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Un camino para Haití

¿De qué se vive en un lugar donde «la emergencia te devora»? El asesinato del presidente, la corrupción, los secuestros, el Covid, el terremoto. En un país en situación extrema, las voces y preguntas de los que permanecen allí
Davide Perillo

A las cinco, todos en pie: agua, jabón, desayuno y a la fila, ante un portón que se abre de par en par para cruzar los barracones de Waf Jeremie con destino a la escuela salesiana. Son 88 niños, de 5 a 13 años. Entre ellos están Jefferson, a quien le falta un fémur, y Daniela, con un solo pie. «Siempre les he llevado yo, pero ya no puedo arriesgarme. Es demasiado peligroso para una mujer blanca», cuenta sor Marcella Catozza con una voz que resuena con fuerza incluso con interferencias en la línea. «A los conductores les da miedo trabajar para los extranjeros». Consecuencia: los niños van solos al colegio, sin autobuses, solo con un grupo de educadores. Ella se queda esperando a que vuelvan para comer, «hambrientos y guapísimos, cuando vienen corriendo para contarte que han sacado una buena nota, o llorando porque se han llevado un cuatro y puede que algún golpe, porque eso aquí todavía pasa…».

Así se vive en Haití. Ya estaba en la lista de los países más pobres del mundo (en el puesto 16 por renta per cápita), pero en los últimos meses ha empeorado. La crisis social y política ha empeorado tras el asesinato del presidente Jovenel Moïse, el pasado 7 de julio. Las instituciones son muy débiles y la corrupción avanza al mismo ritmo que la desconfianza. Las bandas armadas controlan las ciudades, como los 400 Mawozo o los G9 An Fanmi. En muchos barrios la policía ni entra. Las estadísticas oficiales dicen que desde principios de año se producen dos secuestros al día, aunque la realidad indica que quizá haya que multiplicar esa cifra por cuatro. Si sumamos el Covid y un terremoto que el 14 de agosto sacudió el sur de la isla (2.500 víctimas, aunque aquí la gente habla de muchas más), el panorama se nubla por completo.

«No se sabe a dónde vamos», dice sor Marcella, misionera franciscana. «Yo llevo 17 años viviendo aquí, pero es la primera vez que siento una incertidumbre tan grande ante el futuro. Nadie se interesa por nada. ¿Cómo vamos a salir? ¿Qué vida les estamos preparando a nuestros niños?».

En la casa Kay Pé Giuss hay 145 niños, entre 3 y 18 años. «Eran 150, pero dos murieron y tres volvieron con su familia». Les atienden setenta personas, entre educadores y personal de apoyo. Sacan adelante una guardería, residencias para niños con discapacidad («son 32, el esplendor de nuestra misión»), actividades para los mayores, que van al colegio y luego vuelven aquí, a este pequeño oasis de belleza que la gente de Puerto Príncipe sigue viendo como un lugar seguro, aunque en realidad pende de un hilo, como todo. «Aumentan las solicitudes, tenemos bebés en lista de espera, muchos llegan desnutridos. Los acogerías a todos, ¿pero cómo? Ya no podemos acoger más. Hay gente que arriesga su vida para venir a trabajar o que se queda aquí a dormir porque no puede volver a casa de noche. No podemos incrementar su carga acogiendo a más niños».

En estos días tan complicados, cuando «por la mañana no sabes si habrá pan para todos o si hay una avería puedes pasar días sin agua hasta que puedan arreglarlo», sor Marcella afirma que se vive de lo que hay. «Se canta, se ríe, se hace una fiesta de cumpleaños con tres patatas porque no tienes nada más. Hay ganas de vivir, no vivimos con miedo. A los jefes de las bandas los conozco desde que eran niños, nos respetan. Pero si decidieran entrar y llevárselo todo, lo podrían hacer en un minuto». La gente está muy cansada. «Una de nuestras maestras viene en barca. Vive en Martissant, un barrio que está lejos. Prefiere dar un rodeo y venir por mar con tal de no atravesar Waf Jeremie».

Martissant es la zona de la que habla Fiammetta Cappellini, que trabaja para AVSI, ONG presente en Haití desde 1999, que ha elegido esta isla caribeña como uno de los beneficiarios de su campaña de Navidad, al igual que ha hecho CESAL con su campaña “Manos a la obra” dirigida a los jóvenes.
En Martissant se desarrolla un proyecto que sigue en marcha a pesar de que las condiciones de alrededor son adversas. «Hay una guerra entre bandas, incluso han atacado a la población civil, algo que normalmente no suele pasar», explica Fiammetta. «Muchos han huido, miles de personas que se han refugiado en otra periferia. Nosotros intentamos echar una mano y nos hemos encontrado con niños y ancianos que nos dicen: “Sabíamos que vendríais”, con el folleto informativo de nuestro proyecto en la mano». Descalzos, expulsados de casa, sin nada, pero con ese trozo de papel que para ellos tiene un valor enorme. «Era la garantía de que alguien iba a ocuparse de ellos, un signo de esperanza que me ha impactado mucho».

