Via Crucis en Auschwitz

En el Gólgota de Auschwitz por la paz

Un Via Crucis en el lugar simbólico del Holocausto para responder al llamamiento del papa Francisco

Han pasado más de veinte años desde que me mudé a Cracovia. Desde entonces, había pensado varias veces acercarme al Museo del campo de concentración alemán de Auschwitz para rendir homenaje a las víctimas del holocausto. Pero nunca terminaba de decidirme. Solo pensar en los crímenes que se han cometido en ese lugar y en el sufrimiento de tanta gente que ha atravesado ese infierno creado por el hombre me causaba escalofríos. Me resulta aterrador pensar que el ser humano puede hacer algo así a sus semejantes. Era como si me diera miedo tomar conciencia de que cualquier persona, también yo, es potencialmente capaz de tanto mal, injusticia, mezquindad, cobardía, odio… Una vez hablé de mis miedos con un buen amigo y él, a su vez, me contó su experiencia en el Via Crucis que se celebra allí guiado por el padre Manfred Deselaers, del Centro para el diálogo y la oración de Auschwitz. Mi amigo me animó a aprovechar esta oportunidad porque –según me dijo– «si no tienes fe es imposible estar en ese lugar sin perder la esperanza».

Cuando el responsable de nuestra comunidad nos preguntó cómo podíamos acoger el llamamiento del papa Francisco del 15 de octubre de 2022 por la paz, volvió a mi cabeza el Via Crucis de Auschwitz y con cierto temor propuse el gesto a mis amigos. Durante el viaje iba bastante tensa y en mi cabeza bullían montones de preguntas: ¿cómo se puede estar delante de un mal tan gigantesco? ¿Existe una esperanza que no se desmorone? ¿Es realmente posible vencer el mal, puesto que siempre hay guerras en el mundo? ¿Qué puede dar a la vida un significado que resista hasta las tinieblas más oscuras? ¿Es posible la paz? Ese lugar sigue siendo el más atroz que he visto nunca. Mi amigo tenía razón. Sin fe es imposible ver este lugar, sin fe no hay sitio para la esperanza ni para el más mínimo destello de sentido. Por eso agradezco el Via Crucis, y por haber podido seguir al padre Manfred, que nos iba describiendo brevemente cada uno de los lugares que atravesábamos, pero sobre todo nos invitó a entrar en diálogo con este lugar durante la meditación, con nuestro corazón, con el Cristo sufriente y con otras personas (visitantes del campo) que nos encontrábamos por el camino.

Para mí fueron muy importantes los recuerdos de los antiguos presos del campo, que leíamos en cada estación (indicando claramente que su estancia en el campo era su Gólgota), remitiendo a la Pasión de Cristo, como una oración que conectaba el pasado con el presente. En los testimonios reconocí a veces esa misma Presencia que yo también he encontrado y que permitió que los presos pudieran sobrevivir en los peores momentos, y conservar su dignidad en una experiencia de aniquilación total. Por ejemplo, en la VI estación (La Verónica enjuga el rostro de Jesús), leímos la siguiente reflexión: «Zofia Pohorecka, una chica de veinte años, estuvo presa en el campo femenino de Birkenau. Durante muchos años después de la guerra se reunió con grupos de jóvenes alemanes. Solía contar que solo había sobrevivido gracias a sus amigos, que la cuidaron cuando cayó gravemente enferma. Decía que la ternura, la amistad y el amor le habían dado la fuerza necesaria para sobrevivir. Incluso en este lugar de tanto sufrimiento, miseria y humillación, no faltaban gestos de bondad, que aquí resultaban heroicos. Podemos aprender de esa gente a no resignarnos al mal y al pecado. Oh Dios, la Verónica sostuvo a Jesús en Su dolor. Ayúdanos para que, en medio de la brutalidad de la vida cotidiana, no perdamos la capacidad de amar desinteresadamente al prójimo».

Pensé en los amigos que me acompañaban y me salió espontáneo dar gracias a Dios por todos ellos, al darme cuenta de que representaban el mismo don para mi vida que habían sido los amigos de la entonces veinteañera Zosia. Sin ellos, probablemente seguiría sin cruzar las puertas del campo, pero la vida diaria sin ellos, ¿tendría el mismo sabor, dónde estaría mi esperanza y cómo podría afrontar los desafíos cotidianos? De pronto recordé entonces que la palabra “fe” en polaco también significa “compañía”, la gente concreta con la que vivo. Con una fe concebida así, resulta posible incluso caminar por un campo de concentración.

Nos cruzamos en silencio con otros visitantes, entre ellos grupos de jóvenes judíos procedentes de España y Estados Unidos. Algunos cantaban himnos, una costumbre –nos explicó el padre Manfred– que se conserva gracias a los recuerdos de muchos prisioneros que obtenían esperanza y ánimo en el canto de los salmos entonados por los rabinos que se hallaban en el campo. Así que allí también se cantaba… Muchas veces subestimo el valor del verdadero canto que, cuando llega al corazón, tiene el poder de devolver la vida. ¿Qué tipo de canto es ese? ¿Qué cantaría aquí con todo mi corazón? Pienso en los salmos y en Povera voce

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La última estación, la XV: “Fe en la Resurrección”. Al salir había una mujer judía llorando y mirando el campo como si no pudiera apartar la mirada de allí. Por un instante se cruzaron nuestras miradas. Me acerqué a ella y nos pusimos a charlas. Vivía en Estados Unidos, me contó que durante la Segunda Guerra Mundial, gran parte de su familia había muerto en este campo y ella había ido allí a rezar. Al despedirnos le dije que yo también había ido allí para rezar. Y recordé otra despedida hace unos meses, cuando en la estación de tren de Cracovia dije adiós a una familia ucraniana que se había refugiado en nuestra casa cuando estalló la guerra. Tenían muchas ganas de volver a casa, aunque en su país no hubiera paz. Me costó mucho “dejarlos marchar” hacia un peligro tan grande, me parecía algo surrealista. Recuerdo las últimas palabras que pronuncié mientras estábamos en el andén: «Las guerras acabarán cuando todos reconozcamos que somos hermanos y hermanas, y que tenemos un solo Padre». Un día sucederá por fin.
Anna, Cracovia