Foto Unsplash/Julie Ricard

Cuando “salvar” a los demás no basta

La decisión de ser trabajadora social en la edad adulta y la ocasión de trabajar en centros de acogida de migrantes. Serena cuenta su relación con una niña afgana y su familia

Decidí ser trabajadora social en la edad adulta, partiendo del deseo que tenía de estar con personas a las que se define como “vulnerables”: niños, ancianos, enfermos mentales. No sabía muy bien en qué consistía el trabajo, pero sé perfectamente cuándo decidí hacerlo: en septiembre de 2015, tras la muerte del pequeño Aylan, un niño sirio que fue encontrado sin vida en las playas de Turquía. Aquel hecho marcó mi decisión. Me habilité y acepté el primer empleo que se me presentó por una extraña coincidencia: trabajar en centros de acogida extraordinarios para migrantes. El trabajo con estas personas no te lo enseñan en la universidad y casi todos mis compañeros carecían de experiencia, de modo que literalmente no sabían por dónde empezar, así que me puse manos a la obra, fiándome de mi intuición y pidiendo cada mañana: «Señor, muéstrate en este día».

El primer rostro que me encontré fue el de una niña afgana de diez años que me abrió la puerta de su “casa”, una mañana en una inspección. Debido a su increíble parecido con mi hija, inmediatamente me sentí ligada a ella. Y ella a mí. La historia que me contó, junto a su padre, era la de una familia como tantas que ha huido de Kabul y de la guerra. Los talibanes apuntándoles con sus fusiles son un recuerdo aún vivo que los niños sufren continuamente con pesadillas nocturnas. Empecé a ir al centro de acogida en cuanto podía, intentando liberarme de otros compromisos para enseñar el idioma mínimamente a esta niña y a sus dos hermanos pequeños y prepararles así un camino de integración escolar. Les llevaba letras para colorear, vocales que aprender y un alfabeto que repetir, que poco a poco se convirtió en nuestra canción. Cada vez que nos veíamos era una fiesta, ella me regalaba un dibujo o me enseñaba las palabras que había escrito, llenando varias páginas.

El día que les acompañé a clase a ella y a su hermano, junto a su padre, me agarraron de la mano y aunque los dejamos con unos profesores estupendos que enseguida se interesaron por su historia, me quedé muy conmovida. Dos días después, volví para hablar con sus profesores y, para mi sorpresa, me invitaron a entrar en la clase de la niña que, al verme, saltó de la silla y vino corriendo a abrazarme. Permanecimos abrazadas un rato y era tan evidente su alegría y la mía que nos emocionamos.

Esa conmoción sigue viva en mí cuando los veo felices, pues me doy cuenta de que no me basta con resolver sus problemas. Les ayudo con el médico, el colegio, los papeles… pero me pregunto: ¿qué será de ellos, de su destino? ¿Qué será de esos otro cuatro hermanos afganos sordomudos a los que voy a ver todas las semanas y por lo que no sé qué hacer? ¿Qué puedo hacer en medio de esta realidad tan dolorosa, aparte de llevarles la alegría de un encuentro?

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La cuestión no es “salvar” a los demás, sino buscar al Señor cada día, pedir su Presencia porque así es como Él se muestra. En los ojos abiertos como platos de una niña de diez años.
Serena, Arezzo (Italia)