La audiencia del 15 de octubre (Foto: Massimo Quattrucci/Fraternità di CL)

¿Y yo qué espero?

Las palabras del Papa del 15 de octubre, las de Prosperi, el tiempo de Adviento… Marco se replantea la pregunta radical. Y para responder retoma una historia que sigue siendo fascinante

¿Qué “arde” hoy en mi corazón, después de las palabras que nos dirigió el Papa en la plaza de San Pedro y después de las reflexiones de Davide Prosperi? Parto del último retiro de Adviento. Mientras escuchaba al sacerdote que lo predicaba, pensaba que la Iglesia nos propone el Adviento como preparación a la espera de la Navidad. De pronto me pregunté: ¿qué espero yo? ¿Solo espero las fiestas o espero la salvación, no solo en el más allá sino en el más acá, en mis jornadas, en mis relaciones, en las acciones que constituyen la trama de mi existencia cotidiana? Porque lo que existe no basta por sí solo, no llega a ser completo ni verdadero hasta el fondo, ni siquiera con los seres más queridos. Oigo hablar de “correspondencia” como un aspecto típico del método de la experiencia de CL, del carisma de don Giussani, y pienso en cómo comenzó esta historia.

Éramos unos chavales, íbamos al liceo Berchet, la gran mayoría estábamos bautizados, pero el cristianismo era algo cada vez más formal, exterior, moralista, a veces político. Cada vez tenía menos que ver con la dinámica del conocimiento, con la visión de la realidad y del mundo, con la experiencia de la vida. Allí los jóvenes comunistas se agrupaban, estaban juntos, pero los católicos estaban dispersos, ni siquiera se reconocían entre ellos.

Don Giussani no nos propuso reglas ni valores, nos dijo que Dios había venido al mundo, que Cristo era la verdad de todo lo que nuestra humanidad esperaba, de todos nuestros deseos e iniciativas: la verdad, es decir, la correspondencia con nuestro ser y con nuestro destino. Salía a nuestro encuentro, cada uno como era, sin censurar nada de nuestra humanidad, apostando por nuestra libertad, por la verificación que cada uno tendría que hacer de esta correspondencia, en una experiencia que ofrecía a Cristo como término de comparación, como significado último de todo.

A partir de ahí empezó a tomar cuerpo una manera distinta de mirar y juzgar la realidad, un germen de humanidad nueva que “irrumpió” sin cálculos como una “presencia”. Empezó con los grupitos de alumnos en los pasillos discutiendo entre ellos y a veces con los profesores de lengua y de filosofía, que presentaban sus asignaturas según un planteamiento laicista y marxista. Luego invitando al raggio a todos los compañeros, donde se proponía una manera distinta de juzgar el estudio, de pasar el tiempo libre, de vivir la amistad, la relación entre chicos y chicas. Cada vez iba tomando más cuerpo una vida y una presencia, una comunidad de personas que a través del raggio y la caritativa, siguiendo el curso de la vida, confrontando su humanidad con las circunstancias y el mundo en que vivían, llegó hasta las obras, a la sociedad, a la política, a la misión, al mundo.
Un cristianismo de la “correspondencia”, “carnal”, como lo llamó una vez el político Baget Bozzo, con el armazón de nuestra humanidad y nuestros límites, pero presente, disponible, provocador, que a través de nosotros testimoniaba algo que era más que nosotros.

Pero esta no es solo la historia de Milán, sino de gran parte de Italia y ahora también del mundo. Es nuestra historia, a través de la cual la salvación ha entrado en nuestra vida y esa humanidad que hemos encontrado y reconocido se ha establecido en nosotros como punto de comparación con todo, en lo bueno y en lo malo, como juicio definitivo en nuestra existencia.
Es sobre todo una historia que no se detiene, que llega hasta hoy. Dentro de esta historia, en este momento particular del movimiento, ante las palabras del Papa que nos invita a vivir en plenitud el carisma de don Giussani y a desplegar todas sus consecuencias, creo que el «nuevo inicio» del que hablaba Prosperi, y que urge en mí, no puede ser el fruto de un extraordinario esfuerzo teórico, ético o espiritual (siempre necesario pero insuficiente). Lo que arde es sobre todo el deseo de vivir plenamente la verdad del inicio: una necesidad renovada del encuentro entre Cristo y lo que deseamos en la vida. Cuanto más reconocemos a Cristo como respuesta a lo que espera nuestra humanidad, más nuestras serán las preguntas que plantea la realidad, mayor será nuestra pasión por el destino del otro y del mundo, más percibiremos la crisis antropológica y la soledad que vive el hombre de hoy, más sentiremos que nuestra experiencia es para todos. Y sobre todo nos veremos llevados naturalmente a comunicar, en nuestra vida y en nuestras relaciones, lo que somos, en la medida de nuestras posibilidades, de las formas que Dios permita, con los gestos del movimiento, con una creatividad nueva o con un pequeño gesto, como el belén que hemos puesto algunos entre los pescadores de Sestri Levante como un signo de que la Navidad, Cristo, es para todos. Porque la comunidad cristiana no se dedica a plantar tiendas, sino que es una vida y es para el mundo, supera cualquier mal, es la respuesta a la petición de salvación que se agita y se mueve en el corazón de cada hombre. «Cristo es todo en todos».
Lo que arde es la necesidad de un cristianismo de la “correspondencia” y de la “carnalidad”, saliendo del riesgo del espiritualismo, del autoanálisis moralista, que es consecuencia directa de la tentación de perseguir sociológicamente las muchas apariencias que presenta el mundo de hoy. Hace unos días me decía mi nieto: «El próximo verano quiero pasar tres semanas con Rose, si me acepta». Me quedé de piedra. Tiene el deseo de almacenar humanidad. Los jóvenes de hoy, como los de ayer y los de mañana, no necesitan a alguien que les ofrezca soluciones, reglas o valores, sino una manera más verdadera de ser ellos mismos, buscan una razón que explique la vida entera: siguen necesitando a Cristo. No debemos conformarnos con un mundo que ni siquiera ellos quieren realmente.

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Con este cristianismo de la “correspondencia” y la “carnalidad” nos hemos dirigido a todos los obispos que han pasado por la diócesis, obedientes y al mismo tiempo testimoniando el carisma que nos ha generado, sin reducirlo a mera experiencia espiritual, por intensa y bella que esta pueda ser.
La experiencia de la “correspondencia” y la “carnalidad” no solo es una característica del método y del carisma de don Giussani, sino también un facto de extraordinaria actualidad para la Iglesia y para el mundo. Aparte de ser un reclamo pertinente de cara a la Navidad que se acerca y que nos incorpora en el corazón de la Iglesia.
Marco, Chiavari