Los proyectos de ayuda a Haití trabajan con la infancia y sus familias, una presencia que en general ha cambiado mucho. «Nuestra vocación es el desarrollo, no nacimos como ONG de ayuda de emergencia», apunta Fiammetta. «Pero aquí, en cierto modo, nos hemos convertido en eso porque la diferencia entre una cosa y otra cada vez es más difícil. Muchas intervenciones se han convertido en apoyo a necesidades básicas: reparto de comida, kits de seguridad alimentaria, equipos sanitarios. Lo indispensable en lo inmediato, aunque sabes que cuando acabe la crisis la situación general no será mejor».

Para la Iglesia también son tiempos duros. «Los haitianos son un pueblo religioso», señala Fiammetta. «Cuesta separar la fe de la vida social. La Iglesia sigue siendo un punto de referencia. Tiene una red de actividades educativas, tiene a Cáritas, pero siguen siendo los más pobres». Además, el terremoto ha golpeado con fuerza. «Se han derrumbado iglesias y escuelas. Nosotros trabajamos con la Universidad Católica, por ejemplo, y la facultad de Enfermería ha quedado totalmente destruida. El arzobispado del Departamento Sur se ha venido abajo, incluso el cardenal ha resultado herido». Se refiere a Chibly Langlois, obispo de Les Cayes y primer purpurado en la historia de Haití.

Sin embargo, hasta en medio de este caos se abren espacios donde poder aportar la labor más importante y necesaria: la educación. «Estamos intentando reconvertir proyectos estructurales, como centros educativos, en una relación directa con las comunidades, que en ciertos aspectos se ha reforzado mucho». En varios lugares, sobre todo en zonas rurales del sur, se han puesto en marcha pequeños centros de escucha donde la gente va a charlar para compartir sus necesidades y ellos responden como pueden, pero sobre todo se trata de que sepan que no están solos. «Nos encontramos con gente que solo quiere hablar. Gente que sufre mucho».
Es algo a lo que uno nunca se acostumbra. «Te acostumbras a un trabajo que no deja de aumentar, a que ya no haya descanso, a la necesidad de no ser reactivos. Pero no puedes acostumbrarte a ver sufrir a la gente. El dolor te invade, te suscita un montón de preguntas. ¿Por qué siempre ellos? ¿Por qué este país?». Ella dice que «la respuesta nos atañe a nosotros. Nos toca hacer lo que podamos y pedir que no se olvide a este pueblo. Cuando oigo decir: “claro, Haití, ya se sabe…”, me enfado muchísimo».

¿Qué espacio queda, en un lugar como este, para la esperanza? «Aquí la llaman con palabras distintas», dice Fiammetta. «Espoir es la espera basada en algo concreto, en signos. Espérance, en cambio, es querer creer que las cosas irán mejor. En este momento la espoir no está muy activa, pero la espérance sigue siendo fuerte. La encuentras en las familias, en los niños. En lo que sientes cuando tienes que responder a sus necesidades y acompañarlos». ¿Y tú? «Prefiero preguntarme cuál es nuestro deber. Y es permanecer».

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Ese es un verbo que también usa sor Marcella. Ella nunca ha pensado en marcharse. Tampoco cuando tuvo que devolver a sus niños a Haití, después de que pasaran dos años en Italia, porque habían caducado los permisos y se les cerraron unas puertas que parecían abiertas. Tampoco ahora, en una crisis cada vez más oscura. «Miro a estos chavales y siento todo el drama de sus vidas. Deseo algo grande para ellos, pero no lo sé. No sé cómo saldremos adelante, no sé qué será de este país. Lo único de lo que estoy segura es que hay un destino bueno también para ellos. La vida de estos chicos es una promesa por cumplir. Si no, se sentirían traicionados, y nosotros les habríamos traicionado, ¿para qué les hemos sacado adelante si no?».

¿Te sientes traicionada por Haití? «No. Estoy tranquila. La situación da forma a mi vocación. No estoy aquí porque no tuviera otra cosa que hacer ni esta obra ha nacido porque “sor Marcella consigue dinero y sabe gestionarlo bien”. Esta obra ha nacido porque Alguien la ha querido. Es un milagro de Otro. Yo digo “sí” al lugar donde Dios me pone». Aunque se parezca a una celda. «No puedo salir ni para ir a misa, es demasiado arriesgado. Me conformo con seguirla por Zoom. Obviamente, me cuesta y la echo de menos. Pero ese gesto no es menos verdadero. Forma parte de la forma que adopta mi vocación ahora, como rezar el Rosario por la paz o pedir que la situación cambie. Y me alegro de poder decir sí».
Hay otras cosas que la alegran. «Los instrumentos que nos ofrece nuestra amistad, el movimiento, al que me aferro con uñas y dientes». Como en la Jornada de apertura de curso. «No era evidente poder participar, para algunos amigos ha sido imposible. Vuelvo a ella durante mi hora de silencio porque es un punto firme. Vivo de eso. En un contexto donde la emergencia te devora, podrías pasarte esa hora respondiendo a alguno de los mil problemas que hay, pero no. Decides que ese tiempo es para ti, pase lo que pase, porque eso es lo que sostiene todo. Te permite hacer un camino y pedir que este pueblo encuentre el suyo».