Lulú durante un taller online.

México. Entre los libros de Lulú

Maestra jubilada, con su enfermedad y dificultades, y con una pandemia que ha llevado a internet un taller de lectura para niños que empezó hace unos años, que hunde sus raíces en encuentros de hace tiempo, como aquel con don Giussani...
Davide Perillo

«Lulú, ¿lo ves? Él también ha estado en la cárcel. ¿Lo leemos?». Era el libro de la biografía di Van Thuan, el obispo vietnamita perseguido por el régimen. La aspirante a lectora, Camila, de ocho años, lo encontró en la mesilla de sus padres. Y como la maestra había hablado de los cristeros, mártires mexicanos perseguidos por su fe, lo propuso con seriedad y alegría a la vez, con la sencillez de una niña que está descubriendo cómo a través de los libros se puede entrar en un mundo creado para ti, para invitarte a descubrirte a ti misma y la vida entera. Para crecer.

En el fondo, este es el corazón del taller de lectura que Lourdes Pineda Méndez, más conocida por todos como Lulú, maestra jubilada de 56 años en Xochitepec, a una hora de Ciudad de México, propone a los niños. No solo a los que van al aula sino también a otros, pues desde que estalló la pandemia el taller se hace por Zoom y las fronteras han saltado por los aires. Los chavales –la mayoría de primaria, pero también hay un grupito de preadolescentes– se reúnen online para leer y contar, para caminar y encontrarse, para jugar y aprender. Siempre con los libros como hilo conductor.



El resultado es una de las realidades más vivas que se han testimoniado en el último ARAL (encuentro de responsables de CL en América Latina, ndr) y un ejemplo óptimo de cómo se puede afrontar el confinamiento sin tirar los remos de la barca, partiendo de lo que hay y no de lo que falta. Pero cuando oyes el relato de Lulú te das cuenta enseguida de que su postura, su mirada, no nace por casualidad, sino que tiene unas raíces profundas y una historia muy rica a sus espaldas.

Empecemos por las raíces. En casa respiró la fe de su madre, aunque sin un acento especial. «La veía ir a la iglesia a menudo, como si fuera un refugio. Era muy religiosa pero no me parecía que tuviera fuertes razones». Cuando Lulú se enamora de un chico adventista, su madre se preocupa. «Me preguntaba continuamente dónde iba. Era como oveja perdida». Y cuando él, que estudiaba en otra ciudad, le dijo que no volvería por vacaciones porque «estaba haciendo un curso de italiano y había encontrado gente muy interesante», las preguntas se multiplicaron.

Lulú conoció a aquella gente un poco más tarde, en una cena. «Allí estaba Amedeo Orlandini, que daba clase en un seminario, una familia italiana y un grupo de jóvenes de Coatzacoalcos. Todos de CL. Yo no tenía ni idea de nada, pensaba que también eran adventistas. Pero me sentía como en casa, entre amigos». Tan en casa que cuando le pidieron ayuda para fotocopiar unos manifiestos porque iba a ir a la ciudad un tal don Giussani, ella se ofreció. «Les llevé al aeropuerto, a última hora de la tarde, y vi aparecer a este señor, que ni siquiera sabía que era cura». Al día siguiente comieron con él. «Giussani estaba en otra mesa, pero antes de irse se acercó, me agarró del brazo y dijo: “Sois los primeros jóvenes del movimiento en México, cuidaos mucho”. Me quedé muy sorprendida. Poco antes estaba preguntando: ¿pero este Giussani está casado, tiene hijos?».

Luego participó en una Semana Santa donde «escuchaba y era como si me conocieran desde siempre. Decían cosas que nunca había oído pero estaban llenas de significado». En el Via Crucis también participó su madre. «Cuando el cura dijo que quien quisiera podía confesarse, ella se puso de rodillas conmovida: “¡Entonces son católicos!”».

Así empezó su vida en el movimiento. Y continuó cuando su novio decidió emprender otros caminos, «pero yo no quería perder esos amigos». Se fue a vivir a Italia durante seis meses («a Reggio Emilia, en 1988»). Llegó el matrimonio, el nacimiento de dos hijos, la crisis. Siempre acompañada por ese «camino que me ha educado hasta en los más pequeños detalles. Por ejemplo, las vacaciones de verano. Yo siempre estaba en la comisión que organizaba los juegos. Se nos ocurrían unas ideas muy arriesgadas y yo decía: “No, eso es imposible”. Pero el padre Javier de Haro (por aquel entonces responsable de CL en el país, ndr) respondía siempre: “Confía, se puede hacer”… El resultado siempre superaba mis ideas. Siempre. Ahí entendí que el punto decisivo no está en mis capacidades, sino en mi disponibilidad».

