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Alessandro, Chopin y el coraje de vivir

Él es un hombretón que siempre le decía que solo quería estudiar informática. Ella, una profesora que supo ver un brillo en sus ojos. «El yo existe en la medida en que vive, pero vive de verdad porque es mirado y amado»

El año pasado, los alumnos y profesores de las escuelas de segundo grado de la región italiana de Umbria tuvimos que pasar ocho meses confinados. En mi clase de Primero B, todos asistían siempre con la cámara encendida, como si quisieran decirle al mundo que querían estar sin perderse nada. En esa clase está Alessandro, que es mucho más grande de lo que le correspondería por edad y tiene un vozarrón propio de un hombre de cuarenta años. Esquivo, y a veces brusco, no hacía más que decirme que no pensaba estudiar lengua ni historia porque «no sirven para nada, y además yo solo he venido a este instituto a estudiar informática». Todo lo que no fuera informática no merecía la pena, «salvo el inglés, que sí hace falta». Tras sus palabras se percibía cierto malestar, pero no lograba encontrar la manera de entrar.

En mayo volvimos a las clases presenciales y un día se me acercó diciendo: «Profe, hace un tiempo citó en clase a Beethoven, ¿a usted le gusta la música clásica?». Mientras le decía que sí, vi una luz brillando en sus ojos. «¿A ti también? ¿De verdad tocas el piano? ¿Desde cuándo? ¿Nos tocas algo?».

Unas semanas más tarde, le pedí al técnico que trajera a clase el teclado de la sala de instrumentos. Lo aposté todo por esa luz que había vislumbrado. Él se sorprendió y, en medio de un silencio total, se levantó de su mesa, un poco pequeña para su tamaño, y se sentó delante de las teclas. Los demás se extrañaron. Estaban acostumbrados a sus salidas de tono, así que todas sus miradas se fijaron en mí, que no decía nada. Luego empezó la música. Perfecta. Sin partitura. Él, arrebatado. Y sus compañeros, encantados. A la última nota le siguió un largo aplauso.

Hace poco hubo un evento en el centro en el que participaba un jurado teatral con público en la sala. Alessandro –que estaba en el taller de teatro y que a mi lado es un experto– tocó por primera vez delante de casi cien personas, el director, profesores, alumnos y padres. Mientras le miraba tocando su pieza de Chopin desde el fondo de la sala, me conmoví al darme cuenta de lo que es el “yo”. El yo existe en la medida en que vive, pero vive de verdad porque es mirado y amado.

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Esto es tan verdadero para Alessandro, con una historia familiar muy complicada sobre sus espaldas, como para mí. El yo no se hace por sí solo, no se constituye de manera autónoma. Cuando tiene el coraje de vivir muestra una paternidad que lo genera, alguien que le llama por su nombre. Ese día Alessandro fue eso para mí. Un compañero de camino que era autoridad porque me recordaba que solo se genera cuando se es generado.
Marta, Perugia (Italia)