Pepe Rodelgo con el equipo de futbol americano del College St. Brendan de Miami

La partida sigue abierta

La carrera militar, la muerte de su hermano, el deseo de dar la vida por un gran ideal. Pepe Rodelgo, Memor Domini, cuenta cómo descubrió ese “punto irreductible” que le permite vivir incluso la enfermedad. De Huellasde noviembre
Anna Leonardi

Fue por accidente. Un choque en cadena en el trayecto de casa al trabajo. Así es como Pepe Rodelgo, director de un colegio en Miami, se enteró a los 51 años de que sufría un cáncer. Las pruebas que le hicieron en urgencias por el clásico traumatismo cervical en estos casos mostraron la presencia de una masa tumoral en el abdomen. «Los médicos me dijeron que tenía que dar gracias a Dios. Es una forma que no da síntomas y que de otro modo habría ido degenerando de manera silente. Me propusieron un tratamiento y comencé a intuir que esto era un nuevo inicio para mí». Era 17 de abril de 2019, una fecha que Pepe tiene grabada, junto a otros tres momentos fundamentales de su camino que para él indican «una llamada dentro de la llamada». Situaciones en que la vida se hace frágil y te expones a la gran alternativa entre «dejarte aplastar por el cataclismo o hallar ese punto irreductible que te sostiene en pie».

Sucedió por primera vez cuando Pepe tenía veinte años. Había nacido y crecido en Madrid. Ahora estaba en la Academia General del Aire. «Quería servir a mi país. Era el mayor ideal al que creía poder entregar mi vida». Tenía por delante una prometedora carrera personal, pero algo se bloqueó en su interior cuando Héctor, uno de sus compañeros, muere durante un ejercicio de vuelo. «Nos llamaron a mí y a otro alumno, el entonces príncipe Felipe, actual rey de España, para velar el cuerpo. Durante una hora allí estuvimos, en posición de firmes, mirándonos a los ojos, como establece el protocolo, ante el cuerpo de nuestro amigo. Mi cabeza se llenó de preguntas: ¿dónde estaba ahora Héctor, que aquella mañana reía y bromeaba con nosotros? ¿Qué era nuestra vida si en un instante podía acabarse?». Estas preguntas le acompañan y hieren hasta el día de su graduación. «Por fin era teniente, pero estaba triste. Sentía el malestar de querer dar la vida pero ya sin saber muy bien a qué». Le asignan como destino Madrid y empieza a ir a la facultad de Economía, donde se hace amigo de un grupo de jóvenes de Comunión y Liberación. «No era muy religioso, pero me gustaba una chica y empecé a ir a sus encuentros». No tardó mucho en darse cuenta de que la fe que vivían abarcaba todas sus preguntas y despertó su deseo de vivir por un gran ideal. «Me lancé de lleno a esa nueva vida. Nos hicimos novios y quería casarme. Todos los días, al salir del trabajo en la base aérea, iba a la universidad y, a veces, a la parroquia donde hacíamos la caritativa con chavales que necesitaban apoyo escolar». A Pepe por fin le parece que todo se va ordenando, pero sigue sintiendo algo clavado que le indica que la partida aún sigue abierta. «Creció en mí una pasión por la enseñanza, me daba una satisfacción que no me dejaba vivir en paz mi carrera».

Así es como llega la segunda llamada, la de la vocación. «Mi vida estaba llena de relaciones y encuentros. Mi pregunta sobre cómo poder dar la vida, en lugar de acallarse, no dejaba de crecer». Un día de agosto de 1993 conoce a Enrique, de los Memores Domini: lo escucha durante un testimonio. Pero sobre todo lo mira. «Vi a un hombre que vivía no apoyado sobre sus propias fuerzas sino “cautivado”, imantado por una atracción que hacía que esa vida tan particular fuera posible. Empecé a verificar si ese camino también podía ser para mí».

