Venezuela. Argenis con los niños de su barrio

Jugarse la vida en Venezuela

«La realidad es una llamada». ¿Son algo más que palabras? Sobre todo allí donde la crisis más se endurece y desde hace años lo cotidiano es vivir al límite. En Huellas de enero, el testimonio de Alejandro Marius
Davide Perillo

El Ángelus y la ducha son los primeros gestos matutinos. Ninguno de los dos puede darse por descontado. El primero depende de ti, de la conciencia que tengas. Para el segundo, no basta con abrir el grifo. En Venezuela el agua es una de las muchas cosas que van y vienen, y a veces falta. «Pero sí, normalmente la jornada empieza así: das gracias por estar vivo y ya estás inmerso en los problemas. Para tener agua de manera regular, con los vecinos hemos tenido que excavar un pozo de 80 metros debajo del edificio».

Alejandro Marius, 50 años, está casado con Alexandra, tiene cuatro hijas y vive en Caracas. Los lectores de Huellas le conocen, ya hemos contado su historia: en 2009 dejó su trabajo como manager de una multinacional para dedicarse al ámbito social y fundar Trabajo y Persona, una entidad sin ánimo de lucro que promueve el valor del trabajo y la dignidad de la persona en Venezuela. Todo ello antes de que en su país se desatara la crisis más dura, que desde la época de Chávez está convirtiendo la vida cotidiana en un rosario de problemas y dificultades.

Alejandro (a la derecha) con los amigos de la Fraternidad

La inflación vuela: 2.700% anual. Cada vez hacen falta fajos más grandes de billetes para comprar lo necesario, que además no está disponible, mientras los salarios oficiales rondan los 5-10 dólares. Falta la luz, el combustible y los servicios básicos. La criminalidad es muy elevada. Según una investigación de la Universidad Católica, el 94% de los venezolanos vive en la pobreza y el 76% pasa hambre. Muchos no logran salir adelante y huyen. Desde 2008 se calculan en Venezuela cinco millones y medio de refugiados, casi el 20% de la población. La mitad de ellos son menores de 30 años. El futuro del país se va. Cuando lees cifras así y ves las fotos, desde lejos, la reacción habitual es: «¿Venezuela? Tremendo, cómo vivirán…», y luego pasas página. ¿Pero qué pasa con los que viven allí, dentro de ese drama? ¿Qué significa realmente vivir así?

Hemos seguido a Alejandro paso a paso para compartir su jornada. Veinticuatro horas de un día normal, en la vida amarga de este país, llena de problemas que parecen irreales. Pero esa es la realidad que les aferra, les sacude y solicita. Mejor dicho, que les llama. Alejandro usa mucho la palabra «vocación» cuando habla. A veces lo hace sin darse cuenta, le sale natural, hablando de cosas que pasan o que hace. Como si dentro hubiera Alguien que te llama con ellas, más allá de tu proyecto. En las páginas de la Escuela de comunidad de estas semanas, dice don Giussani que el «apremio por el amor de Cristo» genera «un contenido distinto de autoconciencia, donde en lugar del yo aparece un Tú» como «principio de la acción». En el cómo se vive, empieza a vislumbrarse algo distinto. Pero hay que mirar ahí para darse cuenta. A los hechos, a la vida, al trabajo de cada día.

Normalmente, para Alejandro esto suele empezar en casa. «Tampoco puedes dar por descontado el trabajo en un país donde falta todo», señala. Su jornada habitual consiste en una serie de reuniones. A veces en persona, pero también por zoom o por teléfono, con la paciencia a la que obligan los apagones y la falta de internet. «Son momentos para compartir la situación, como la reunión de equipo de Trabajo y Persona (TyP) los lunes por la mañana o, como hoy, el encuentro con un abogado por un contrato, un proyecto o un presupuesto. Y la reunión con las mujeres que producen chocolate en Mérida, con varias pequeñas empresas nacidas gracias a TyP». Ayer estuvo con el embajador francés para ver otros proyectos. «Apostamos por el desarrollo, más que por la emergencia. Trabajamos para hacer que la persona crezca, no para darle solo asistencia. No es fácil». Lo que más le ayuda, también en estos tiempos de cuarentena y distancia, es precisamente encontrarse con personas. «La primera prueba de mi trabajo soy yo. Si me levanto o no con el deseo de afrontar la realidad, lo que haya que hacer».

