Damasco

Siria. Cuando florece el yo

Una rusa y un belga de Moscú se juntan en casa de un amigo en Damasco, con la luz cortada, para seguir la Jornada de apertura de curso. «Un gesto muy pequeño, invisible, en un barrio sumido en la oscuridad y en la pobreza»

“Imprevisto” y “esperanza” son dos palabras que creo que describen bien Siria y mi historia personal ligada a este país. Por una serie de conocidos improbables –nada extraño en la experiencia del movimiento– conocimos en Moscú a Soulaiman, un médico sirio que al estallar la guerra se marchó una temporada a Rusia. Por otra serie de acontecimientos y signos, ocho años después me encuentro en su casa, en Damasco, para la Jornada de apertura de curso de CL. En una sala donde tres de las cuatro paredes estaban llenas de sofás –como en todas las casas por aquí, donde la gente se junta para tomar el té, el café, o charlar– estábamos Soulaiman y su mujer, Jean-François, belga, y yo, rusa. También vino Michele, amigo de Soulaiman, con su hija y –de manera inesperada– Michela, otra amiga italiana del movimiento que se ha trasladado de Beirut a Damasco por trabajo y que habíamos conocido unos días antes.

Jean-François hizo una pequeña introducción y luego escuchamos a don Giussani. A esa hora en Damasco no hay electricidad, racionada por intervalos breves durante el día, pero Soulaiman instaló una gran pantalla que funcionaba a pilas, así que todos pudimos leer el texto en árabe sin problemas. Oír aquí la potente voz de de Giussani me llenó de gratitud. Me daba cuenta de lo verdadero que es lo que estaba oyendo, que «si todo el espacio, si todo el mundo», con toda su miseria, problemas y faltas, «se precipitase sobre mí, sobre este punto efímero… yo soy más grande». Miraba a mi amigo sirio a los ojos y se me hacía evidente que todo nace de un “yo” conmovido, impactado por un encuentro en el que percibe una promesa para su vida, un “yo” que no se detiene ni deja de buscar.

Una búsqueda que comienza enseguida, nada más terminar de escuchar a don Giussani, cuando nuestros amigos nos ponen delante sus heridas y preguntas más profundas: «¿Por qué tienen que morir personas buenas, mientras las malas siguen viviendo?»; «¿por qué el Señor permite que mi hijo tenga que ir a la universidad a otra ciudad, lejos de nosotros?, ¿cómo soportar el dolor de la distancia?»; «¿cómo reaccionar cuando un vecino te trata mal?, ¿por qué existe la injusticia?»; «¿cómo puedo vivir la experiencia del movimiento aquí, en Siria, donde no tengo amigos que me ayuden y donde no puedo ver vuestros ojos cotidianamente?».

Cuántas respuestas podríamos encontrar en los fragmentos del Evangelio o en los textos de Giussani, pero la imaginación de Dios es realmente sorprendente. Michela, que estaba allí por casualidad, cuenta que es madre de dos hijos que en este momento residen en Londres, en una “jungla” mucho menos segura para los jóvenes de un pueblo sirio alejado del conflicto. Mientras comparte su dolor por la separación, dice con certeza: «Mis hijos no son míos, son libres, y quererles consiste precisamente en dejarles ir a vivir su vida». No son solo palabras, lo lees en su cara y, mientras lo cuenta, cambia también la mirada de la esposa de Soulaiman, que lleva semanas preocupada por su hijo. No me atrevería a decir que se le haya pasado la preocupación, pero parece tranquila, menos angustiada que antes, y por fin sonríe y da las gracias.

Michela cuenta también que vive sola en Beirut. No conoce a casi nadie, no tiene una comunidad cerca, pero eso no le hace dudar del gran amor con que el Señor ama su vida. No se siente abandonada, nada le impide caminar. El rostro de Soulaiman también cambia y empieza a sonreír. Es como ver encarnadas las palabras de la Jornada de apertura de curso: «Precisamente ahora, aquí, en pleno clima de descomposición de lo humano, se produce la sorpresa ante personas que son una presencia», personas «que, sin asustarse de su propia humanidad, permitan a otros mirar la suya sin tener que censurar nada».

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Estas presencias responden mejor que mil palabras porque en cada fibra de su ser vibra la experiencia real de lo que están diciendo. Eso es lo que convence. Me convence también a mí, que no me preguntaba las mismas cosas pero que, viendo lo que estaba pasando, comprendía mejor cuánto me conviene vivir a este nivel de fe y autoconciencia, que cambia mi vida y la de los demás. «Escuchando a Giussani podía tocar con mis manos su amor por Jesús», decía Soulaiman. «Y eso se traducía en un enorme abrazo y en un amor por mí, penetraba en mi corazón y sanaba mis heridas, purificaba mi visión de la vida porque me ponía delante la verdad y despertaba mi conciencia». Cuando uno dice “yo”, empiezan a florecer otros “yo” a su alrededor y eso hace nacer una gran esperanza.
Hicimos un gesto muy pequeño, invisible, en un barrio de Damasco, sumido en la oscuridad, en la pobreza y con el recuerdo aún vivo de la guerra, pero para nosotros siete fue un momento lleno de luz, por la posibilidad de una vida siempre nueva, cada vez más arraigada, cada vez más cierta.
Alexandra, Moscú