Voluntarios en la parroquia de Santa Anna en Barcelona

¿De dónde nace todo esto?

Hablando con sus compañeros se da cuenta de lo excepcional que es moverse por los demás, aunque a ella le parece "lo más natural". Con esta sorpresa en los ojos, hasta el propio dolor puede convertirse en «la mayor riqueza que puedo ofrecer»
Anna Garriga

Trabajo en un centro de investigación y en la universidad hablo a menudo con compañeros y alumnos, y en estas conversaciones me doy cuenta de que todo el movimiento de gente que se ha puesto en marcha para ayudar y acompañar a otros en este momento no es en absoluto normal. Estando dentro de este carisma, a veces nos puede parecer normal, pero no lo es, y cuando caigo en la cuenta de esta excepcionalidad empiezo a entender muchas de las cosas en las que tanto nos insiste Julián Carrón desde hace tiempo. Podemos estar en movimiento, pero si no vamos al origen de lo que nos pone en marcha, perderá su valor, aunque atendamos a muchas familias.

En mi camino vocacional, casada y con seis hijos, uno de mis puntos de referencia ha sido Amoris laetitia, que propone la experiencia de la comunidad y de salir hacia el que sufre, pero al mismo tiempo la necesidad de ser ayudada. Y yo tengo la experiencia de ser ayudada incluso materialmente, por ejemplo, por no poder quedarme con mis hijos y tener a alguien que se quedase con ellos. Esto ha ido cambiando muchísimo mi matrimonio, de manera bidireccional. Dos meses antes del confinamiento acogimos a una chica enferma que estaba en la calle, una chica de la que no sabíamos muchas cosas. Fue una experiencia dura pero nos hizo crecer mucho, sobre todo en la pertenencia, que es lo único en lo que interesa realmente crecer.

Recuerdo que el inicio del confinamiento nos pilló en una situación familiar y de salud muy complicada. Cuando se lo conté a un amigo, me dijo: «confía». Me pareció totalmente insuficiente pero acepté y fuimos a pasar el encierro a casa de mis padres, que tiene jardín y es más fácil con seis niños. Di el paso, pero vivía con una gran intranquilidad porque no podía acoger a nadie en casa de mis padres. De esta manera se fue abriendo paso la pregunta: ¿qué quiere decir vivir la experiencia de la fe, la vocación al matrimonio, a la familia, en esta situación? Miraba lo que empezaban a hacer mis amigos de Madrid, los de Bocatas, repartiendo alimentos a gente necesitada, y eso cada vez me hacía estar más inquieta porque yo no podía hacer lo mismo, porque para mí el que sufre ha sido siempre la posibilidad –de esto sí que tengo experiencia– de vivir mejor la relación con mis hijos y con mi marido, es un hecho. Y si me quitan esto, yo me siento morir, así que tal cual se lo planteé al Señor diciéndole: «esto es así y no sé cómo me vas a responder». Empecé a custodiar esto, a darle espacio, a hablarlo con amigos, y empezaron a llamarnos personas que no tenían comida o estaban muy solas y que ya nos conocen. Cuando hablaba con ellos, siempre se despedían diciendo: «vosotros sois mi familia», y no se referían solo a mi marido y yo, sino a este lugar al que pertenecemos, al movimiento.



Ante las necesidades que nos iban llegando, surgía una cierta impotencia porque nosotros no podíamos salir de nuestro encierro, pero no podía ignorar lo que nos pedían. Mirar para otro lado me parecía como renunciar a vivir de la fe, así que un día mi marido empezó a compartir estas necesidades con algunos amigos y enseguida empezaron a aparecer personas que podían hacer todo aquello que nosotros no podíamos.

Yo sigo casi todo el día con los niños, intentando trabajar, y desde casa veo cómo se han sumado un montón de personas, veo que la experiencia de ser una familia, pasar por las dificultades del confinamiento con seis niños, también permite escuchar el dolor de las familias, aun sin poder salir, pero esta certeza la tengo, y también implica un método. Lo que hemos hecho es que cada uno se encarga de alguien, de llevarle alimentos a casa, de llamarle, de estar con ellos, y a partir de ahí van surgiendo más cosas. De hecho, también hemos empezado a detectar algún tipo de problema de salud mental, abuso, maltrato, en las relaciones familiares y con los niños, una cuestión en la que de alguna forma yo sí puedo entrar, pues es algo sobre lo que estamos trabajando en la universidad, donde estamos viendo que esta situación va a generar mucho sufrimiento infantil y el empeoramiento de la calidad de las relaciones. Pero incluso esto me ha llevado a ver que mi vocación, que lo mismo que yo experimento en el confinamiento cuando no puedo más con mis hijos –porque ahora se pelean muchísimo más– va configurando una certeza y una experiencia que yo también puedo aportar a estas familias. Mi propio dolor me permite comprender el dolor del otro. Por tanto, todo aquello que yo veía al inicio del confinamiento como un problema frente a esta posibilidad de salida se va desvelando como una de las mayores riquezas. Me doy cuenta de que el movimiento hace de hospital de campaña para mí y para mi familia, y eso es lo que permite que yo pueda llevarlo a otros para que también ellos puedan encontrarlo.