Foto: Robina Weermeijer/unsplash

«Cierra los ojos y vuelve a abrirlos»

Tras una operación de urgencia a corazón abierto, Fulvio se recupera en un centro de rehabilitación. «Recuerdo el primer día que miré por la ventana. Había cuatro árboles, la parada de autobús y, al fondo, la autopista. Todo era maravilloso»

Tras cruzar el umbral de los sesenta años, una molestia en el pecho me llevó a una revisión médica que acabó en intervención de urgencia a corazón abierto. Hay momentos en que la idea de la muerte se abre paso como una posibilidad real inevitable. Mientras me llevaban al quirófano me preguntaba si estaría preparado. Enseguida me pareció una pregunta abstracta y me salió casi automáticamente un avemaría. Un instante después me invadía la gratitud por toda una serie infinita de cosas y encuentros preciosos que la vida me ha regalado. Entonces dije «gracias» y me di cuenta de que estaba preparado. Pero evidentemente no había llegado mi hora, así que me desperté unas horas más tarde en cuidados intensivos. Mi cuerpo era un bulto dolorido y solo podía mover los ojos. Había algo, solo una cosa, que podía hacer, a medida que recuperaba la conciencia: invocar la ayuda de Dios. Entonces sucedió un pequeño milagro. Un momento en que mis ojos interceptaron en la pared de enfrente la silueta de un crucifijo. Era Él, estaba allí para mí. La mirada que necesitaba encontrar era la Suya. «Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña», dice el papa Francisco, y mi experiencia lo confirma. Con esta impresión, pasé varios días con sus noches, marcado aún por el cansancio y el dolor, pero bendiciendo cada pequeño signo de recuperación. Recuerdo perfectamente el primer día que pude levantarme de la cama y acercarme a la ventana. El mundo entero se resumía en esos cuatro árboles, la parada de autobús, el aparcamiento del hospital y, al fondo, la autopista. Todo me parecía maravilloso. Qué gratitud porque el mundo existe.

A los diez días de la operación, estaba previsto que me trasladaran a un centro de rehabilitación. Mientras me preparaba, recibí la noticia de que mi madre había subido al Cielo. Sentí con fuerza el deseo de volver a casa, pero mi situación no lo permitía. Logré dar algunas indicaciones a mis hijos y amigos del grupo de Fraternidad y ellos se encargaron de todo. Mi madre fue acompañada a su encuentro con el Señor con un funeral sencillo, pero cuidado hasta en el más mínimo detalle. La atención de mis amigos incluso hizo posible que lo siguiera en directo por video. Con un dolor inmenso por la pérdida de mi madre y el disgusto por no poder estar allí físicamente, el corazón se me llenó de una gran paz.

Al llegar al nuevo centro me sorprendió un cuestionario para determinar si un paciente necesita o no apoyo psicológico. Una serie de pregunta que se podían resumir en esta alternativa: o «la vida aún merece la pena» o bien «la vida es un fraude»; y tú tienes que valorarla con una escala de 1 a 5. Lo relleno a gran velocidad, con todas las respuestas apuntando en una sola dirección: la vida era hermosa y lo sigue siendo. Me muero de curiosidad por ver qué me tiene reservado el Señor y cómo querrá sorprenderme. Pero no lo puedo dar por descontado y, de nuevo, vuelve a ser fuente de gratitud.

Cuando Julián Carrón hablaba en los Ejercicios de la Fraternidad de la «esperanza que no defrauda», citaba a don Giussani: «Los hombres, jóvenes y no tan jóvenes, necesitan una cosa en última instancia: la certeza de la positividad de su tiempo, de su vida, la certeza de su destino». Esta certeza habita dentro de mí, no por una capacidad especial que yo tenga, sino por mi historia de pertenencia, donde razón y afecto reclaman continuamente al sí de Pedro y a la fidelidad de Dios.

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Aquí todos los pacientes han sufrido operaciones complicadas, parece casi una competición a ver quién tiene las cicatrices más grandes o la angioplastia más compleja. Aquí es muy fácil recordar la fragilidad del ser humano. Es increíble la cantidad y calidad de la atención médica, con personas en situaciones mucho más graves que yo, y te preguntas con qué expectativa pueden volver a vivir con sus familias. ¿Por qué vale realmente la pena que una persona vuelva al mundo? Un día, tumbado en la cama para someterme a la enésima prueba, tuve una “iluminación”: merece la pena apostar por el ser humano para que el hombre pueda volver a retomar la tarea más definitiva de su vida: amar y ser amado.

Rosa Montero, en su artículo “Hoy, aquí, ahora”, afirma: «Seré feliz cuando llegue a destino. Pues bien, la mala noticia es que jamás se llega. Solo el hoy existe, el aquí y el ahora». Sé que tengo por delante un gran trabajo por hacer porque ni siquiera lo que estoy viviendo, con toda la densidad propia de un desafío así, puede salvarme del riesgo de lo ya sabido, de lo obvio, si no cobra conciencia en mí. Si pudiera responder a la escritora española, a la luz de mi experiencia y con mucha humildad, le diría: «¿Cómo que “solo” existe el hoy, el aquí y el ahora? ¿No le sorprende que existan? ¿Y no le sorprende que con su mera existencia susciten preguntas decisivas? Creo que hay que amar a la realidad tal como es porque existe, porque lleva dentro un germen de bien indestructible. La buena noticia es que el hoy, el aquí y el ahora están salvados por una esperanza que no defrauda, porque Alguien ha creado todo lo que existe». ¿Qué «todo»? Cierras los ojos y vuelve a abrirlos: todo. Y tú en el centro.
Fulvio, Sondrio (Italia)