solo; la belleza de comenzar un proyecto que podía tener una gran relevancia para los jóvenes y sus familias; la historia de amistad con los que estaban en el origen del colegio (Juan Ramon, Javier, Marta, Kiko y otros); el apoyo del cardenal Rouco Varela, que desde el principio lo consideró como una contribución a la Iglesia de Madrid… Sin embargo, ninguno de estos motivos, por reales que sean, sería suficiente para sostenerme en estos casi veinte años de aventura.

La historia del colegio muestra claramente que en todo momento hemos tenido que confiar en el Señor porque nada estaba en nuestras manos. Pongo algunos ejemplos. En 1999 entregamos a la Concejalía de Urbanismo del Ayuntamiento de Madrid la petición de cesión de un terreno que habíamos identificado. No recibimos respuesta durante meses. Decidimos que, si lo conseguíamos, el colegio se llamaría J.H. Newman (cuyo bicentenario se celebraba en 2001). Por esa época, cierta prensa y ciertos sectores de la izquierda empezaron a convertir nuestro proyecto en una bandera contra la que combatir porque queríamos construir una iniciativa educativa no estatal y católica en un terreno público, como si solo fuera público lo que es propiedad del Estado. A pesar de todo, el 21 de febrero de 2022 el ayuntamiento de Madrid aprobó la cesión gratuita del terreno al colegio durante 75 años. Esa fecha coincide con el aniversario de Newman. Para algunos una coincidencia, para nosotros un signo de la cercanía del Misterio. Habíamos estado haciendo una novena a Newman para pedir la concesión del terreno.

Llegaron otros obstáculos, pues nos pidieron una garantía de varios millones de euros por el registro de la propiedad del terreno, algo nunca visto. Decidimos dejarlo todo pero cuando fuimos a comunicar la decisión al cardenal Rouco, él nos animó a continuar diciéndonos claramente que la Iglesia necesitaba una experiencia como la nuestra. Nos pusimos a trabajar, confiados. Al poco tiempo se retiró la petición de garantías. Pero faltaba la financiación necesaria para empezar. El 11 de febrero de 2005, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes y día del reconocimiento de la Fraternidad de CL, el Consejo de administración del banco aprobó la concesión de un préstamo hipotecario por un importe suficiente para cubrir la primera fase de los trabajos. Así fue como en septiembre de ese año, 25 profesores y 450 alumnos empezaron las clases. Hoy el colegio cuenta con casi 1.500 alumnos, de infantil a bachillerato.

Los problemas económicos y políticos se han ido alternando con el tiempo, muchas veces he sentido cierta aridez porque me obligaba a restarle horas a la enseñanza, que para mí sigue siendo lo más bonito. Pero el camino recorrido hasta aquí me ha enseñado que no amar y no esperar nada de los aspectos más áridos del trabajo o de las circunstancias es un error. Forman parte de la vida. Cuando se vive todo como ofrecimiento de uno mismo, las cosas se unen. Cuando se vive por un proyecto sin más, estás continuamente decepcionado e insatisfecho. Vivir para participar en la obra de Cristo es algo que corresponde, aunque conlleva inquietud y sacrificio porque Su medida nunca es la nuestra. Si aceptamos esto, aunque las circunstancias no sean como queramos, vemos que lo que sucede siempre es más grande que lo que pudiéramos imaginar. No me da miedo decir que en estos años hemos visto milagros.

Nuestra presencia incide en el mundo, en las familias, en los que trabajan con nosotros. Uno de nuestros profesores, que no pertenece al movimiento, me dijo una vez: «Las razones que das para trabajar, el punto de partida que proponéis para mirar a los alumnos está determinando también mi forma de mirar a mi familia y a mi hijo».

Nada de esto habría sido posible sin la unidad con Juan Ramón, el director del colegio, y con tantos amigos del Newman. En realidad, esta unidad está en el origen de todo y también es un milagro. Juan Ramón y yo no podríamos ser más diferentes. La unidad no nace del trabajo que hacemos juntos, no nace de compartir un proyecto. Si fuera así, la convivencia consistiría en allanar diferencias, en adaptarse el uno al otro.

LEE TAMBIÉN – Argentina. La paz y nosotros

La unidad nace de la conciencia de que el otro es, ante todo, alguien que se te da. Su humanidad, su experiencia humana, lo que el Señor permite que suceda como resultado del trabajo diario, es para mí la posibilidad de conocer a Cristo. Esto hace que ninguna dificultad, diferencia de criterios o discusión –y las ha habido– sea ocasión de división. Al contrario, ha sido la posibilidad de profundizar en lo que nos une y, por tanto, en el motivo por el que trabajamos juntos. Esto siempre nos ha permitido volver a empezar, escucharnos, obedecernos y perdonarnos. Misteriosamente esta amistad es el corazón del colegio y desafía a todos. Giussani decía que «el verdadero sujeto que cambia el mundo –según los ritmos que establece el Padre– es mi relación de comunión con los otros. No es tu compañía lo que debe cambiar, eres tú que debes estar con las personas que el Padre te da».