(Foto: Basil Samuel Lade/Unsplash)

Una esperanza irreductible que hay en mí

Enrico participa en una cena con antiguos compañeros de clase. No hablan de nada serio, pero uno de ellos reconoce que no es feliz aunque todo vaya aparentemente bien. La conversación continúa en el coche: «Vivir con gusto es posible, ¿te gustaría?»

El 23 de diciembre participé en una cena con antiguos compañeros de instituto. El clima era bastante sereno: gente competente –muchos de ellos sacaban mejores notas que yo y hoy avanzan en su carrera de una manera aparentemente envidiable– y discursos inocuos, hablando del mar y los peces.

Al acabar, uno de ellos intentó hilvanar un discurso aparentemente serio: después de expresar la estima que sentía hacia nosotros, centró el tema en lo felices que somos ahora en nuestro trabajo. Cuando empieza a citar a las personas sentadas en la mesa, me nombró en el primer lugar de “su” lista. Me costaba entender hasta qué punto su análisis era sincero, pero seguí escuchándole mientras reconocía que él no está muy contento con lo que hace. Ha empezado un curso de post-doctorado en el extranjero y, hablando de su investigación, nos desveló su infelicidad.
Mientras nos levantábamos para marcharnos a casa, me acerqué para contarle más concretamente qué había guiado mis pasos para descubrir que me encanta enseñar, es decir, que la realidad va dejando signos discretos, pero claros, sobre el lugar donde podemos “realizarnos”, usando la palabra que él mismo acababa de citar.

Algunos decidieron continuar la noche tomándose una cerveza en otro local y yo, que había decidido irme a casa, me ofrecí para acompañar hasta allí a mi amigo “doctor”. En el coche me desvela una herida que le duele y empieza a llorar a mares, diciendo: «Sé que eres el único que puede escucharme». Mientras me pedía perdón por sus lágrimas, le respondí que yo lo único que tengo es lo que me ha pasado y que el gusto con el que afronto mi trabajo no es fruto de ningún mérito mío. «Tienes suerte», me dijo. Pensándolo un momento, me di cuenta de que, en efecto, así es. Luego le pregunté: «Vivir las cosas con gusto es posible para todos, también para ti, ¿no te gustaría?». Su “sí” fue inmediato.

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Al final nos despedimos con un abrazo y cuando me quedé solo, una pregunta se abrió paso en mí: «¿Quién eres Tú que te vales de mí, con lo miserable que soy, para despertar el deseo de sentido y felicidad en un amigo de toda la vida, devolviéndome la relación con él?».
Me daba cuenta de que si puedo decirle algo, a pesar de su dolor y mi impotencia, solo es porque realmente tengo una esperanza para mi vida. El movimiento es el lugar mediante el cual Dios entra en mi vida, poniendo en mi corazón la vocación de la música y la enseñanza. Si alguien, en clase o en una cena, se da cuenta de esto más que yo mismo, es por una esperanza irreductible que hay en mí.
Agradezco a Carrón y a todos mis compañeros de camino porque en este momento no hay nada más adecuado para mí que este camino para poder mirar la realidad entera con todo su drama.
Enrico, Bolonia