Dibujos de los niños que participan en los talleres

Disponibilidad. Una palabra clave también para contar su vocación profesional. «Siempre quise enseñar a niños. De pequeña era tímida, hablaba poco e iba mucho a mi aire. Una vez, una de las maestras me vio llorando: “¿Qué pasa? ¿Por qué lloras?”. Sacó un pañuelo, lo rompió en dos y me dio la mitad. Aquel gesto me marcó para siempre. Me impactó su gratuidad. Solo tenía ocho años, pero me dije: de mayor quiero ser como ella». Y así es. Lleva toda la vida dando clase. Ha renunciado un par de veces a un cargo de dirección «porque entonces dejas de estar con los niños». Gracias a esos rostros, a sus niños, poco a poco ha encontrado la energía necesaria para afrontar otros desafíos, como la separación o la enfermedad, suya y de su hija menor, Andrea.

«Seis meses antes de casarse, le diagnosticaron una forma de artritis grave, degenerativa», dice sobre su hija. «Pero ella se ha educado en el movimiento y su manera de vivir esta situación siempre me ha ayudado mucho». Sobre todo cuando, pasado un tiempo, una época de cansando agudo le llevó a hacerse unas pruebas y encontrarse con el mismo resultado: ella también tenía la misma enfermedad, de manera severa.

Cuando llega la pandemia, Lulú se encuentra con una jubilación de rentas bajas y con una enfermedad para la que no recibe ninguna ayuda pública («los procedimientos asistenciales aquí son larguísimos»). Tienes que pedir ayuda constantemente a sus amigos, no solo para tratarse. «No es fácil aprender a depender. Pero me ayudaba ser fiel a este camino que me acompaña desde hace treinta años». Un camino lleno de gestos, como la Escuela de comunidad y la caritativa. Con personas y momentos de personas. «Recuerdo perfectamente una conversación con mi hija, un día que ella no podía ni moverse. Me sonrió y me dijo: mamá, bendita sea esta enfermedad, porque nos hace ver que somos de Cristo y que solo le necesitamos a Él».

Entre esas personas, también están sus niños del taller de lectura. Allí también desarrolla de manera inesperada un antiguo camino. «Siempre me han gustado los libros. En el colegio yo era la encargada de la biblioteca y cuando el Ministerio lanzó un programa para promover la lectura en las aulas, yo me ofrecí». Fue entonces cuando nació el taller de Lulú, que con el tiempo ha ido creciendo, experimentando, ensanchando el horizonte. Durante esa hora semanal, sus niños, además de leer, se encontraban con escritores, músicos, artistas. «Partiendo siempre de los libros que leíamos juntos».

Cuando llega la jubilación, decide seguir adelante con los hijos de sus amigos. «Les invitaba antes de la Escuela de comunidad, y leíamos». Al principio era gratuito, luego se convirtió en una ayuda. Las familias se pusieron de acuerdo para pagar algo, cada uno según sus posibilidades. La idea tomó raíces tan sólidas que ni siquiera la frenó el Covid. «Empezamos a hacer los talleres a distancia, primero con WhatsApp y luego por Zoom». 29 niños de primaria, más otro grupo de chavales de 11 a 14 años. «Me impresiona cómo se han implicado las familias, los amigos, echando una mano para resolver los problemas tecnológicos. Pero sobre todo me impresionan ellos, los niños. Sus caras cuando nos vemos. Tienes que ofrecerles un atractivo para que se apasionen. Belleza y significado».

De este modo, se juntan para leer, para rezar («siempre había querido empezar mis clases rezando un Ave María y ahora puedo hacerlo. Todas las mañanas, rezamos a la Virgen y a San Jose, ahora que es su año… Es precioso ver rezar a los niños»), para jugar, y mucho. Y para organizar actividades y encuentros que nacen de los libros. Como el que tuvieron con Verónica Cantero Burroni, la jovencísima escritora argentina que hace tres años conquistó al pueblo del Meeting de Rímini con su testimonio sobre cómo «se puede ser feliz» incluso pasando la adolescencia en una silla de ruedas.
«El encuentro con ella fue algo extraordinario. Había leído su libro, El ladrón de sombras, pero nunca habría podido imaginar la riqueza que podía nacer de un diálogo así con los niños». Con preguntas sencillas y sorprendentes, como ellos: desde «¿por qué en el cuento hablas tanto de piñas y mango, te gustan?» hasta «¿de dónde sacas la inspiración?».

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También es precioso ver lo que llega a los mayores a través de los pequeños. En un videoclip, emitido en el ARAL, las familias cuentan cómo ven ellos este taller y dicen cosas como: «me llama mucho la atención la relación que Lulú ha generado con los niños», o «ella no lo sabe, pero también es mi maestra», como dice una madre que antes leía a toda prisa algunas páginas a su hijo solo para que se durmiera, y ahora dice que entiende mucho mejor lo importante que son esos minutos juntos, que pueden ser «la ocasión de una relación distinta».

En el video también salen niños. Caras alegres, grandes sonrisas. Y respuestas muy claras cuando les preguntan con qué palabras describirían el taller: «felicidad», «compañía», «conocimiento», «amistad», «magia»… Pero cuando le preguntan a Lulú qué es lo que aprende ella en el taller, su palabra es otra: «Es un regalo estar con ellos. Nunca podría darme cuenta de todas las gracias que se me conceden, sin su mirada. Al final, lo que deseo es aprender esta mirada. Estar con ellos, como ellos. Hacerme niña».