Pepe (de pie con una camisa a rayas) con los otros Memores Domini con los cuales vive enMadrid

Pero el horizonte se ensanchó aún más de lo que Pepe imaginaba. Su hermano Ricardo cayó enfermo y aquello volvió a poner patas arriba todos sus proyectos. «Mi hermano mayor me llevaba por ahí en moto, para él la vida tenía que ser una aventura extrema. Cuando le hablé de mi vocación, no se lo tomó bien. Me decía: “te han lavado el cerebro”». Pero hacia el final de su enfermedad sucedió algo que removió a Pepe profundamente. «Con el tiempo, los cuidados de mi madre, la presencia de mis amigos en casa, le fueron ablandando. Un día me pidió que llamara a uno de “mis amigos curas”. No sé qué se dijeron, pero desde ese momento en que se confesó, mi hermano ya no dejó de sonreír. Era otro. Murió cuatro días más tarde entre mis brazos, encomendándose a Jesús». La idea de la misión entró en la vida de Pepe en aquel instante. «Deseaba contar a todos lo que había visto suceder en mi hermano».

En 2002 Pepe, que había iniciado el camino de los Memores Domini, deja el Ejército del Aire para dedicarse a la enseñanza. Acepta un empleo en Puerto Rico, donde la diócesis había solicitado personas del movimiento, y cuatro años después se traslada a Miami, donde se convierte en 2012 en director de St. Brendan High School. «En estos casi veinte años de misión siempre he llevado en el corazón algo que me dijo don Giussani después de hacer la Profesión en los Memores, en 2004: “Jesús ha llegado hasta ti. Eres como el inicio de una cadena. ¡Ánimo, adelante!”. Empecé a entender que podía vivir la misión por mi pertenencia a esta historia que, a través de los hombres, me ligaba a Jesús».

Cuando llegó el cáncer, la fuerza de aquellas palabras se hizo aún más radical. «Durante dos años intenté mantenerme firme. Seguía trabajando como director a jornada completa y en los ratos que tenía libres iba a la quimioterapia, a hacerme las resonancias y los análisis de sangre. Intenté mantener la noticia en secreto porque no quería que en España se enterara mi madre. Había estado muy enferma y mi padre había muerto recientemente. Pero la realidad era que yo no quería ceder». Hasta que la situación se hizo insostenible. «Tuve que rendirme al aspecto más misterioso de la enfermedad. Es una circunstancia de la que no puedes escapar. De nuevo estaba llamado a vivir una vocación dentro de la vocación». El primer paso fue dejar Miami y volver a Madrid, donde podría afrontar en mejores condiciones el desarrollo de la enfermedad. «Fue duro subir a aquel avión. Tenía que dejar morir la idea de permanecer en la misión hasta mi final, allí sentado en mi despacho de director. Pero comprendí que, si no aceptaba vivir la enfermedad, podría seguir haciéndolo todo en nombre de la fe con el riesgo de perderla. Ahora la misión no es América. La misión soy yo».

La vida de Pepe en Madrid ha cambiado de marcha: de los 200 km/h en Miami ha pasado a velocidad cero. Los dolores le obligan a menudo a pasar todo el día en un sillón. En casa, los otros siete hombres del Grupo Adulto con que convive atienden por turnos sus necesidades. Por la mañana la misa, luego desayuno juntos, si se encuentra bien va a la piscina. Algunos amigos van a verlo por la tarde. Después, por la noche, se reúnen para el rezo de Vísperas. «A veces ni me acuerdo del dolor, no porque no lo sienta sino porque hay algo más grande, estoy dentro de una vida que me muestra otra cosa».

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Como cuando, un mes después de regresar a España, recibió una caja con más de quinientas cartas de sus alumnos y profesores. Ha necesitado un mes para leerlas todas. Justo al mismo tiempo de que un mensajero le entregara otras dos más. «Me cuentan su vida. Ponen en mis manos las cosas más valiosas que tienen. Como si mi enfermedad les hubiera puesto en cierto modo delante de Dios. Así veo que el cáncer es una gracia. Es una gran alegría darme cuenta de estos frutos que maduran más que si me hubiera quedado allí». Ellos son los eslabones de una cadena larguísima que hemos encontrado a través de don Giussani.