Kibutz de Be'eri tras el ataque del 7 de octubre (Ansa-Dpa/Ilia Yefimovich)

La guerra en Israel y el corazón de Tamara

Refugiada ucraniana, cumplió 21 años el 7 de octubre, el día que empezaron los ataques de Hamás. Tenía previsto celebrarlo pero ante tanto horror, al borde de las lágrimas, no podía fingir…

Tamara es una joven ucraniana que tuvo que dejar su país a causa de la guerra. Vivía en Jarkov, en una de las casas de la ONG Emaús, porque tuvo una infancia complicada. Cuando era pequeña, su padre mató a su madre a cuchilladas delante de ella, obligándola después, a ella y a su hermano, a limpiar la sangre de la escena del crimen. La consecuencia fue que ambos acabaron en un orfanato y a partir de ahí comenzó una cadena de encuentros que los llevó hasta nosotros. Ahora Tamara estudia en la Universidad Católica de Milán y vive en una casa enorme con otros jóvenes ucranianos, conmigo y con otros amigos de Emaús.

El sábado 7 de octubre Tamara cumplió 21 años. Al despertarse se encontró con un ramo de flores de regalo y una jornada que habíamos preparado entre todos para expresarle cuánto la queremos y por la noche vinieron sus amigos. El 7 de octubre Putin cumplía 71 pero esa mañana Tamara no se encontró con las noticias terribles que llegan continuamente de su país, sino que se encontró con todo lo que estaba pasando en Israel, y echó a llorar. No paraba de preguntarse: ¿cómo puedo hacer una fiesta con mis amigos sabiendo todo lo que está pasando?

La humanidad de su reacción y la inteligencia de su pregunta, con ese valor y esa sencillez para exponerse, me sobrecogieron. El día antes en Jarkov un misil ruso había destruido un edificio situado justamente a medio camino –cinco minutos andando– entre su casa y la mía, provocando varios muertos. Sin duda, no hace falta que vayamos a buscar lejos el mal, pues lo tenemos siempre ante nuestros ojos y en el corazón, experimentando toda la tragedia que puede causar. Pero ella inmediatamente sintió el dolor de los otros como si fuera suyo, hasta el punto de echarse a llorar y preguntarse cómo podía ser feliz y celebrar cuando otros estaban siendo brutalmente masacrados. ¿Quién de nosotros se sintió así? ¿Quién de nosotros tembló no por miedo a que la guerra pudiera llegar a tocar a nuestros seres queridos, sino llorando por el sufrimiento y la muerte que sufren ahora mismo personas desconocidas?

Lo que le pasó ese día a Tamara quiso contarlo esa noche al acabar la fiesta: «Me parecía injusto e imposible celebrar nada, pero dentro de un diálogo me di cuenta de que soy muy afortunada porque estoy aquí, porque os tengo a todos vosotros, porque me queréis. Entonces comprendí que no puedo permitirme el lujo de no vivir agradecida y que, por todo lo que he recibido, tengo la responsabilidad de la gratitud, que debo llevar al mundo y compartir con los demás al menos parte de esta alegría».

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Estos días los horrores no dejan de multiplicarse en todos los frentes y no dejo de pensar en sus palabras, mendigando vivir yo también con esa sencillez y seguridad de tener la tarea de vivir la responsabilidad de la gratitud por la fe que he recibido y por la compañía que la sostiene y alimenta. Porque el bien de mi vida, como la de Tamara, se manifiesta siempre a través de una presencia que me ama tanto que da la vida por mí. Y porque en mi experiencia es evidente que solo este amor real y sin medida tiene la capacidad de hacer germinar brotes de paz incluso entre los escombros de corazones tan martirizados como el de una chica que nunca podrá quitarse de la cabeza ese “recuerdo infantil” tan atroz, por lo que resulta sorprendente el mero hecho de que aún sea capaz de latir.
Elena Mazzola