Cape Cod (Foto Unsplah/Benjamin Suter)

Una belleza que supera todos los planes

Un fin de semana de camping con cincuenta amigos, con el deseo de pasar unos días juntos después del confinamiento. Así lo cuenta Monica desde Boston

Cuando los camping reabrieron las reservas, hace seis meses, mi amiga Tara me mandó un mensaje: «¡Vamos juntas de camping este verano! Tengo muchas ganas de pasar unos días con los amigos». Hicimos una reserva, creamos un grupo de Whatsapp y en unos minutos varias familias y amigos de nuestra comunidad se apuntaron para pasar juntos unos días en Cape Cod, el segundo fin de semana de junio.

Fue como una explosión. Se lo dije a varios amigos que se lo dijeron a otros, muchos de los cuales no conocía. Otro amigo reservó en otro camping para el fin de semana del Memorial Day. Y, como un efecto dominó, se repitió el mismo fenómeno. Al final se apuntaron 54 personas.

Fin de semana del Memorial Day: estamos haciendo las maletas y terminando los últimos preparativos pero la previsión del tiempo anuncia una fuerte lluvia y una temperatura máxima de 4,5 grados (bienvenidos al tiempo imprevisible de Nueva Inglaterra), así que decidimos anular las vacaciones. Obviamente, me quedé muy triste y decepcionada, igual que mis hijos. El sábado por la mañana, mi hijo Joseph lloró tanto que tenía los ojos hinchados. No dejaba de preguntar: «¿Por qué, por qué no podemos ir?». Tal era su insistencia que al final tuvimos que ceder. Los adultos habían decidido que no era seguro acampar, pero en todo caso podíamos pasar un día juntos. Así que nos fuimos al Pawtuckaway State Park. Fuimos a un mirador, preparamos el hornillo de camping y la comida que llevábamos en la maleta, y pasamos una bonita jornada. Cuando paró de llover pudimos dar un paseo precioso por el lago.

De vuelta a casa, esa noche no dejaba de pensar: «¿Por qué? ¿Por qué tenía que llover y hacer tanto frío? Todo lo que queríamos era pasar un poco de tiempo juntos». Pero no podía dejar de sentirme agradecida y sorprendida por lo bonito que había sido el día, aunque no se correspondiera con mis planes.

Me sentía identificada con la Escuela de comunidad cuando Carrón, en el libro de los Ejercicios, habla de un hecho irreductible: «Tenemos dentro de nosotros una espera irreductible y única de algo que no tiene límites, y no podemos imaginar cómo podrá cumplirse. Es Misterio».

Dos semanas después estábamos todos emocionados por nuestro camping en Cape Cod. Las previsiones no eran prometedoras, pero no hacía frío, de modo que intentaríamos acampar, lloviera o hiciera sol. Esta vez Joseph no aceptaría un “no”. Salimos 54 amigos (con más niños de 5 meses a 13 años que adultos) al Nickerson State Park.

La noche del viernes al sábado me desperté a las 4:30 de la madrugada porque nuestra tienda estaba empapada y no parecía que fuera a dejar de llover. No importaba. Mis hijos habían dormido y no veían la hora de ver salir el sol para ir a buscar a sus amigos y salir con las bicicletas por la ruta que rodeaba la zona.

Nos juntamos para rezar laudes. Mientras rezábamos, las palabras de san Pablo en la oración (Fil 1,3-6) me conmovieron porque me recordaban que yo soy amada y cuidada. Mirando a los niños y a los adultos intentando rezar mientras seguía lloviendo, esas palabras resonaban de verdad en mi vida. Dios es fiel.

Hicimos una excursión de cinco kilómetros hasta el estanque. Pasamos la tarde juntos y luego fuimos a misa. Al salir de la iglesia por fin apareció el sol. La velada fue muy bonita y sencilla. Cenamos (los padres prepararon una cena estupenda), los niños jugaron y acabamos cantando alrededor del fuego.

Al día siguiente volvimos a empezar con los laudes. Un niño preguntó a Andre, que guiaba la oración: «¿Por qué tenemos que rezar laudes? ¿No podemos rezar simplemente un Ave María y empezar a jugar?». Andre explicó que don Giussani nos proponía empezar la jornada con los laudes porque pertenecemos a una historia que comenzó hace miles de años con el pueblo hebreo, que también rezaba los salmos. El rezo de los salmos nos permite entrar en diálogo con Dios, implorando que su Presencia nos acompañe durante la jornada.

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Después de hacer el equipaje, pasamos el resto del día en el océano, mirando las focas que nadaban a pocos metros de la orilla. Los niños estaban felices por poder mojarse los pies y poder jugar un poco más. Cuando volvíamos en coche a casa pensaba: qué bonito es estar juntos y compartir una comida, un paseo, la playa. No hicimos nada extraordinario, pero para todos supuso la experiencia de una belleza inesperada y la promesa de aún más belleza por pertenecer unos a otros en esta historia que comenzó hace dos mil años.
Monica, Boston, Massachusetts