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«Una compañía que no me deja ni un instante»

El ingreso de su pequeño, la preocupación y la soledad. Pero entre esas cuatro paredes se abre paso una pregunta que cambia la perspectiva y la lleva a descubrirse «preferida y abrazada»

Hace unas semanas, mi hijo, que ya había estado ingresado por bronquiolitis, empezó a respirar peor y volvimos a llevarle al hospital para medirle la saturación. Lo que se suponía que iba a ser una simple visita se convirtió en un nuevo ingreso, esta vez debido a un virus especialmente grave para los más pequeños, como él, y unas horas más tarde estaba enchufado a una máquina de oxígeno y a una botella de suero para alimentarse. Mi temperamento no ayuda en estos casos. Me preocupo mucho y me invade la sensación de impotencia y malestar, en una situación donde parece que nunca llegan buenas noticias. A todo eso hay que unir la soledad que establecen los protocolos Covid, que solo permiten estar a uno de los padres.

Las cuatro paredes de la habitación me ahogaban. Por la ventana veía una estatua, parecía una Virgen, de espaldas, discreta. Bajo la lluvia, con nieve, al sol… ella siempre estaba ahí, acompañándome esos días. Pensaba que podía ser un signo, de hecho sabía que así era, pero al principio no me decía nada. Un día le pedí a mis amigas que me acompañaran: no buscaba consuelo, sino algo que me permitiera estar en pie. Compartí con ellas mi dolor y mi cansancio, necesitaba ayuda para afrontar lo que me tocaba vivir. «Qué puede haber en esta habitación “para mí”?», me preguntaba. Entonces empecé a darme cuenta de todo el bien que estaba recibiendo: mis amigas conectándose fielmente para rezar conmigo una novena, amigos que rezaban por nosotros desde muy lejos, los regalos de mis hijos, el colegio que mostró una atención conmovedora con nuestra familia… Qué potencia tiene la compañía de la Iglesia, que no me dejó ni un instante, como esa Virgencita por la ventana.

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Esos días solo pude reconocer cómo Cristo entraba poderosamente en esas cuatro paredes, llevándome una paz que no era mía. Cuando nos dieron el alta, me di cuenta de que mi corazón estallaba no solo porque el peligro escampaba, sino por todo el bien que esa circunstancia me había hecho vivir. Me sentía preferida y abrazada. Tanto que casi me costaba dejar esa habitación que se había convertido para mí en un lugar querido, pero al mismo tiempo deseosa, tanto como no me sucedía desde hacía tiempo, de volverlo a ver en acción, segura de que no hay circunstancia en la que esto no sea posible.
Fulvia, Abbiategrasso (Milán)