No siempre es así. Durante los meses de confinamiento, hubo un momento en que se dio cuenta de que se estaba perdiendo algo. «Me quedaba en las cosas que había, no daba paso a nuevos proyectos. Es cierto que la falta de encuentros personales pesaba mucho, pero el problema es que prevalecían mis ideas sobre la realidad. Estaba cansado físicamente y a veces casi aburrido». Lo que le desbloqueó fue una conversación telefónica con Monica, una amiga italiana. «Me dijo: “Aquí también pasa, no eres tú solo. Pero sobre todo, tú no estás solo”. Esto me ayudó. En ese momento empecé a moverme y a salir al encuentro de los demás».

Su trabajo se ve interrumpido por miles de whatsapp, que aquí se ha convertido en el medio de comunicación más útil, pues internet siempre es una incógnita y los mensajes, antes o después, acaban llegando. Y a él le llegan en cascada: un problema de trabajo, la firma de un documento en el banco… «Pero también un amigo que te cuenta que se ha quedado sin dinero o una chica que te pide ayuda para el currículum y encontrar trabajo». Una serie de provocaciones continuas para entender «cómo usar el tiempo, a qué dar prioridad».

En doce años de historia, Trabajo y Persona ha formado a más de tres mil personas en diversos ámbitos: productores de chocolate, mecánicos, peluqueros, y también ha trabajado con músicos. «Lo hemos hecho con nuestro método, que es particular y muy comprometido. No solo se trata de enseñarles un oficio sino de acompañarles cuando empiezan a ejercer o a poner en marcha su empresa». Lo que significa golpear en dos hierros muy candentes en la emergencia venezolana, como son la economía y la educación. Y ofrecer un futuro a la gente, a la que se queda y a la que se va. «Están los que tienen una actividad aquí, con miles de problemas, pero también hay muchos que se han ido y han encontrado trabajo fuera gracias a la formación recibida». Como un chico que trabaja como mecánico en Chile, una mujer que produce chocolate en Perú…

Además de su trabajo, están los amigos del movimiento que siguen aquí. Entre ellos está Argenis, que vive en Mérida. «Es mi compadre y tiene unos 8-10 años más que yo, es un gran director de coros y con el confinamiento se pasó meses encerrado en el complejo donde vive». Allí, en vez de derrumbarse, se puso a enseñar música a los niños que ya no iban a clase. Flauta y cuatro, una guitarra venezolana de cuatro cuerdas. Un total de cuarenta niños. Cuando Ale fue a verlo se encontró con un coro. «Me puse a hablar con uno de ellos, Andrés, de 12 años. “¿Por qué estás aquí?”. “Porque la música conecta”. “¿Cómo?”. “Ahora que no voy a clase, me ayuda a conectar el cerebro con mis manos. Hasta entiendo mejor las matemáticas que me enseña mi madre en casa. Además, aquí por la noche no hay luz, no se puede hacer nada. Entonces los vecinos nos ponemos a tocar la flauta y nos conectamos con el edificio de al lado, y con el otro…”».

Hay un punto neurálgico con el que Alejandro se topa todo el día: sus hijas. «Todas quieren irse, hasta la pequeña, que solo tiene 14 años. Cuando habla de lo que quiere hacer cuando acabe el instituto, ya piensa en una universidad del extranjero». Lo que le duele no es la perspectiva de la distancia o la incógnita de verlas marchar lejos. «Un padre siempre quiere el bien para el destino de sus hijos, y su libertad es un misterio que abrazar. Pero no ven futuro en Venezuela y eso me duele: sentir en tu piel la impotencia de no poder crear mejores condiciones para todos». ¿Y qué haces con esa impotencia? «Se la ofrezco a Cristo».

Lo bonito del confinamiento, dice Alejandro, es que comen juntos más a menudo. «Aunque yo no hablo mucho en la mesa. Hablan ellas. Cuentan lo que les pasa: el novio de una, la situación en la universidad, la política, el movimiento LGTBI… Una marea de temas y discusiones. A veces me parece incluso demasiado. Pero si te paras a pensarlo un momento, te das cuenta de que es un espectáculo contemplar cómo se juegan la vida sin vacilar delante de sus padres». Se calla un instante y sigue. «Hace tiempo leí La sombra del padre, la novela de Jan Dobraczynski sobre san José. Me gustaría estar delante de ellas con la conciencia que él tenía. Pero mi debilidad me lleva a pensar más en el Virgilio de Dante: te acompaño como puedo, pero me quedo un paso atrás. El Paraíso es para ti».

