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«Mis rosas están floreciendo»

Rachelle cuenta la vida de la comunidad de Carolina del Norte, en Estados Unidos. En 2011 eran siete personas y ahora son más de cuarenta. «Señor, ¿qué has hecho para crear esta amistad prácticamente de la nada?»

Cuando mi marido y yo nos conocimos, en 2011, estudiando la especialidad en la Universidad Duke, había siete personas del movimiento (nosotros incluidos) en todo el Estado de Carolina del Norte. Me impresionó ver la cara de la gente en nuestro último retiro de Cuaresma, en febrero, porque había casi cuarenta personas (sin contar a los niños), algunas de las cuales viajaron durante horas para estar solo un rato con nosotros. Esos rostros solo eran la “punta del iceberg” de las comunidades que ahora están presentes en todo el Estado, lo que significa que muchas familias no pudieron participar pero asisten regularmente a los gestos locales en sus respectivas ciudades. Eso suscitó en mí la pregunta: Señor, ¿qué has hecho para crear esta comunidad prácticamente de la nada?
No quiero parecer exagerada, pero creo que esto muestra nada más y nada menos que a Cristo generando un pueblo, la Ciudad celeste de Dios, justo aquí, en Carolina del Norte.

Lo que constituye al pueblo es sobre todo la conciencia de nuestra necesidad, unos de otros, para afrontar la vida. Hay familias que recorren grandes distancias solo para verse con frecuencia, considerando irrelevante el coste del viaje en comparación con el valor de su amistad. Son un gran testimonio para todos.
Juntos, nuestra amistad crece, y gracias a ello estamos viendo que la alegría de nuestra vida común empieza a dar frutos concretos en nuestros gestos comunes. Siempre hay alguien que viaja dos o tres horas para poder estar presente y nuestros hijos gozan de la belleza de esos momentos, preguntándonos cuándo volveremos a ver a estos amigos.

También estamos aprendido los dones que cada uno de nosotros supone para estos gestos comunes, que acrecientan la belleza de lo que vivimos. Yo imagino que los discípulos verían de esta manera la multiplicación de los panes y los peces. Cada uno contribuye de tal modo que se percibe la diversidad de nuestros dones y la armonía con que todos ellos generan una gran unidad.

Movidos por el deseo de cuidar la belleza de la música en nuestro retiro cuaresmal, algunos amigos dieron un paso adelante ofreciendo sus talentos, hasta el punto de poder preparar una hora de cantos antes del retiro y organizar un coro. Fue tan bonito que la gente habló de ello durante días. Una mujer que estuvo en el retiro y que hasta entonces no conocía el movimiento me dijo: «No sé qué es esto, pero necesito conocer más. La música era tan bonita que me abrió el corazón a lo que el sacerdote dijo luego en el retiro. Ahora sé que necesito seguir aprendiendo». Al día siguiente vino a la Escuela de comunidad y ya se había comprado el libro Dar la vida por la obra de Otro, así de serio era su deseo de conocer más.

Esta pasión por la música nace de esta amistad, es decir, del reconocimiento común de nuestra necesidad y del deseo de experimentar y compartir juntos la belleza y la oración. Esto exige tomarse en serio lo que hacemos, porque no podemos juntarnos habitualmente. Debemos trabajar solos y luego viajar durante un par de horas para vernos. La distancia entre nosotros deja así de ser un obstáculo porque nos ayuda a decidir si queremos estar juntos y por qué. Mientras iba de camino a los ensayos del coro para el Via Crucis de Raleigh, el fin de semana antes de Pascua, me invadía la conciencia de que solo un amor real por mis amigos, que Cristo me ha dado para conocer mejor Su amor por mí y mi amor por Él, podría llevarme a querer sacrificar mi sábado para estar con ellos.

Yo misma, en mi trabajo como abogada, experimento cómo mi vida en el movimiento redunda en los demás. Me encuentro con cientos de personas y las acompaño en los peores momentos de su vida, cuando son más vulnerables y necesitan una mirada que no se derrumbe bajo el peso de su grito, que pide ser. Mis clientes me desvelan mi corazón y el corazón de nuestro Padre, que nos ama infinitamente y que me llena de un afecto y gratitud inmensos por cada uno, y ellos se dan cuenta enseguida. Como piedras que gritan, dicen hasta delante del juez cuánto me quieren, cuánto agradecen (¡están agradecidos aunque estén a punto de entrar en prisión!) lo que les ha pasado. Mis compañeros, los jueces, los agentes y perfectos desconocidos se preguntan qué está pasando, y yo sonrío y me encojo de hombros porque no hay nada que yo pueda decir para convencerles de que es el Reino de Dios que se ha acercado a ellos, cuando un hombre que está a punto de ir a la cárcel lo único que declara ante el tribunal es: «Sencillamente estoy agradecido por todo esto».

Esta vida que hemos encontrado juntos también da fruto en nuevas realidades con los jóvenes. Una alumna anglicana, con una vida completamente distinta de la nuestra, se unió a nosotros en Pascua, tras conocer a varias familias del movimiento. Se quedó tan impactada por la belleza de nuestra amistad y de nuestra fe que empezó a venir todas las semanas, bombardeándonos con preguntas que al final podrían resumirse así: «¿Por qué sois así? ¿De dónde venís?». Al cabo de unos meses, no podía creer el cambio que Cristo había obrado en ella. Me decía que quería hacerse católica, pero le daba miedo dejar lo que había conocido desde siempre. Yo le citaba un proverbio italiano: «Si son rosas, florecerán».

Apenas un año después de su primer encuentro, esta chica me enseñó una rosa que se había tatuado en el antebrazo y me dijo con una sonrisa: «Mis rosas están floreciendo». La vi recibir la Eucaristía por primera vez durante la vigilia pascual, llena de asombro por el don que hemos recibido con el movimiento y que ha podido llevar a esta mujer a un cambio tan radical.

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Estas cosas pueden parecerse a otras muchas que ya hemos oído, pues se trata sencillamente del método de Cristo, presentándose en medio de nosotros con rostros nuevos y en un tiempo y espacio nuevos. Eso no lo convierte en un gran acontecimiento, pero resulta aún más sorprendente pensar que lo que estamos viviendo es un eco de aquel acontecimiento que tuvo lugar hace dos mil años con los primeros discípulos que conocieron a Cristo y le siguieron, al otro lado del mundo.
Rachelle, Carolina del Norte