Cuando puede, antes de retomar el trabajo echa un vistazo a las noticias. La crisis social, el complicado debate político tras las elecciones. «A veces ves ciertas cosas o lees cifras que dan pavor. Pero me sorprendo porque no siento miedo. Y eso es algo que me viene del movimiento, de leer a Giussani y a Carrón, y al Papa. Ves las cosas, hasta las más feas, como un signo. Sirven para entender cuál es tu tarea, no para que te retires. La realidad es una llamada vocacional».

Otra vez la vocación. «A veces pienso en el privilegio de poder comer todos los días, cuando muchos no pueden hacerlo. Me pongo a pensar cómo ayudarles, cómo resolver sus problemas, pero yo solo ni siquiera puedo responder a mi propia necesidad».

Él también sufre algunas dolencias físicas que debe controlar. «Siempre intento moverme porque ayuda, pero no tengo mucho tiempo. Como mucho, pasear con el perro por el jardín de la urbanización. Es un complejo cerrado, con alambrada eléctrica, pero se puede respirar. Ves la belleza del Ávila, una gran montaña al norte de Caracas. Al atardecer oyes a los papagayos volando sobre el edificio. Entonces pienso en Van Thuan, el obispo vietnamita que estuvo preso, y me siento realmente privilegiado. No hay comparación».

Otro tema siempre presente en las jornadas de Alejandro es la salud. Hay que contar con ciertos achaques. «Este año toda la familia ha tenido una intervención quirúrgica menos yo: fracturas, accidentes… hasta el perro ha tenido bronquitis. Gracias a Dios, nada realmente grave. Pero se va un montón de tiempo en revisiones, en conseguir las medicinas y el dinero necesario». Casi misión imposible hoy en Venezuela. Entre sus miles de actividades de los últimos años, Alejandro ha ayudado a unos amigos a poner en marcha una red de ayuda exterior para enviar al país medicamentos para los que no se los pueden permitir. Pero la necesidad cada vez es más grande en un país donde el Covid muerde con más fuerza porque el sistema sanitario está lleno de lagunas y hace impensables cosas que para los europeos son obvias.

Hace tiempo, una tarde, recibió un mensaje. «Era una amiga de otra ciudad que iba a dar a luz. Pero no había agua en el hospital». Interrumpió su trabajo, hizo un par de llamadas y una transferencia «a alguien que ni siquiera conozco para que la llevaran a una ciudad más grande». Luego, a esperar y a rezar. «La niña, gracias a Dios, nació bien. Los amigos del grupo de Fraternidad que pudieron ayudaron con los gastos». Pero la semana siguiente estaba programada una operación de amígdalas para una de sus hijas «y me di cuenta de que no tenía dinero suficiente». ¿Entonces? «Se puso… Cristo nunca me ha dejado solo con mis problemas. ¿Por qué iba a dudar? Hago todo lo que puedo, pero al final me entrego. Nosotros ponemos dos panes y cinco peces, y Él hace milagros. La verdad es que hechos así nos ayudan a ser más conscientes de cuánto dependemos del Misterio».

Sobre el grupo de Fraternidad, dice que «es el lugar que me ayuda a vivir más intensamente, a compararme, a respirar mejor». Son seis amigos en total, cinco casados y un sacerdote. «Todos con personalidades muy diferentes, pero lo que nos une es la conciencia de vivir la vida como vocación a la luz del carisma. Con ellos me pongo en juego al cien por cien. Tomo decisiones importantes, lo comparto todo. Cuando cumplí cincuenta años, mi regalo de cumpleaños fue poderlo celebrar con mi familia y con ellos».

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El miércoles es el día de la Escuela de comunidad, «el mejor momento para compartir con los amigos y seguir». Tampoco esto se puede dar por descontado, y no solo por el Covid. «Hay varios grupos por Zoom, para los que viven en Caracas y tienen conexión. En otras ciudades donde no hay mucho internet se usa WhatsApp: escuchas, grabas un mensaje, lo envías, esperas… Hay una amiga que para tener señal tiene que subirse al tejado con un paraguas. Y la diaconía tiene que reunirse antes de cierta hora, porque en muchas ciudades hay apagones».

Por la noche, después de cenar, es el momento de leer («últimamente, Miguel Mañara y Dante me ayudan mucho»), ver con calma las noticias o echar un vistazo a la NBA («de joven jugaba al baloncesto, ahora soy de los Miami Heat»). O de escribir, preparar algún texto o trabajar con calma en algún proyecto, «pero para eso tengo que esperar a que todas se hayan acostado». Él, en cambio, dice que antes de dormirse suele pensar: «Poder morir en paz. Estar preparado».